lunes, 7 de febrero de 2022

ADAPTACIÓN

 


Los primeros rayos del sol de la mañana que se colaban por la ventana de la habitación donde un hombre y una mujer yacían en la gran cama de matrimonio, dejaron al descubierto una peculiar escena. El marido contemplaba ensimismado a la mujer que dormía, desde hacía muchos años a su lado, mientras le acariciaba con ternura se rubio cabello y se arrepentía como nunca antes lo había hecho, de haberse ido de su casa a través del árbol rojo.

Su mirada era una mezcla de amor, compasión y odio. El semblante de la mujer dormida estaba pálido como la cera. A los pies de la cama descansaba una maleta. Y sobre una silla un traje negro impecablemente planchado.

En la mesilla de noche había un vaso ahora vacío. Unas horas antes, estaba lleno de agua. Junto a él había un frasco de pastillas para dormir. Ella había descubierto su secreto, enfurecida le había amenazado con contarlo a la policía.

No entendía ese mundo. Trataba de adaptarse. Se casó con una hermosa mujer y abrió un negocio que le iba bastante bien. Quería encajar con el resto de las personas que le rodeaban.

Había cometido un error. La última mujer había sobrevivido. Tardaría en despertar. Pero era sólo una cuestión de tiempo que lo delatara.

Vigilaba a sus víctimas durante un tiempo. Conocía los horarios de aquella mujer. Salía a correr muy temprano por un parque cercano. Las sombras eran sus aliadas. Le había asestado un golpe en la cabeza. La metió en el maletero del coche y la llevó a la parte de atrás de su negocio, donde había una puerta de metal que daba a un sótano. Allí preparaba a sus víctimas. Las coloca sobre una mesa de acero, como la que utilizan para hacer las autopsias. Luego aprovechaba cada parte de su cuerpo para venderlo, al gusto de sus clientes, en su carnicería. Pero antes de hacerlo recitaba un viejo verso que le habían enseñado de pequeño:

“El cese de los latidos de una vida marcan el ritmo de mis sueños”

Se duchó, se puso el traje y llevó la maleta al coche.

Cogió un par de latas de gasolina del garaje.

Roció con ella la casa y le prendió fuego.

Las primeras llamas comenzaron a elevarse del suelo casi inmediatamente.

Ya en el coche escuchó las sirenas de los bomberos y la policía que se dirigían a su casa.

Hizo parte del trayecto en silencio. Empapándose con aquel sonido que cada vez sonaba más lejano.

Ante de sintonizar la radio, pensó en lo tristes que se pondrían los niños cuando no le sirvieran aquellas hamburguesas tan ricas, en el comedor del colegio.

Esbozó una sonrisa al pensar que, ante él había muchas ciudades por descubrir y un montón de colegios donde sus hamburguesas harían las delicias de niños y mayores.

Y sin dejar de sonreír, siguió conduciendo mientras en la emisora de radio se escuchaba un anuncio publicitario del Burger King.

 

 

 

 

sábado, 5 de febrero de 2022

EL ÁRBOL ROJO

 

Algunas veces, lo irreal, lo desconocido, lo macabro, lo insólito, lo espeluznante, se cuela en nuestras vidas.

Una calurosa tarde de verano, Eduardo estaba descargando unas cajas de su vieja furgoneta. Estaba contento. Había recibido una llamada de un viejo amigo, el cual, quería deshacerse de algunas cosas que tenía en su casa y sabiendo que Eduardo regentaba una tienda de antigüedades, le pareció que no habría nadie mejor que él para venderle aquellos viejos objetos. Llegaron a un acuerdo y la transacción se realizó con éxito. 

Descargó una motocicleta Lube Spport 125 del año 1955, una reliquia, que la acondicionaría y se la regalaría a su hijo. Una maqueta de uno de los primeros cañones usados en China. Varios casetes en muy buen estado, así como, una radio antigua de madera marcha Phillips y un reloj de bolsillo bañado en oro que daba la hora con precisión inglesa.

Un coche blanco se paró detrás de la furgoneta. De ella se bajó un joven, de unos treinta años, se acercó al hombre y comenzó a ayudarle en la ardua tarea de meter todo aquello dentro de la tienda. Era Mario, el hijo de Eduardo, que le ayudaba en el negocia en sus días libres como uno de los policías del pueblo.

Una niña, de unos cinco años, pasó corriendo delante de ellos persiguiendo a un patito, vestía un vestido blanco con mariquitas dibujadas en la tela. Era María, la nieta de Eduardo, la hija de Mario. El padre corrió tras su hija al ver que la trayectoria tanto del pato como de ella se iba desplazando hacia la carretera. Cogió a la niña con una mano y al patito con la otra. En esto vio cómo se acercaba un coche patrulla. Se detuvo a escasos metros de ellos. Dos compañeros de Mario se apearon del coche. La caras pálidas y cargadas de consternación no pasaron desapercibidas al muchacho que inmediatamente les preguntó qué les pasaba.

-Han desaparecido unos senderistas. No se sabe nada de ellos desde ayer por la tarde. –le explicaron.

Sus familias se habían puesto en contacto con la comisaría del pueblo esta mañana al no tener noticias de ellos.

-Necesitamos toda la ayuda posible, Mario. Sentimos molestarte en tu día libre, pero nos vendría bien tu ayuda –le dijeron.

El muchacho dejó a la niña al cuidado del abuelo y se fue con ellos.

-La naturaleza esconde secretos –musitó Eduardo mientras entraba en la casa con su nieta.

A su memoria llegaron lejanos recuerdos de su infancia. Su abuela contaba historias que ya le habían contado a ella sus abuelos y los abuelos de éstos. La civilización se iba abriendo camino arrasando árboles y vegetación a su paso para el asentamiento de nuevos pueblos, nuevas ciudades. Lo que antes era el corazón del bosque había dejado de serlo para colindar con los nuevos asentamientos de cemento que se iban propagando como un virus, una plaga, una epidemia por doquier.

Su abuela hablaba del “árbol de fuego”, con brillantes flores rojas acampanadas que lo cubren por completo. Un único ejemplar habitaba en aquellos bosques. Era tan viejo que decían que surgió en el sexto día, cuando Dios creó “toda la vegetación verde para alimento de los animales”.

Ese árbol antes en los confines del bosque ahora estaba más accesible para la vista de los que se adentraban en él. También se relataba como durante siglos había desaparecido gente en las inmediaciones de aquel árbol.

Y ahora…. volvía a suceder.

Cuando llegó su nuera, salió de la casa en dirección al bosque.

Sabía dónde buscar.

Mientras caminaba el eco de la voz de su abuela rezumbaba en su cabeza.

“No has de acercarte al tronco, es una trampa mortal”

Recordaba preguntarle el por qué.

Y recordaba su respuesta “nada es lo que parece”

La luz que desprendía la luna llena, junto a la linterna que llevaba en la mano, le facilitaban en gran medida, su andadura por la espesura del bosque.

Lo vio, a escasos metros de donde estaba. También podía escuchar a lo lejos, los gritos de los hombres y mujeres llamando a los senderistas perdidos. Se alejaban. Poco a poco, el silencio era lo único que se escuchaba.

Se acercó. Dio un par de vueltas alrededor del árbol, a una distancia prudencial del tronco, iluminando cada paso con la linterna. Se percató de la gran acumulación de ramas y hojarasca que había alrededor. Hojas que no pertenecían al árbol y ramas secas apiladas, colocadas con alguna intención que no dejaba nada al azar.

Se arrodilló y palpó con sumo cuidado bajo las hojas y las ramas.  Su mano encontró el vacío. Habían sido colocadas con la intención de tapar un hoyo, o varios, y coger desprevenido al que pusiera un pie encima provocándole una caía inevitable.

Las separó con las manos. Alumbró el interior con la linterna. Vio un pozo y a tres hombres maniatados y amordazados en él. Éstos no reaccionaron a la luz cuando les iluminó la cara. Pensó que estaban muertos, pero el ligero movimiento de sus pechos al respirar le indicaban lo contrario. Seguramente los habían drogado.

Tenía que pedir ayuda sin levantar sospechas. No sabía quién o quiénes eran los responsables de aquello, ni si lo estarían vigilando. No podía hacer ruido ni hablar o se delataría. Optó por escribir un mensaje a su hijo. Explicándole en pocas palabras lo que había visto.

Lo esperó a unos metros del “árbol de fuego”, entre susurros le explicó lo que había visto y lo que tenía pensado hacer. Su hijo estuvo de acuerdo. Había llevado la cuerda que le pidió. La ataron al árbol. Bajó primero Mario, luego lo hizo él. Los senderistas seguían con vida. Los llevaron al exterior. El muchacho había avisado a sus compañeros que llegarían en cualquier momento. Mientras tanto, decidieron investigar por su cuenta y riesgo. Del pozo salía un pasadizo húmedo y estrecho que los obligaba a caminar a gatas. Después de recorrer un buen trecho a oscuras y cuando ya estaban perdiendo la esperanza de salir de allí, llegaron a un claro. Una docena casas hechas de adobo y paja alrededor de un lago fue lo primero que le mostraron sus ojos. Caminaron escondidos entre la maleza y los árboles. Vieron una gran humareda a las afueras de aquella pequeña aldea. Había un gran fuego encendido. Sobre él vieron el cuerpo de un joven, al que previamente habían destripado, atado de manos y pies, a un enorme palo que dos hombres fornidos hacían girar.

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de febrero de 2022

MANERAS DE MORIR

 

Imaginé su muerte una y otra vez en mi cabeza, sin embargo, no pude encontrar en ninguna de aquellas maneras de morir, el castigo suficiente para que sufriera por todo el daño que me había hecho. Quedaba lejos en mi memoria el último día que había salido a pasear por los jardines del gran castillo donde me tenía recluida. Tampoco recordaba la última vez que había visto a mis padres y mis hermanos. Sus celos, le habían llevado a la locura. Pero yo estaba rodeada de fieles sirvientes, los cuales, me tenían al tanto de lo que acaecía más allá de los muros de aquella, mi prisión. Había mandado matar a mis padres. Aquella noticia provocó que mi salud se fuera mermando a pasos agigantados. Pasaba el día y la noche tumbada en la cama, esperando, la tan ansiada muerte. Un atardecer mis sirvientes trajeron a una anciana a mis aposentos. Me ofreció en un pequeño frasco, el castigo definitivo para mi esposo. Dentro había un líquido incoloro que al verterlo en una copa de vino vengaría el recuerdo de mi familia.

Mientras paseo por los jardines de mi castillo, en una bonita tarde de verano, rememoro aquel momento en el que mi vil esposo bebió de aquella copa. Cayó desplomado. Aparentemente muerto. Lo enterramos. El brebaje lo mantendría con vida. Se despertaría. Sentiría como, día a día, su cuerpo se iba descomponiendo. Los gusanos comiendo su carne. Seguiría vivo hasta que no quedara de él, más que polvo.

lunes, 31 de enero de 2022

TÚ, MI MUERTE

 

Había anochecido cuando terminó su turno en el hospital. Sentada en su coche, barajó la idea de volver a casa esa noche. Los pros y los contras. Finalmente, la balanza le dio la respuesta. No podría volver, no esa noche. No sabiendo que llegaría a un apartamento vacío de sus cosas donde su olor seguiría impregnado en todo lo que que tocara, en cada rincón y su recuerdo, los momentos vividos en aquel lugar, como agujas se le clavarían en el corazón. Y aquello…. aquello la hundiría todavía más. Miró su móvil. Seguía muerto entre sus manos. Ni una llamada perdida, ni un mensaje, nada que le indicara que todo aquello era un mal sueño, una pesadilla. No quería llorar, se resistía a hacerlo, pero las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Revolvió el bolso en busca de un pañuelo. Le temblaban las manos. Sus dedos se toparon con un sobre. Lo contempló ensimismada. Lo había olvidado por completo. Era de él. Le había escrito una poesía por su cumpleaños. Parecía que había pasado una eternidad desde aquello, pero sólo había sido una semana. Quitó la hoja que había dentro. La leyó una vez más. Sabía que aquello le haría más daño. Aun así, lo hizo.

 

Tú, que llenas mi todo

Tú, que invades mi alma

Tú, poesía

Me embrujas con tu llamada.

 

 

Volvió a meter la hoja en el sobre y arrancó el coche, sin rumbo, queriendo dejar atrás el dolor, esquivarlo, perderlo de vista.

Durante un buen rato estuvo recorriendo las calles desiertas de la ciudad por calles desconocidas.

Aminoró la marcha cuando un semáforo cambió de color. No vio a la mujer que, como una sombra, se cruzó en su camino. Frenó a tiempo de atropellarla. Era muy joven, una adolescente. Gritaba con desesperación. Aterrada golpeó la ventanilla del coche. Estaba pálida y tenía la cara desencajada. Se subió a la parte de atrás del coche, al tiempo que le gritaba para que arrancara. Alguien quería matarla.

Nerviosa, la mujer aceleró el coche, mientras echaba un vistazo al retrovisor. Vio salir a un hombre del edificio. Llevaba un cuchillo ensangrentado en una mano. Pisó el acelerador a fondo y huyó aterrada.

A varias manzanas de allí detuvo el coche. Tenía que llamar a la policía. Los gritos de la joven habían cesado hacía un rato.

Se giró para ver si estaba bien. La calle estaba mal iluminada, aun así, se dio cuenta de que estaba sola en el coche. La joven había desaparecido. Nerviosa, se bajó del coche. La buscó por los alrededores preocupada. Si se tiró del coche en marcha, lo más seguro es que estuviera herida. No había rastro de ella.

Desconcertada, decidió volver al lugar donde la había encontrado. No sabía por qué, pero algo le decía que tenía que hacerlo.

A medida que se fue acercando se dio cuenta de que conocía aquel sitio. Era su calle. Vivía allí.

Al llegar, vio un coche de la policía y una ambulancia delante de su edificio.

Se acercó. Dentro del coche policial estaba sentado un hombre esposado. No pudo verle la cara. A pocos metros, una ambulancia. Dentro, en una camilla, había un cuerpo tapado por completo. Levantó lentamente la sábana mientras contenía la respiración.

Vio su rostro en el de aquella mujer.

- ¿Estás bien? –le preguntó una voz.

Sobresaltada se giró. Estaba llorando.

Vio ante ella a la adolescente que se había subido a su coche.

La joven le ofreció su mano. Juntas caminaron calle abajo, desapareciendo entre las sombras.

 


miércoles, 26 de enero de 2022

PATASOLA

El hombre llegó a su casa más temprano de lo habitual. El mercado al aire libre donde vendía sus hortalizas, las que cultivaba en el huerto que tenía en la parte de atrás de su casa, se cerró a causa de la lluvia que comenzó a arreciar.

Le pareció extraño no ver a su esposa haciendo las tareas habituales al atardecer. Una de ellas era dar de comer al ganado y demás animales de la granja. Pensando que tal vez estuviera enferma entró rápido en su casa. No estaba en la cocina. Los niños no tardarían en regresar de la escuela. Se encaminó al dormitorio, corriendo, preocupado por la salud de su esposa. Entonces…. La vio. Yaciendo en la cama con otro hombre.

La ira se adueñó de él. Mató al amante y a ella le cortó una pierna con un hacha. La mujer asustada y mal herida huyó al bosque.

El hombre y sus hijos abandonaron la casa esa noche, amparados por las sombras. Nunca se volvió a saber nada de ellos.

La gente del pueblo no fue tras ellos, no los persiguió, dejaron que siguieran su camino. No querían castigarlo por lo que había hecho. El dolor y la humillación lo acompañaría el resto de sus días. Aquello era un castigo más que suficiente.

Pensaron que la esposa no sobrevivía con aquella herida y que perecería desangrada. Nadie iría a por ella. Los lobos se encargarían de su cuerpo.

Una madrugada, todavía no había amanecido, unos leñadores se adentraron en el bosque para hacer su trabajo. Uno de ellos se alejó un poco del grupo para ir marcando los árboles que tenían que cortar. Al cabo de un rato escucharon un grito desgarrador, cargado de terror y dolor. Era su compañero. Acudieron a su ayuda. Estaba muerto. Encontraron un par de marcas en su cuello. Habían intentado chuparle la sangre. Aquello eran palabras mayores. Había un vampiro por aquellos parajes.

La noticia corrió como la pólvora por la aldea y pueblos aledaños.

Las teorías pronto comenzaron a tomar forma.

Todas coincidían que eran obra de aquella mujer, la infiel, la PATASOLA, la llamaron.

No quedó ningún valiente que se atreviera a sumergirse en el bosque de noche durante mucho tiempo. Pero hubo un joven que sí lo hizo. Solo, sin decírselo a nadie.

Caminó hasta lo más profundo. Y allí pronunció un nombre: MIA.

Pronto escuchó pasos acercándose a él.

Se trataba de una mujer con aspecto desaliñado, pelo enmarañado, sucia, la ropa hecha jirones, grandes ojeras y con los ojos inyectados en sangre, parecía más un animal, un monstruo, que un ser humano.

La mujer al escuchar aquel nombre, su nombre, tanto tiempo olvidado, bajó la guardia. Bajo aquel aspecto de bestia, todavía existían algo humano. Sentimientos enterrados en lo más profundo de su ser, estaban aflorando en ella. Bajó la guardia. Su ira se esfumó. Aquella voz… le recordaba a alguien que había querido mucho.

Se acercó tanto al joven que éste podía sentir su aliento putrefacto en su cara. Retrocedió unos pasos para contemplarla mejor. Aquella “cosa” lo había parido. Ella también pareció reconocerlo. Pero, aun así, aun sabiendo que era su madre, no le tembló la mano cuando levantó el hacha y le cortó la cabeza.

Había ido hasta allí para vengar el dolor que había embargado el corazón de su padre hasta el día de su muerte.

 

 

 

 

 

lunes, 24 de enero de 2022

EL CUADRO

Llegó a aquella cabaña que sería, durante unos meses, su “lugar de escritor”, cedida por su buen amigo Carlos, el mismo que le ofreció su casa en las montañas, para que disfrutara de la naturaleza en estado puro. La “cabaña” como la denominaba su amigo, estaba a casi un kilómetro de la casa principal. Era un sitio alejado de todo. Como único acompañante tenía el trinar de los pájaros que anidaban en las copas de los árboles que la rodeaban.

Mira dentro. Está libre de muebles, salvo por una mesa y una silla plegable junto a una ventana. El sol entra a raudales por ella. Suficiente. La iluminación es buena, piensa. Coloca su ordenador sobre la mesa, así como unas hojas en blanco, un bolígrafo y un par de refrescos. Deja la puerta abierta para que, entre algo de aire y remueva el olor a cerrado que se respira en su interior.

Escribe la primera frase de su novela.

“La melancolía borra aurora, atardecer y miedo y solo con mi maleta… tu recuerdo y mi deseo”.

El protagonista tiene algo que confesar, él tiene que confesar. Ambos son la misma persona, pero con distintos nombres. Sabe que, si no lo hace la culpa, el remordimiento, lo atormentarán hasta el día de su muerte. Ha de hacerlo….

Percibe algo por el rabillo del ojo que lo saca de sus pensamientos, de su concentración, de su confesión, algo que llama a gritos su atención. Levanta la vista y lo ve. Un cuadro en la pared. Situado en el rincón más alejado. Un lugar extraño para colocar una pintura, piensa. Un lugar en el que la luz de la mañana apenas llega, haciéndolo, si cabe, más siniestro.

Hay varios animales pintados en él. En el fondo, un toro. En el lado derecho dos conejos, en el lado izquierdo un par de perros y en el centro, un león. No sabe si la escasa luminosidad es la causa de que la visión de aquel cuadro le provoque escalofríos poniéndole, incluso, la piel de gallina. Aquellos animales lo miran fijamente, lo observan, lo contemplan desde la pared. Al moverse, sus ojos también lo hacen. Se siente incómodo. Pero lo más siniestro de todo aquello, es el color que eligió el pintor para los ojos de aquellos animales. Rojos como las llamas, como la sangre, con tal intensidad que, les confiere un aspecto demoníaco.

Sabe que no podrá escribir sabiendo que aquellos animales allí retratados lo observan. Así que lo descuelga y lo vuelve de cara a la pared. El cuadro está a años luz de ser bueno, pero no puede negar que es siniestro y le provoca malestar.

Se vuelve a sentar ante su portátil. Escribe un par de frases más. Unos ruidos lo desconcentran y para de escribir. Provienen del lugar donde está el cuadro. Levanta la mirada y lo ve. Pero sabe, que lo que está viendo no puede ser real. Tiene que ser fruto de su imaginación. Porque de no serlo, tendría que preocuparse.

El cuadro vuelve a estar en su sitio. El cuadro vuelve a estar colgado en la pared. Y si aquello era ya por sí desconcertante, había algo más en él que iba más allá de toda lógica. Había una mujer al lado del león. Antes de no estaba. Podía asegurarlo a ciencia cierta. Era buen observador y un detalle como aquel no se le pasaría por algo. Aquella mujer no era desconocida para él, no, aquella mujer, era su esposa.

Se acercó lentamente con recelo, temeroso de que en cualquier momento aquellos animales cobraran vida y se abalanzaran sobre él. Lo contempló detenidamente. Los perros y los conejos habían cambiado de posición, ahora estaban detrás de ella.

Se fijó en sus ropas, pantalón vaquero, camisa roja y unas zapatillas blancas en los pies. Así iba vestida el día que…

El día que la mató.

Lo había planeado todo, hasta el mínimo detalle, para que la policía creyera que se había ido de casa. Alegando que su matrimonio estaba pasando por un bache.

Había funcionado. Nadie sospechaba de él.

Había hecho un buen trabajo con la sierra mecánica, cortando su cuerpo en trozos para luego meterlos en una maleta.

Aquel lugar era el sitio perfecto para hacerla desaparecer. Apartado de todo y de todos. Nadie encontraría jamás los pedazos de ella que había ido enterrando a lo largo del bosque.

Pero….

La puerta de la cabaña se cerró de golpe como impulsaba por una gran ráfaga de viento. Pero en el exterior no se movía ni una sola hoja.

La temperatura baja considerablemente. A pesar de que es mediodía, la luz del sol desaparece casi por completo, dejando la cabaña en penumbra. La visibilidad es casi nula, pero sí lo suficiente para poder apreciar como los animales saltan de la pintura y se colocan frente a él.

La última en saltar es su esposa.

Sus miradas se cruzan. En la de él se ve el pánico, el terror, el miedo que lo embarga. En la de ella se ve la ira, el odio, la rabia incontrolada que la invade.

Ella esboza una media sonrisa al tiempo que hace un ademán con la mano.

Lo último que ve el hombre son las fauces del león.

Lo último que escucha el hombre es la carcajada siniestra de su mujer.

 

 

 

 

 

sábado, 22 de enero de 2022

MARA

 

Aquel día, en el paritorio, reinaba un total bullicio. Se habían puesto de parto, casi al mismo tiempo, tres mujeres. Dos de ellas habían tenido ya a sus bebés, la tercera…. Estaba en ello.

Aquella mujer estaba sufriendo de una manera inenarrable, no sólo físicamente, ya que, hacía unos minutos que le habían puesto una inyección y el dolor había remitido considerablemente, sino por el hecho de pensar que la vida de su bebé corría peligro. Sentía que su barriga era una gran manzana podrida, llena de agujeros por los cuales se asomaban unos pequeños y asquerosos gusanos viscosos. Aquel pensamiento no la ayudaban a mejorar su estado de ánimo, eso estaba claro, así que trató de desecharlos de su mente, con un movimiento exagerado de cabeza, como si le hubiera dado un espasmo, pero no consiguió librarse de ellos.

Durante el embarazo, sobre todo en la recta final, la llegada de aquel momento la atormentaba, saber que tenía que pasar por un dolor desconocido para ella le provocaba pánico, terror, pero ahora aquel dolor, por el que tanto se había preocupado, quedaba en un segundo plano, no le importaba sufrir, siempre y cuando, su hijo estuviera a salvo.

La temperatura comenzó a descender notablemente. De la boca de los presentes comenzó a salir vaho provocado por el frío que reinaba en aquel lugar.

Una enfermera estaba junto a ella. Le agarraba la mano y le daba ánimos. Su mirada estaba cargada de dulzura. La alentaba a empujar. El bebé necesitaba de su ayuda para nacer. Pero a pesar de todos los esfuerzos que hacía aquella madre primeriza, el bebé no se movía ni un ápice. Notaba una gran presión entre sus piernas. Una fuerza descomunal impedía el nacimiento de su hijo. Se lo hizo saber a la enfermera. Le habló de lo que le sucedía, entre jadeos y sollozando. El semblante de la mujer fue cambiando a medida que la joven madre se lo iba contando. Entonces en un susurro dijo algo que sólo la parturienta lo escuchó:

- ¡Mara está aquí!

Y como alma que lleva el diablo, salió corriendo de la sala de partos, para regresar al cabo de un rato con una muñeca entre las manos que había cogido de la sala de espera de pediatría.

La colocó sobre la cama. Entonces….

La temperatura en el paritorio comenzó a ascender.

La mujer empujó un par de veces. El médico le pidió un último esfuerzo. Podía ver la cabeza del pequeño.

Por fin, el niño nació. La madre, exhausta, rompió a llorar cuando se lo pusieron entre sus brazos.
La muñeca había desaparecido.

 

Al día siguiente cuando aquella enfermera entró en la habitación de la recién estrenada madre, ésta le hizo la pregunta que venía rondándole por la cabeza.: ¿Quién era Mara?

La enfermera se sentó en el borde de la cama y comenzó su relato:

-Esta es una leyenda que oí cuando era pequeña en boca de mi abuela.

-Decía que una niña de nombre Mara, elige a un bebé, el día de su cumpleaños. Tienes que dejarle un regalo. Sino lo haces, se lo llevará con ella.

Mara, vivía en una casa a las afueras de la cuidad con sus papás. A pesar de que aquella mañana no había escuela, por ser sábado, la niña se despertó temprano. Había un motivo para aquello, era el 9 de Julio, su cumpleaños. Ese día cumpliría 9 años.

Estaba radiante de feliz. Sonrió al póster que tenía sobre la cama donde se veía a un paracaidista saltando de un helicóptero. Algún día, sería ella quien saltara y alguien le sacaría una foto, que algún niño como había hecho ella, pondría en su habitación.

Se asomó a la ventana. Vio el sendero que llevaba al bosque por el que tantas veces había recorrido con su bicicleta. Se fijó en el coche de su padre aparcado delante de la puerta de la casa. Alguien había dibujado con el dedo un dado en el capó, aprovechando la gran capa de polvo que tenía.  También vio al operario de la limpieza barriendo las calles y haciendo montoncitos de basura que luego iría recogiendo.

El agradable olor de tortitas se había colado en su habitación Sus tripas protestaron. Tenía hambre. Abrió la puerta y comenzó a caminar por el pasillo. Entonces escuchó un grito desgarrador en la planta baja. Era su madre la que gritaba. Corrió hacia las escaleras. La vio tendida en el suelo. La enorme barriga le dificultaba mirarse el tobillo que le dolía mucho y se había hinchado considerablemente. Faltaba poco para que su hermanito naciera. La niña gritó su nombre. Estaba asustada. Bajó las escaleras corriendo para ayudarla. No vio el tablón suelto en uno de los peldaños, el mismo que había hecho que su madre tropezara y cayera rodando. Se precipitó escaleras abajo. Mara no tuvo tanta suerte como su madre. La niña murió.

Se había quedado sin regalos el día de su cumpleaños. Y enfadada por ello, se llevó a su hermanito con ella.

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...