Tom, un chaval de nueve años, y su madre entraron en un establecimiento de comida rápida. Habían estado toda la mañana de compras y aquello formaba parte del plan de la mujer en agradecimiento al buen comportamiento de su hijo y su infinita paciencia para con ella.
Mientras Marjorie, la madre, hacía el pedido, el chaval la esperaba sentado en una mesa jugando con sus soldados de juguete.
En la mesa de al lado se sentaron tres adolescentes que no paraban de gritar y reírse.
Tom, en un momento dado, se agachó para recoger a uno de sus soldados que se había caído de la mesa, parando en los pies de uno de ellos.
Alan al darse cuenta de que el muñeco en cuestión estaba junto a sus zapatillas de marca no dudó en pisarlo.
Al chaval lo miró y le pidió amablemente que le dejara cogerlo. Pero Alan tenía otros planes que no coincidían en nada con los de Tom.
En vez de apartar el pie y facilitarle al chaval la recuperación de su soldado perdido, lo pisó con más fuerza hasta hacerlo trizas.
Tom intentó contener las lágrimas que afloraban a sus ojos. Le costó, pero lo consiguió.
Decepcionado por la reacción del adolescente, se sentó resignado en la silla y esperó pacientemente la llegada de su madre. Tenía un soldado menos, era un hecho. Muerto en combate, pensó.
El altercado habría quedado ahí, sin más, por lo menos por parte de Tom que no le gustaban las peleas y mucho menos suplicar. Pero Alan no quería dejar pasar aquella oportunidad de burlarse de él y de sus soldados.
Lo humilló delante de sus amigos, se burló de él e incluso no dudó en dar un paso más y le agredió dándole un manotazo en la cabeza del chaval.
Tim no pudo aguantar más y rompió a llorar. Marjorie ajena a lo que le estaba pasando a su hijo seguía en la cola de los pedidos desesperada por la tardanza.
Alan se levantó para rellenar su vaso de refresco.
A la vuelta tropezó con otro muchacho y el líquido se derramó en su camiseta nueva.
Culpó de aquello, como no, al chaval de la mesa de al lado, a Tom.
Enfadado se encaminó al baño para limpiarse la mancha. Mientras tanto Marjorie hacía acto de presencia en la mesa donde estaba su hijo, portando una bandeja con sendas hamburguesas y patatas fritas.
Tom había dejado de llorar y logró sonreír cuando su madre se sentó a su lado.
En el baño, Alan profiriendo una palabrota tras otra, intentaba quitar aquella ingrata mancha de su apreciada camiseta. Cuando terminó levantó su mirada al espejo y contempló su imagen en el espejo. Era guapo y lo sabía. Pero en el espejo no solo se veía a él. Había alguien más detrás de él. Se giró. No había nadie. Se volvió a mirar en el espejo y allí estaba de nuevo un soldado con la cara sucia y el uniforme lleno de barro, con el fusil apuntándole directamente a la cabeza. Entonces…. Escuchó un disparo.
En una acto reflejo se agachó para evitar la bala y salió corriendo del baño gritando.
Pero cuál sería su sorpresa al ver que aquel soldado del baño no era el único que lo acechaba.
El local estaba lleno de ellos, todos apuntándoles con sus fusiles.
Se agarró la cabeza desesperado y cayó de rodillas en el pasillo llorando y suplicando por su vida. Los soldados se acercaron a él y lo rodearon sin dejar de apuntarle con sus armas.
Personas extrañas entran en la puerta de la percepción.
Alan logró levantarse y en un intento desesperado de luchar por su vida echó a correr hacia la salida.
Su carrera alocada lo llevó hasta la carretera en la que, a esa hora de la tarde, había mucho tráfico. No vio al autobús acercarse y ya era tarde cuando se dio cuenta de su existencia.
La gente en el local comenzó a gritar y salir corriendo a la calle, donde el joven había exhalado su último suspiro tras haberle pasado las ruedas del autobús por encima.
Marjorie vio la escena a través del cristal. Le dijo a Tom que recogiera a sus soldados. Este obedeció y los metió en la caja de donde los había sacado. Le dio la mano a su madre y juntos se alejaron del local lo más aprisa que pudieron.
Mientras corrían calle abajo, Tom no pudo evitar sonreír. Había ganado aquella batalla, una de tantas…