Salió de la consulta del médico pálido como la cera.
Sabía, desde hace tiempo, que en su cuerpo había “algo” que no iba bien.
Incluso pensó en “aquello”, pero una cosa es pensarlo y otra saberlo con
certeza. Era un hecho. Se estaba muriendo.
¿Cuánto le quedaba? El doctor no pudo ser más directo. Un mes. Le
quedaban treinta días, no, treinta y uno, estaba de suerte. Cuando salió a la
calle tenía claro (muy claro, de hecho), sobre lo que iba a hacer. Nadie le iba
a decir cuando se iba a morir ni siquiera “aquello” que crecía en su cabeza, le
iba a poner fecha de caducidad a su vida. Él decidiría, por lo menos mientras
tuviera las suficientes fuerzas tanto físicas como mentales, cuando iba a
morir.
Sonrió, aunque parezca mentira, se sintió más animado.
Pensar que todavía podía tener el control sobre su vida, le insufló fuerzas
para seguir adelante, quizá un día, o dos, tal vez. Él decidiría.
Antes de ir a su casa, hizo una parada en una farmacia.
Luego otra, en una ferretería. Para cuando abrió la puerta de su apartamento ya
había anochecido.
Se preparó algo de cenar, abrió una cerveza y se dispuso
a ver el partido que retransmitían esa noche. Pero antes hizo una llamada, de
esas difíciles que a nadie le gustaría recibir.
Llantos al otro lado de la línea, en un principio, luego
al ver que no conseguía nada por ese camino, comenzaron los insultos e improperios.
Antes que diera paso a las amenazas el hombre pudo hacer un hueco, en aquel
monólogo al otro lado de la línea, para decir unas palabras: apelo a tu valor para entender que no pudimos ser, más de lo que
fuimos. Escuchó una respiración
entrecortada al otro lado. Antes de que la rabia y la ira volvieran tomaran el
control sobre el cuerpo de la mujer, colgó. Ya había tenido bastante por
aquella noche.
A la mañana siguiente se despertó cansado y con ganas de
vomitar. Nada nuevo desde hacía unos meses. Fue al baño y entonces lo vio.
Sobre el lavabo. Inmóvil. Esperando pacientemente que él alargara la mano y….
¿por qué no? Pensó, ese día era tan bueno como cualquier otro.
Abrió el frasco y tragó todas las pastillas. Luego se
sentó en el frio suelo de baldosas apoyando su espalda contra la pared y esperó
a que la muerte llegara. Pero no llegó. En su lugar llegaron arcadas seguidas
de los vómitos. Parecía que aquel día no aparecería impreso en su lápida, como
la fecha de su muerte.
Se acostó hasta bien entrada la tarde. Consiguió comer
algo y se volvió a meter en la cama. Tenía más de diez llamadas perdidas de su
médico. Sabía lo que quería. Comenzar con la quimio. ¿para qué? Para prolongar
unos meses su vida. Pues no.
Le extrañó no tener llamadas de “ella”. Tal vez, hubiera
entrado en razón, tal vez, lo hubiera comprendido el mensaje, tal vez. Ojalá
fuera así, aunque, ciertamente, lo dudaba.
Después de haber dormido casi todo el día, sabía que sería
casi imposible, conciliar el sueño esa noche. Salió a dar un paseo por el
parque. Llevaba algo en una bolsa. Sabía que no habría nadie paseando a esas
horas de la madrugada. Era el momento. Tan bueno como cualquier otro. Miró a su
alrededor escudriñando cada árbol que había allí. Se decidió por uno con el
tronco ancho y muy alto. Aguantaría su peso. Trepó por él. Llegó a una rama que
parecía bastante sólida. Pasó la cuerda por ella, hizo un nudo, se puso otro alrededor
del cuello y se lanzó. Pudo ver la luna llena antes de…
Por increíble que pudiera parecer, la cuerda se rompió.
No tenía sentido, la había comprado esa tarde. No acabó con su vida. Otra vez. En
su lugar, consiguió un esguince en el tobillo derecho y varias contusiones. Una
mujer que pasaba por allí con su perro, llamó a emergencias. Pasó la noche en
el hospital.
Dos intentos de suicidio fallidos. Parecía que
la muerte se alejaba de él. Pensó postrado en la cama mientras observaba el
techo de la sala de urgencias donde se encontraba. La señora que estaba en la
cama de al lado musitó algo en voz baja, que no logró entender. Corrió la
cortina que separaba ambas camas y se acercó a ella. Le preguntó que había
dicho. Ella abrió los ojos, le agarró con increíble fuerza, para ser una
persona tan mayor, el brazo y le dijo mirándolo fijamente: “todavía no ha
llegado tu hora. Ten paciencia, Llegará”. Dicho esto, exhaló su último suspiro
bajo la mirada atónita del hombre. La muerte estaba allí en ese momento. Por un
segundo la vio, en el umbral de la puerta, le sonreía de manera burlona.
Se fue a casa por la mañana. Se dio una ducha y decidió
coger el coche y salir de la ciudad. Eso le ayudaría a aclarar sus ideas y
buscar una manera definitiva de acabar con su vida.
No era mala idea la de lanzarse por un barranco como en
aquella película.
En cuanto sacó el coche del garaje, uno aparcado en las
inmediaciones, comenzó a seguirlo por toda la ciudad y continuó haciéndolo
cuando el hombre se desvió hacia una carretera secundaria. Fue ahí cuando tuvo
la certeza de que lo seguían. Quien lo siguiera (seguramente “ella”) pareció
darse cuenta de que había sido descubierta porque fue acortando la distancia
hasta quedar prácticamente pegado a la parte de atrás de su coche. Ahí comenzó
la persecución. La carretera era muy estrecha, apenas cabían dos coches en
ambos sentidos. No sabía muy bien a dónde iba a dar. Se había metido por allí
en un intento de despistar a su perseguidora cuando todavía no tenía la certeza
de que lo estuviera siguiendo. Pero ahora lo tenía claro. Iba a por él. No era
esa la forma que tenía en mente de morir. Él tenía el poder de elegir cómo
hacerlo. Y no iba a ser como aquella loca le impusiera.
Intentaba arrinconarlo hacia la cuneta, mientras tocaba
el claxon y hacía señales con las luces. Quería sacarlo de la carretera. Estuvieron
así un par de kilómetros. Vio un desvío. Lo tomó. Pero….
Un perro se cruzó en su camino. Dio un volantazo para no
atropellarlo. Perdió el control del coche que salió volando, literalmente, unos
metros y terminó impactando contra unos nichos de un viejo cementerio. A su
lado se paró el coche que lo perseguía. Una persona bajó de él. Milagrosamente,
no había perdido el conocimiento, reconoció la cara de aquel hombre, era su
médico. Con su ayuda salió del vehículo. Otra vez la muerte había pasado de largo. O
no.
Mientras esperaban la llegada de la ambulancia, el médico
le explicó que llevaba días llamándolo. Tenía algo que decirle. No se estaba muriendo.
Se habían equivocado de expediente. Estaba sano, muy sano.
Una ira y una furia desmesuradas embargaron el cuerpo de aquel
hombre. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Haciendo acopio de todas
las fuerzas que pudo reunir, se levantó del suelo, se abalanzó sobre el galeno
y le apretó el cuello hasta que dejó de respirar. Debido al esfuerzo que hizo
para acabar con la vida del médico se desmayó. La muerte soltó una carcajada.
Hay una hora para morir. Y la de él todavía no había llegado.