sábado, 25 de septiembre de 2021

NO MENTIRÁS

 

Me gustó ir a la playa, fue fantástico. Sabía que mis padres querían que me olvidara del accidente del autobús, dónde todos mis amigos del instituto murieron, cuando íbamos de camino a una granja con la idea de interactuar con los animales y conectar con la naturaleza. Por ello me habían obsequiado con aquel fin de semana tan especial. Me olvidé de todo por unas horas. Fue estupendo. Incluso disfruté muchísimo al subirme a un tobogán enorme, dejando atrás mis miedos y mi vértigo. Sinceramente creo que, si les hubiera pedido ir a Bélgica no se hubiesen negado. Harían cualquier cosa con tal de verme sonreír de nuevo.

Les había mentido. Yo, no iba en el autobús. Ese día por la mañana, había hecho una mochila y mi intención era fugarme de casa. Subí los escalones que daban al acceso a la estación de autobuses, pero no llegué a cruzar la puerta. No sabía cuál tomar, porque no sabía a donde ir. Así que me puse a caminar.

Hice autostop y me recogió un hombre de unos treinta años, que tenía todas las trazas de ser un ejecutivo, por el traje negro que llevaba, el perfecto corte de pelo y unas uñas bien cuidadas. Me dijo que iba al norte si me venía bien, le dije que sí. Tomamos una carretera estrecha y con muchas curvas. Desde la ventanilla del coche podía ver la enorme pendiente rocosa que empezaba donde terminaba el ancho de la carretera. Un despiste y…

Comenzó a hablar sin parar de astronomía, de estrellas y de constelaciones, supe por el número de veces que la nombró, que le fascinaba la constelación de Andrómeda. Tras más de una hora parloteando sin parar, dejó de hablar. Me miró de soslayo y su mano se posó sobre mi muslo izquierdo. Se estaba poniendo muy mimoso, emitía soniditos extraños mientras iba escalando centímetros por mi pierna. Le dije que parara el coche. Me miró con odio, pero lo hizo al cabo de unos metros, insultándome cuando me bajé dando un portazo.

En ese momento, al girar la cabeza para ver si venía algún coche que pudiera parar, vi acercarse el autobús en el cual tendría que ir.  Me puse delante e hice señas para que parara. El conductor al verme pisó el freno. Perdió el control del autobús, se salió de la carretera, precipitándose al vacío. Maté a mis compañeros.

Corrí como no lo había hecho nunca hacia el lugar del accidente. Escuché gritos y alaridos de dolor. Aquello era un infierno. Nadie podía saber lo de mi aventura. Así que decidí auto infligirme unos cortes y unos cuantos golpes con unas piedras. Tumbada sobre el arcén esperé la ayuda. Una mariposa se posó sobre mi nariz unos segundos para luego seguir volando hacia donde fuera que tenía que ir. 

Llegó la policía. Un reconocimiento exprés bastó para diagnosticarme una conmoción y subirme a una ambulancia que acababa de llegar. Venían más de camino, acompañadas de los bomberos. Antes de subir vi un reptil en el momento justo que desaparecía reptando tras unos matorrales.

La policía tomó notas de mi declaración, de la sarta de mentiras que les conté. Era la única superviviente. Mi foto salió en las cadenas locales y nacionales de la televisión, así como en la prensa y programas de radio. Me pedían entrevistas que, rechacé amablemente, objetando que no estaba preparada para ello, en realidad los que hablaban por mi eran mis padres. Estaba viviendo una farsa que se estaba haciendo cada vez más y más grande.

Tras un día en el hospital me dieron el alta, a tiempo para asistir al funeral de mis amigos. No podía dejar de sentirme culpable. E incluso podía ver odio en los ojos de aquellos padres desconsolados y rotos de dolor por la pérdida de lo que más querían.

A la vuelta de aquellas vacaciones, decidí hacer las cosas bien y confesarles a mis padres lo que había pasado. Pero antes tenía que ir al cementerio y pedirles perdón a mis compañeros de clase.

Estaba anocheciendo cuando traspasé la puerta de hierro del camposanto. Al cruzar el umbral ésta se cerró de golpe a mis espaldas. Di un brinco por la sorpresa y el miedo que me causó. Los vi. Delante de mí, había quince chavales observándome. Asustada comencé a caminar hacia atrás. Mi espalda se topó con la puerta, cerrada por alguna fuerza desconocida.

Comenzaron a acercarse a mí, mientras repetían una y otra vez:

- ¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Aquella palabra retumbaba en mi cabeza, volviéndome loca. Los tenía tan cerca que podía sentir sus alientos putrefactos, en mi cara.

Se abalanzaron sobre mí.

 

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