lunes, 27 de junio de 2022

HASTA EL INFINITO

 

La causa de que abandonara su sueño (que iba por el camino de convertirse en eterno) fue el enorme dolor que sentía en su cuerpo entumecido de frio, que se manifestaba como si le estuvieran clavando miles de agujas en él. Abrió los ojos. Se miró. Iba vestida con algo parecido a un camisón largo. No podía ver el color. Estaba muy oscuro.  Intentó levantarse. Lo consiguió al cabo de unos interminables minutos con verdadero esfuerzo. Sentía las piernas dormidas, débiles, carentes de la fuerza necesaria para soportar su peso. Sintió una angustia como una pesada losa sobre ella a causa del miedo que empezaba a tomar posesión de su cuerpo a pasos agigantados. En un intento de calmarse inhaló y exhaló aire varias veces. Se calmó un poco, muy poco, para ser exactos, pero lo suficiente para atreverse a estirar los brazos y tantear con las manos lo que había a su alrededor. Se topó con una pared de acero a su derecha, otra a su izquierda y otra en la parte de atrás. Delante parecía ser más gruesa. Al tacto descubrió una rendija en el centro. A su derecha vio un panel de botones, iluminados tenuemente, con números en cada uno de ellos. Contó seis, si es que el 0 cuenta, claro.

Dedujo que estaba en un ascensor. Sonrió al descubrir que podía deducir cosas tan obvias a pesar el pánico que sentía. En un muy pequeño. Sintió que la claustrofobia se adueñaba de ella. Si no intentaba calmarse entraría en pánico y aquello no la ayudaría en la ardua tarea de pensar en una solución para salir de allí.

Había una luz en el botón 0 pero las puertas estaban cerradas. Probó marcando el 1. Aquella caja se movió con un ruido estridente. Subía. Se paró de golpe. Esperó. Las puertas se abrieron. La oscuridad era la misma dentro que fuera, pero había algo diferente. En el ambiente había un olor a chocolate caliente. Cerró los ojos y aspiró ese aroma.

Cuando los volvió a abrir se vio a si misma con 10 años en la cocina de su casa. Su madre le estaba sirviendo un tazón muy grande. Sobre la mesa había una bandeja con churros recién hechos, espolvoreados de azúcar. El corazón le dio un vuelco y no pudo contener las lágrimas.

Quiso gritar el nombre de su madre, pero de su garganta salió algo parecido a un carraspeo. Su madre, sin embargo, pareció oírla porque se dio la vuelta para mirarla con aquellos grandes ojos negros que tanto echaba de menos.

-Tienes que seguir adelante, hija –le dijo- sigue subiendo, no te pares.

Las puertas se cerraron de golpe y volvió a su mundo de tinieblas y oscuridad.

Visiblemente emocionada, las manos le temblaban cuando marcó el número 2

Las puertas se abrieron de nuevo.

Se escuchaba música muy alta, risas y movimiento de ir y venir de personas. Escuchó una voz que la llamaba.

-¡¡¡Elisa!!! Ya has llegado –le decía Juan- venga vamos a bailar, esta canción me encanta.

Era Juan su novio de la universidad.

Recordaba aquella noche. Era la fiesta de la graduación. Había sido un día perfecto. Feliz. Inolvidable.

Miró a su alrededor buscándolo. Preguntándose dónde estaba. Por qué no estaba con ella allí.

Los sonidos se fueron mitigando poco a poco. Las puertas del ascensor se cerraron de nuevo.

Otra vez se quedó sola envuelta en la negrura más profunda.

Lloró durante un buen rato. Miles de preguntas se agolpaban en su garganta. Sólo quería gritar. Lo peor no era la soledad que sentía en su alma. Lo peor es que no había nadie que le diera las respuestas ansiadas. Entonces se le ocurrió la idea, la única que tenía cabida en su cabeza en ese momento, estaba muerta y ese era e infierno. Porque, qué otra cosa podría ser si no.

El botón número tres del ascensor se iluminó. Se levantó lentamente para pulsarlo, porque sabía que si no lo hacía aquella caja metálica no se movería. ¿Qué sorpresa le esperaría cuando las puertas se abrieran? No quería saberlo. Pero algo le decía que si quería seguir adelante tenía que pulsarlo.

Así lo hizo.

Las puertas se abrieron, una vez más.

Oscuridad acompañada de una música que reconoció al instante. Era el son nupcial. Era el día de su boda.

Estaba radiante. Recordaba que se había enamorado de aquel vestido en el momento justo en que lo vio en el escaparate de aquella tienda.

Juan estaba radiante con su traje negro, irradiaba felicidad por cada poro de su piel. No pararon de reírse ni un segundo. Eran la viva imagen de la felicidad.

Esta vez trató de hacer algo que no había intentado en los otros dos pisos. Traspasar las puertas del ascensor.

Levantó un pie para salir de él. Su sorpresa fue mayúscula cuando se topó con un muro invisible que como si de una cama elástica se tratara, rebotó contra ella terminando contra la pared del fondo.

Perdió el equilibrio y terminó en el suelo.

No podía salir de allí. Le había quedado más que claro. Estaba a merced de aquel infernal sitio.

El botón número 4 se iluminó.

Lo pulsó.

Se abrieron las puertas. Oscuridad otra vez, como no. Pero reconoció una voz.

-Cariño ya estoy en casa –era la voz de Juan, su marido

Ella estaba en la cocina ultimando los últimos preparativos de la cena sorpresa que le había preparado. Tenía un sobrado motivo para hacerlo. Estaba embarazada.

Fueron pasando ante ella las imágenes del crecimiento de su barriga. Los preparativos para la llegada del bebé. La decoración de la habitación. Elegir un nombre. Querían que fuera una sorpresa el sexo del bebé que venía de camino. Pasaban las noches hablando sobre él. Felices. La familia crecía.

El día del parto había llegado. Sus padres habían pasado el fin de semana con ellos. Los dolores comenzaron un lunes a media mañana. Juan había salido a trabajar. Sus padres se ofrecieron a llevarla al hospital, las contracciones eran cada vez más fuertes. De camino al hospital llamarían a Juan.

Pero nunca llegaron. Un camión sesgó sus vidas. Excepto la de ella.

- ¿POR QUÉ? –le preguntó a la nada con un grito desgarrador.

Aquello era un juego macabro. No podían estar haciéndole eso. No…. Eran tan dolorosos esos recuerdos. Miles de dagas clavadas por su cuerpo no le provocarían ni la milésima parte del dolor que sentía. Un dolor que la corroía por dentro rompiéndole el corazón en mil pedazos.

Pero parecía que no le querían dar tregua. El botón número 5 se iluminó.

Estuvo tentada de no levantarse. Para qué, pensó. Pero al mismo tiempo una voz interior le decía que podría ser el último piso, el de la libertad, el de poder salir de allí, el que acabara con la tortura a la que le estaban sometiendo. No perdía nada por comprobarlo. Porque lo había perdido todo. No le quedaba nada.

Pulsó el ultimo botón y esperó.

Las puertas tardaron más de lo normal en abrirse.

Cuando lo hicieron una intensa luz que se proyectó sobre el pequeño cubículo en el que estaba llenándolo de claridad.

Dos figuras avanzaban hacia ella al compás de la melodía de un saxofón. Eran sus padres. Su madre llevaba un bebé en brazos. Supo que era su bebé. Le sonreían. El bebé dormía plácidamente. Ella, sin importarle nada, corrió hacia ellos. Esta vez no encontró impedimento para hacerlo. Los abrazó con fuerza. Cogió a su bebé entre sus brazos, mientras lo mecía con ternura y lo colmaba de besos. Le prometieron que cuidarían de él. Tenía que regresar. Tenía toda una vida por delante. Tenía que aprender a vivir con aquel dolor. Ellos siempre velarían por ella.

 

El sonido del móvil lo despertó. Desorientado miró el despertador. Marcaba las 4 de la mañana. Juan se irguió de golpe en la cama. Sabía que una llamada esas horas no pronosticaba nada bueno. Las manos le temblaban cuando cogió el móvil y miró el número que había en la pantalla.

Lo había arrancado de un sueño. Elisa estaba junto a él en la cama. Su mirada cargada de amor le sonreía mientras le hablaba de modo extraño, como si le estuviera recitando una poesía:

La oscuridad del mundo,

Lo sabes, no osará jamás,

Apagar la llama… ya no.

Pues nuestro amor se escribió con un do sostenido…

Hasta el infinito.

 

Respondió la llamada. La voz que escuchó al otro lado del teléfono le era familiar. Enseguida supo quién era.

-Su esposa está consciente y pregunta por usted –le dijo el médico de Elisa en tono amable y a la vez apremiante.

Rompió a llorar. Era la mejor noticia que le podían dar. Ya había perdido la esperanza después de tres meses en que su esposa había caído en el estado llamado de “Mínima conciencia” tras el shock sufrido por la pérdida, en aquel fatídico accidente, de sus padres y su bebé. Los médicos habían sido claros con él. El porcentaje de que volviera a reaccionar, exceptuando un milagro, eran escasos.

 

 

 

 

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