domingo, 28 de marzo de 2021

FOBIAS

 


 

 

Me cuesta mucho recordar aquel día, a pesar de los años que han pasado. Hablar de ello es sinónimo de sufrimiento e impotencia. Mi terapeuta me dice que escribirlo, plasmarlo en una hoja de papel, me hará más bien que mal. Así que lo voy a intentar. Lo he perdido todo, ya no me queda nada. Me casé joven, enamorada y muy ilusionada. Queríamos formar una gran familia, pero los niños no venían. Pero después de un par de años de tratamiento, por fin, me quedé embarazada y tuve a mi pequeño Juan. A partir de ahí una obsesión empezó a rondar por mi cabeza, tenía miedo de perderle, no sólo que lo apartaran de mi lado, sino también de que se muriera. Reconozco que me volví muy protectora y sufría de ansiedad si se iba a pasar la noche a casa de algún amiguito. Sentía una verdadera fobia. A raíz de mi obsesión por estar siempre con él y no perderlo de vista, mi pequeño empezó a crear una propia. Nos dimos cuenta de ello, un día en que tuve que salir y quedó con su padre en casa, nuestro hijo ya tenía 9 años. Nuestro vecino le pidió si podía ayudarle a mover unos muebles porque quería pintar, mi marido fue, no sin antes avisar a Juan de que no iba a tardar mucho. Al final se demoró un poco más de lo acordado y los gritos del niño se escucharon por toda la calle, cuando llegó mi marido, nuestro hijo estaba en un rincón de su habitación en posición fetal llorando y chupándose un dedo como si fuera un bebé. Le compramos un peluche, un osito, parecía que aquello funcionaba, dormía con él todas las noches y lo llevaba consigo a todas partes. Eso y que ya nunca más lo dejamos solo. Pero para quedarnos más tranquilo, le pusimos una cámara en su habitación, gracias a ello, nos dimos cuenta que, gracias a aquel regalo se sentía protegido. Un día recibimos una llamada, a mi marido le iban a hacer un homenaje en reconocimiento a sus muchos años de trabajo y los muchos éxitos de su carrera. Teníamos que ir el sábado a aquella cena, era muy importante para él. Pero el problema era nuestro hijo, no lo podíamos llevar y no podía quedarse solo. Así que después de darle vueltas al tema, decidimos dejarlo con una chica adolescente que vivía en nuestra misma calle y conocíamos desde siempre. Le gustaban los niños y conocía al nuestro y se llevaba muy bien. Así que llegó el día. La canguro llegó y nosotros nos fuimos. A Juan lo dejamos durmiendo, abrazado a su osito y la niñera sólo tenía que ir a verlo de vez en cuando para cerciorarse de que no se despertaba. No sabíamos que la joven tenía miedo a la oscuridad. En cuanto nos fuimos encendió todas las luces de la casa, incluida la de la habitación de nuestro hijo. La joven se fue al salón a ver la tele y cada diez o quince minutos iba al cuarto del niño para ver que todo seguía igual. Estaba tranquilamente viendo una película cuando las luces se apagaron, todas, sin excepción, quedando toda la casa, totalmente a oscuras. Entró en pánico. Con la linterna del móvil, fue hasta la caja de fusibles, dándose cuenta de que allí no estaba el fallo. Escuchó llorar a Juan en su habitación. Subió corriendo. El pequeño estaba sentado en la cama y al verla le señaló con un dedo hacia una esquina de la habitación. Ella iluminó esa parte, pero no vio nada. Juan ya no tenía el peluche consigo. Lo cogió en brazos para calmarlo. Quería salir de allí. La puerta del cuarto del niño se cerró de golpe como si hubiera un golpe de aire. Retrocedió hasta la cama, asustada, dejó al niño en el suelo y se dispuso a llamarnos. De repente, sintió algo punzante en la espalda, se giró, pero no logró ver nada, sólo sombras. Nuestro hijo se puso a gritar y se escondió debajo de la cama. Ella notó algo húmedo en su espalda se la tocó, comprobando desconcertada, que era sangre. Se asustó mucho, corrió hacia la puerta. Una figura apareció reflejada en ella. Tenía la forma del peluche de Juan, pero algo no iba bien, su altura era de unos dos metros. Se giró con el corazón desbocado y lo vio frente a ella. Aquel peluche se había convertido en un ser maquiavélico, tenía los ojos de color rojo, dientes afilados y sus manos y sus pies eran garras. Aquello se abalanzó sobre ella. Antes de morir vio el cuerpo de Juan inerte, en medio de un gran charco de sangre. Aquel monstruo lo había matado. Desde el móvil de la joven, se escuchaba mi voz, desesperada, desgarrada. Cuando llegamos a la casa subimos corriendo al cuarto de Juan. Ante nuestros ojos vimos una auténtica masacre. Nuestro hijo y su niñera estaban muertos. Pero parecía que quien los hubiera matado, se habían ensañado con la chica, estaba destripada y las vísceras las habían colgado de la lámpara del techo. Mi marido, desesperado cogió en brazos el cuerpo de nuestro hijo, detrás de él estaba el armario. Las puertas se abrieron y aquel monstruo se abalanzó sobre él, lo cogió por sorpresa y no pudo hacer nada por salvar su vida. Yo logré huir. Salí a la calle gritando desesperadamente, pidiendo ayuda. El resto es historia, creé otra fobia, la de salir a la calle. Estoy internada en un hospital psiquiátrico, intenté suicidarme varias veces. Creen en mí, no me dan por perdida. Pero en cuando acabe de escribir, sé lo que debo hacer. Me reuniré con ellos.  Esta vez no fallaré.


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