Marco no soportaba la idea de quedarse en casa a solas
con sus padres más del tiempo justo y necesario. Esto es, por la mañana antes
de ir instituto y por la noche para poder encerrarse en su cuarto donde gracias
a sus cascos, encontraba la paz que necesitaba. La convivencia con sus
progenitores era un verdadero infierno. Su padre bebía hasta perder el
conocimiento. Su madre no paraba de llorar y rezar, no sin antes utilizar todo
tipo de palabras malsonantes del todo inadecuadas para una persona tan devota como
ella.
Habían llegado hacía escasas horas a aquel pueblo, con la
idea de comenzar una nueva y mejor vida, una más que, seguramente, iría al saco
donde ya descansaban más de media docena de ellas truncadas. Los odiaba a
muerte. Incluso por las noches se imaginaba cómo sería su vida sin ellos. Y
barajaba la idea de hacerles daño, de que pagaran por todo el sufrimiento que
día a día les causaban. Podía estar varios días sin comer sin que les importara.
Pero lo peor, era el olor a orina y vómito por toda la casa.
Salió dando un portazo. Habían comenzado a discutir
porque su madre descubrió una botella de wiski escondida entre la ropa de su
marido.
Estaban allí, para salir adelante con el nuevo trabajo de
papá (del otro lo habían echado, al igual que del piso en que vivían por no
pagar el alquiler) y alejarlo de sus amigos que lo liaban a beber. Como si él
no se liara solo, pensaba el muchacho.
Le daba pena su madre por lo ingenua que era la mayoría
de las veces.
Decidió dar una vuelta por el pueblo. Lo que tenía en
mente era encontrar una librería. Su lugar preferido. Allí podía evadirse
durante horas de su asquerosa vida, de los problemas e incluso del mundo entero,
metiéndose en la piel del protagonista del libro que tuviera entre manos en
aquel momento.
Hacía una bonita tarde de verano. Abandonó la larga
avenida y encaminó sus pasos por unas callejuelas empedradas de la parte
antigua. Pasó por una armería. En el escaparte había un expositor con todo tipo
de balas habidas y por haber, pensó él, al ver la gran cantidad que había y
todas distintas.
Levantó la mirada para contemplar una enorme cometa
sobrevolando los tejados de las casas.
Más adelante pasó por una tienda de deportes. En la
puerta había un gran cartel donde se ofrecían viajes en globo. Había una foto
de uno a una gran altura, con varias personas en la cesta mostrando su mejor
sonrisa mientras volaban sobre un campo de flores. Recorrió la vista por el
escaparte y entonces vio algo que le gustó más que un viaje en globo: unos patines.
Siguió caminando. Se paró delante de una tienda con un
gran expositor en el escaparate donde se veían varias fotos del planeta tierra
vista desde el espacio. También había un baúl con varias cámaras de fotos junto
a un osito de peluche.
Prosiguió su caminar aparentemente sin rumbo. Empezaba a
estar cansado. Pensó en preguntarle a alguien en que calle estaba la biblioteca,
cuando vio a una anciana sentada en una mecedora en el porche de su casa. Ante
ella, sobre una mesa plegable había libros y diversos objetos decorativos,
todos ellos en venta. Se acercó para echarles una ojeada por si veía alguno que
le interesara.
La anciana tenía el cabello blanco recogido en un moño y
vestía completamente de negro. Lo observaba con detenimiento.
Los libros eran de temáticas diversas. Los había de
aventuras, extraterrestres, fantasmas, unas cuantas novelas de amor y algún que
otro comic. Nada que le impulsara a coger alguno de ellos y abrirlo.
La anciana se levantó de la silla y comenzó a caminar
lentamente hacia él.
El chico ni se percató, estaba ensimismado leyendo los
títulos de aquellos libros esperando encontrar alguno que le interesara.
Se sobresaltó cuando escuchó su voz. Se giró. La mirada
de la anciana cayó sobre él.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda cuando sus
ojos se detuvieron en los viejos y cansados de la mujer. Eran negros como la oscuridad.
Durante unos minutos, que al niño le pareció toda una vida, la mujer no dejó de
mirarlo. Luego lo tomó del brazo diciéndole que tenía lo que estaba buscando.
Estuvo tentado de marcharse corriendo, aquella anciana le
daba verdadero terror, pero aquel pensamiento igual que vino se fue y se
encontró, casi sin darse cuenta, entando en la casa tras ella.
La mujer sacó una llave de entre sus ropas y abrió el
cajón de una vieja y apolillada cómoda. Sacó un libro y se lo entregó.
La portada estaba en blanco cuando lo tomó entre sus manos,
pero algo pasó. Unas letras empezaron a formarse en ella. Al cabo de unos
minutos aquel libro tenía título: VIAJE AL INFIERNO.
Le pareció interesante. Le preguntó por el precio. Ella
le dijo que era un regalo y que espera que lo disfrutara mucho. El chico le dio
las gracias y se fue
Como no le apetecía volver a casa y unas ganas imperiosas
de comenzar a leer aquel libro habían comenzado a crecer en su interior,
encontró un parque, se sentó y lo abrió.
El joven terminó de leer en el momento en que el día dio
paso a la noche. Se levantó del banco en el que había permanecido sentado
durante horas y comenzó a caminar hacia su casa. Algo había cambiado en él. Su
paso era más decidido, ya no caminaba encorvado como si su espalda soportara
todos los pecados del mundo y su semblante ya no reflejaba la angustia y
tristeza de hacía unas horas. Es más, esbozaba una radiante sonrisa.
Cien minutos antes de la media noche unos gritos
desgarradores alertaron a los vecinos que llamaron a la policía. Pero antes de
que ésta llegara una anciana se coló en aquella casa. La escena que vio era
dantesca, aunque a ella pareció no importarle. Ni se inmutó. Sabía a donde
tenía que ir como si ya hubiera estado allí más de una vez.
Un hombre y una mujer yacían sin vida en el suelo del
salón en medio de sendos charcos de sangre. Los habían sido apuñalado
reiteradamente. Se acercó al muchacho que contemplaba la escena desde una
esquina. Agarrando las piernas con sus manos no dejaba de llorar al tiempo que repetía
una y otra vez: No fui yo, no fui yo.
-No, no lo fuiste –le espetó la mujer- fueron los
demonios que habitan dentro de ti. Tus deseos se han cumplido. Date por
satisfecho. Eres libre.
Cogió el libro que estaba tirado en el suelo con manchas
de sangre. Lo contempló durante unos segundos. Satisfecha al ver que el titulo había
desaparecido, sonrió.
-Me lo llevo, otro niño pronto lo necesitará igual que
tú.
Meses después una niña tuvo aquel libro entre sus manos.
El título en este caso rezaba: LAS PRINCESAS NO MUEREN.
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