sábado, 16 de enero de 2021

POR DENTRO

 


 

 

                                -Canelones, por favor, le pidió al camarero sin apenas mirarlo, cuando se acercó a su mesa. Estaba sentado en un rincón al fondo del local, lejos de las miradas curiosas del resto de comensales.

                Estaba encorvado sobre la mesa, con unas gafas de sol puestas y visiblemente nervioso. Estuvo tentado un par de veces en levantarse e irse de allí, pero el ruido de su estómago lo hizo cambiar de idea.  Así que, pacientemente, siguió esperando su comida. Había mucho barullo, mucho movimiento de gente, unos se iban y otros entraban, los camareros iban con prisas, casi volaban de una mesa a otra tomando nota de los pedidos y sirviendo la comida. Él no miraba, no había cambiado su postura inicial, seguía encorvado sobre la mesa, podía deducir todo eso con tan sólo el ruido que había en el restaurante.

               Un hombre se sentó en su mesa. Sorprendido lo miró. Era alto, delgado, con el pelo canoso y vestido totalmente de negro.

                Se miraron durante un rato sin mediar palabra, luego aquel hombre se inclinó hacia él como si fuera a contarle el secreto mejor guardado del mundo y le dijo:

                                –Sé lo que ves cuando miras a la gente si te quitas esas gafas.

                Él no le respondió.

                El otro hombre no se rindió ante su silencio y prosiguió:

                                -Ves la parte oscura de la gente. 

                Hizo ademán de levantarse, pero aquel hombre le agarró el brazo con fuerza y con un gesto le indicó que permaneciera sentado. Así lo hizo y siguió en silencio.

                 Le sirvieron la comida, pero el apetito se había esfumado. El hombre pidió un café solo, doble.

                                - ¿Qué sabrás tú? -le espetó.

                               -Dime qué ves y te diré si estoy equivocado.

                  Tras un rato en silencio, lo miró tras sus gafas de sol y le respondió:

                               –Veo los demonios que habitan en ellos.

                   El hombre sonrió y asintió.

                              - ¡Descríbemelo, y no acepto un no! -le dijo, y por el tono de sus palabras se dio cuenta de que no bromeaba.

                   El hombre notaba gotas de sudor bajando por su frente, las manos húmedas, calor y ahogamiento a causa de la ansiedad que crecía a pasos agigantados en su interior. No podía moverse de la silla, sentía una gran fuerza haciendo presión sobre sus piernas. Haciendo un esfuerzo casi sobrenatural al fin pudo contestarle:

                              -Cuando miro a la gente que está a mi alrededor como, por ejemplo, ahora comiendo aquí, no los veo a ellos realmente, veo unos demonios grises, que están en su interior y que mastican y engullen la comida de manera grotesca, salivando y haciendo mucho ruido.

                               -Bien, ¿y dime esos demonios los ves en toda la gente? –le preguntó aquel hombre, mientras echaba azúcar al café que el camarero le había traído hacia unos minutos.

                               -No, no todos, pero sí la mayoría –le respondió.

                    Revolvía el café con la cucharilla lentamente, mientras parecía que estaba pensando sobre todo aquello, aunque a él le parecía que, simplemente estaba haciendo teatro, le recordó a un mago a punto de realizar su número final, buscaba que la audiencia estuviera pendiente, anhelante, para luego sorprenderlos.

                                -Bien, ahora quítate las gafas y mírame.

                    El hombre lo hizo sin rechistar. Se quitó las gafas de sol despacio, tímidamente, como si se desprendiera de una máscara y al hacerlo quedara desnudo mostrando sus intimidades más profundas.

                                - ¿Dime qué ves?

                      No hubo vacilación en su respuesta, fue directa y rápida.

                                 -A Satán.

                                      

 

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