sábado, 18 de septiembre de 2021

VISITA AL CEMENTERIO

 

La gente utilizaba un vehículo motorizado para viajar o moverse de un lado a otro de la ciudad. El padre de nuestra protagonista iba siempre en moto, de un lado para otro. Esa pasión por las dos ruedas se había despertado en él desde la más tierna infancia. Y esa locura por las motos lo llevó a una muerte prematura, cuando su pequeña apenas tenía tres años.

Desde entonces, su esposa le llevaba flores al cementerio todos los domingos y siempre iba acompañada de su hija. A la pequeña le encantaba ese día porque su madre, antes de entrar en el camposanto, le compraba una bolsa de golosinas con mucho azúcar para que se entretuviera, mientras ella colocaba las flores en la tumba de su esposo y rezaba. Años después la niña seguía acompañando a su madre, cada domingo, al cementerio. Después de tanto tiempo yendo, sabía caminar por los laberínticos pasillos del camposanto, sin perderse. Desde que la descubrió, visitaba una tumba de alguien que había nacido en Noruega, por una simple razón, allí descansaba un niño que había muerto a los seis años, la edad que tenía ella ahora. Robaba una flor, del ramo que compraban para su padre y la depositaba sobre aquella pequeña tumba.

Un domingo, su madre se puso enferma, tenía mucha fiebre y el médico le recomendó que no saliera de casa y menos con el tiempo tan desapacible que hacía, temperaturas muy bajas y un cielo encapotado que presagiaba lluvia. La niña se entretuvo viendo un rato la televisión, pero le parecía que aquel domingo no era como los demás, la costumbre de ir al cementerio se había arraigado en ella más de lo que cabía esperar. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación de su madre para comprobar que ésta seguía durmiendo, se puso unas botas de agua, un chubasquero con capucha y salió a la calle en dirección al camposanto. Ese día no llevaba flores, pero sí una figura de barro con forma de corazón, que había hecho en clase de manualidades. La depositó sobre la tumba de su padre y se quedó en silencio unos minutos. Un carraspeo le hizo girar la cabeza sobresaltada. Detrás de ella había un hombre, muy mayor, vestido con un traje de aguas y unas botas que le llegaban hasta el muslo. Ella lo miró detenidamente y le preguntó:

- ¿Quién eres?

-Un pescador –le respondió el hombre.

- ¿Y qué haces aquí? –le preguntó ella.

-Vivo aquí -le respondió el hombre- y te voy a contar un secreto, echo mucho de menos el mar.

- ¿Y por qué no vas a verlo? –le preguntó la niña con curiosidad.

-Porque no puedo salir de aquí –le respondió el anciano.

La niña le iba a responder cuando de un panteón abandonado, a pocos metros de donde estaban, surgió la voz de un hombre que les decía.

-Pensé que hoy no tendríamos visitas, cuando llueve no suele venir mucha gente – Iba hablando a medida que se iba acercando a ellos. Era un hombre de unos treinta años, alto y con la tez muy morena. La niña se fijó en un detalle en el aspecto de aquel joven que le llamó mucho la atención, llevaba una cuerda atada al cuello.  –Levantó la cabeza dejando que la lluvia empapara su cara- El agua siempre es refrescante- comentó mientras esbozaba una sonrisa que a la pequeña le pareció muy siniestra.

El hombre siguió hablando y hablando, parecía que le habían dado cuerdo o algo así. La niña sonrió al acordarse de una expresión que utilizaba su madre cuando alguien hablaba mucho “no deja de hablar ni debajo del agua”

- ¿Se puede saber el motivo de tu sonrisa, jovencita?  –le preguntó aquel hombre en tono amenazador

El pescador salió en su defensa

- ¡Déjala en paz!, y vuelve al lugar de donde has salido

-Volvería si me diera la gana –le respondió. Al cabo de un rato dijo en voz más baja- echo de menos rezar en una mezquita.

- ¡Cállate o despertarás a todos! –le gritó el pescador

Un niño, con la tez muy blanca y el pelo muy rubio, casi blanco, se unió al grupo. Se acercó a la pequeña que estaba entre los dos hombres y le dijo.

-Gracias por la flor que pones todos los domingos sobre mi tumba. Hace mucho tiempo que nadie viene a visitarme. –Había lágrimas en sus ojos.

La niña comprendió de quien se trataba. Le daría un caramelo, pero hoy su madre, por razones evidentes, no le había comprado. Entonces tuvo una idea.

- ¡Qué os parece si nos vamos de aquí! –les propuso a los tres

- ¿Qué tienes en mente, pequeña? –le preguntó el joven

-El señor pescador quiere ver el mar, tú quieres ir a rezar a una mezquita y mi amigo quiere chuches ¿a que sí? –le preguntó al niño.

-Siiiii -respondió muy contento.

- ¡Pues vamos! –les apremió.

-Es indeclinable esta invitación, señorita -le dijo el joven con la cuerda al cuello.

Y los cuatro se encaminaron hacia la salida. Al llegar a la puerta del cementerio, el pescador, el joven y el niño se pararon.

- ¿Qué os pasa? –les preguntó la niña.

-No podemos salir de aquí si alguien no nos invita a hacerlo. –le respondió el pescador.

Ella les invitó a hacerlo. Cuando los cuatro cruzaron la puerta, la pequeña les preguntó:

- ¿Y cómo haréis para volver?

Se miraron entre ellos y no pudieron menos que sonreír. Fue el niño quien le respondió:

-No volveremos a entrar. Y se desvanecieron entre las sombras del atardecer.

 

 

 

 

 

 

 

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