Revólver en mano, el comisario entró en el convento. Un
silencio sepulcral reinaba en la casa, sesgado únicamente, por sus pasos y su
respiración entrecortada. El primer cadáver apareció a escasos metros de la
puerta. Después de inspeccionar todo el edificio encontró un total de 20
cuerpos. Coincidía con el número de monjas que, en esos momentos, vivían allí. Convencido
de que aquel día ya no podía ir a peor, no esperaba la gran sorpresa que le
esperaba en una de las celdas, concretamente la que quedaba al final del
pasillo. Al abrir la puerta se topó con el cuerpo de hombre colgado de una de
las vigas. Llevaba un cinturón alrededor del cuello. Le habían rajado el
abdomen, las vísceras escaparon de su interior, desparramándose por el suelo.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no salir corriendo de allí. El olor era
insoportable. Se apoyó contra la pared en un intento desesperado por
tranquilizarse, le costaba respirar. Parecía obra de un animal de una gran
fuerza y tamaño.
¿Qué pasó realmente allí?
El hombre trabajaba en el convento haciendo diversas
tareas. Cuidaba del jardín y hacía trabajos de mantenimiento tanto dentro como
fuera de la casa. Un día cansado, pensando que su vida no podía ser más
miserable de lo que ya era, decidió hacer algo al respeto. Llevaba algún tiempo
dándole vueltas a una idea que tenía metida en la cabeza. Un día, al atardecer,
se encaminó hacia la montaña. Había escuchado a la gente del pueblo que allí vivía
una bruja, famosa por su poder para invocar al diablo. No le costó mucho
encontrarla. Ella parecía estar esperándolo. Así que sin dudarlo ni un momento
y bajo la mirada atenta de aquella mujer que esbozaba una sonrisa un tanto
siniestra, hizo un trato con el mismísimo diablo. Quería hacerse rico, tener
poder y ser respetado por todos. Las monjas serían su moneda de cambio. Tras
hacer la invocación, leyendo un conjuro escrito en un libro muy antiguo, en un
idioma desconocido para él, el pacto quedó sellado. El hombre bajó de la montaña seguido del
diablo. Al llegar al convento le abrió la puerta y lo dejó entrar, confiado en
que cumpliera el trato. Pero el demonio tenía otros planes muy distintos a los
de aquel hombre. El mal quedó impregnado en el lugar. Pronto las monjas se
empezaron a comportar de una manera impensable e irracional. El demonio corrompió
el alma de cada una de aquellas mujeres, llenándolas de ira, envidia, mentiras,
celos. Consiguiendo que se mataran unas a otras. El hombre no consiguió el
dinero y el respeto que deseaba. Sólo consiguió una muerte terrible y dolorosa,
acompañada por los acordes que arrancaba el diablo de su instrumento preferido,
el bajo.