sábado, 25 de septiembre de 2021

NO ROBARÁS

 

Lo de robar, comenzó como un juego, siendo un chiquillo. Empezó robando caramelos, gomas, lápices, cosas pequeñas que podía esconder, sin problema, en los bolsillos del pantalón o su cazadora. Ç

Al ir creciendo sus gustos también cambiaron y pasó a robar revistas pornográficas y alguna que otra lata de cerveza. Siempre le había resultado fácil hacerlo así que, el día que lo pillaron, fue una verdadera sorpresa para él. Pero sólo recibió una reprimenda, una semana expulsado del instituto y un disgusto para la buena de su madre.

Por aquel entonces vivían en un pueblo pequeño y todos se conocían. Él tenía un sueño: salir de allí e ir a vivir a la ciudad. Su madre trabajaba en la biblioteca y el sueldo, si bien no era mucho, les ayudaba a salir adelante. Siguió robando, no podía dejarlo, era una adicción para él, no podía pasar sin el subidón que le producía aquel chute de adrenalina corriendo por sus venas, cuando robaba.

Había conseguido algún dinero que guardaba celosamente para el día que se largara de aquel miserable pueblo. Gracias a él, en la ciudad consiguió sobrevivir unos días hasta que encontró trabajo en una cadena de comida rápida. Era un joven amable, bien parecido y hacía muy bien su trabajo. Nadie lo conocía. No le costó adaptarse.

Le gustaba pasear por la ciudad, ver los lugares donde sería más fácil hacerse con lo ajeno y sobre todo le gustaba vigilar a la gente. Era metódico y paciente. No lo volverían a pillar, de eso estaba más que seguro.

Un día, la madre de su jefe murió. Acudió al tanatorio a dar el pésame. Nunca había estado en un entierro en la ciudad. En su pueblo no había lugares como aquel, se velaba el cuerpo en la casa del fallecido. La caja estaba abierta. Se acercó para ver el cuerpo que descansaba en ella. La señora era muy mayor. Había muerto mientras dormía. Llevaba varios anillos en sus dedos y una cadena adornaba su arrugado cuello, todos eran de oro. Le pareció la idiotez más grande que hubiera visto jamás, enterrar a alguien con sus joyas, pudiendo sacar partido de ellas, sobre todo económico. Acompañó a su jefe y su familia al cementerio donde enterraron a la anciana. Tras el entierro alquiló un coche, compró una pala y esperó a que oscureciera. Saltó la verja de hierro del camposanto y cavó la tumba de la madre de su jefe. Le resultó fácil, era joven y estaba en forma. Abrió el ataúd y sin ningún reparo le quitó las joyas a la difunta. Volvió a colocar la tierra en su sitio y se largó de allí.

A partir de ese día, en su tiempo libre, visitaba las funerarias de la ciudad.  Nadie se fijaba en él. En una de ellas, hasta le dieron el pésame, pensando que era el nieto del fallecido. Observaba los cuerpos que descansaban en sus cajas Si había joyas iba con la comitiva al entierro, sino había nada interesante, se largaba. Moría mucha gente cada día y a veces “trabajaba” varias noches seguidas.

Un día se encontró sólo, no había nadie en aquella sala donde estaba expuesto el difunto, un señor muy mayor, podría tener cien años tranquilamente, teniendo en cuenta la cantidad de arrugas que surcaban su cara. Le preguntaron si era de la familia. Él nervioso, no supo que decir. El dueño de la funeraria lo miró con compasión y le dijo que su abuelo había dejado todo pagado y listo para su entierro. Respiró con verdadero alivio. Se fijó en su “abuelo”. Llevaba un reloj en la muñeca de su mano izquierda. Brillaba mucho. Podría jurar que era de oro. Escuchó pasos tras él y fingió que lloraba, se le daba bien fingir. El de la funeraria, se acercó al difunto, le sacó el reloj y se lo entregó a él, diciéndole que era suyo, sería un grato recuerdo de su abuelo ¡No lo podía creer! ¡No tendría que cavar para obtenerlo! Lo observó embelesado. Pesaba mucho. Era de oro seguro, le darían un dineral por él. Se dio cuenta de que no funcionaba. Se había parado a las 12. No importaba, pensó, se lo comprarían de igual manera. Se fue a su casa. Pasó la tarde limpiando e intentando ponerlo en hora, sin conseguirlo.

Se despertó con el sonido del móvil. Era una llamada. Miró la hora. Siete de la mañana. ¿Quién lo llamaba un sábado tan temprano? Logró emitir un “hola” somnoliento.

Escuchó una voz lejana, ronca, desagradable que le decía:

- ¡Devuélveme el reloj!

Se levantó de un salto de la cama, soltando el teléfono que tenía entre las manos, a causa del terror que lo invadió de pies a cabeza.

El teléfono volvió a sonar. El mismo número desconocido.

- ¡Devuélvemelo!

Quien estuviera haciendo aquellas llamadas de mal gusto se iba a quedar con las ganas de tenerlo, porque no pensaba deshacerse de él. Se vistió a toda prisa y cogió el reloj con la intención de venderlo cuanto antes.

Por primera vez desde que se lo había dado el de la funeraria se lo puso en la muñeca. Entonces sucedió. Se sintió aturdido, mareado, la habitación empezó a girar a su alrededor. Cayó tendido en el suelo mientras múltiples imágenes iban pasaron por su cabeza como si fuera una película. Imágenes cada vez más y más desagradables. Veía un hombre atando y amordazando mujeres muy jóvenes, casi unas niñas, para luego violarlas y matarlas a sangre fría. Había un detalle, aquel hombre llevaba un reloj igual que el que tenía. Y pudo ver la hora que marcaba.

Se despertó bañado en lágrimas y sudor. Tenía que llamar a la funeraria y preguntarles quién era ese hombre aun sabiendo que, su mentira quedaría al descubierto. Cogió el móvil, se había quedado sin batería. Tenía el cargador sobre la mesilla de noche. Se acercó para cogerlo, pero llegó tarde. Aquel anciano que debería estar metido en una caja, apareció frente a él con el cargador en la mano. Gritó presa del pánico e intentó huir, pero el viejo fue más rápido y lo atrapó. Le pasó el cargador por el cuello apretándolo con una fuerza descomunal, impensable en un hombre de su edad.

La policía lo encontró colgado de la lámpara de su dormitorio. En el informe escribieron la palabra, suicidio. Hora de la muerte: 12 de la mañana.

 

 

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