Algunas veces, lo irreal, lo desconocido, lo macabro, lo
insólito, lo espeluznante, se cuela en nuestras vidas.
Una calurosa tarde de verano, Eduardo estaba descargando
unas cajas de su vieja furgoneta. Estaba contento. Había recibido una llamada
de un viejo amigo, el cual, quería deshacerse de algunas cosas que tenía en su
casa y sabiendo que Eduardo regentaba una tienda de antigüedades, le pareció
que no habría nadie mejor que él para venderle aquellos viejos objetos.
Llegaron a un acuerdo y la transacción se realizó con éxito.
Descargó una motocicleta Lube Spport 125 del año 1955,
una reliquia, que la acondicionaría y se la regalaría a su hijo. Una maqueta de
uno de los primeros cañones usados en China. Varios casetes en muy buen estado,
así como, una radio antigua de madera marcha Phillips y un reloj de bolsillo
bañado en oro que daba la hora con precisión inglesa.
Un coche blanco se paró detrás de la furgoneta. De ella
se bajó un joven, de unos treinta años, se acercó al hombre y comenzó a
ayudarle en la ardua tarea de meter todo aquello dentro de la tienda. Era
Mario, el hijo de Eduardo, que le ayudaba en el negocia en sus días libres como
uno de los policías del pueblo.
Una niña, de unos cinco años, pasó corriendo delante de
ellos persiguiendo a un patito, vestía un vestido blanco con mariquitas dibujadas
en la tela. Era María, la nieta de Eduardo, la hija de Mario. El padre corrió
tras su hija al ver que la trayectoria tanto del pato como de ella se iba
desplazando hacia la carretera. Cogió a la niña con una mano y al patito con la
otra. En esto vio cómo se acercaba un coche patrulla. Se detuvo a escasos metros
de ellos. Dos compañeros de Mario se apearon del coche. La caras pálidas y
cargadas de consternación no pasaron desapercibidas al muchacho que
inmediatamente les preguntó qué les pasaba.
-Han desaparecido unos senderistas. No se sabe nada de
ellos desde ayer por la tarde. –le explicaron.
Sus familias se habían puesto en contacto con la comisaría
del pueblo esta mañana al no tener noticias de ellos.
-Necesitamos toda la ayuda posible, Mario. Sentimos
molestarte en tu día libre, pero nos vendría bien tu ayuda –le dijeron.
El muchacho dejó a la niña al cuidado del abuelo y se fue
con ellos.
-La naturaleza esconde secretos –musitó Eduardo mientras
entraba en la casa con su nieta.
A su memoria llegaron lejanos recuerdos de su infancia.
Su abuela contaba historias que ya le habían contado a ella sus abuelos y los
abuelos de éstos. La civilización se iba abriendo camino arrasando árboles y
vegetación a su paso para el asentamiento de nuevos pueblos, nuevas ciudades.
Lo que antes era el corazón del bosque había dejado de serlo para colindar con
los nuevos asentamientos de cemento que se iban propagando como un virus, una
plaga, una epidemia por doquier.
Su abuela hablaba del “árbol de fuego”, con brillantes
flores rojas acampanadas que lo cubren por completo. Un único ejemplar habitaba
en aquellos bosques. Era tan viejo que decían que surgió en el sexto día, cuando
Dios creó “toda la vegetación verde para alimento de los animales”.
Ese árbol antes en los confines del bosque ahora estaba
más accesible para la vista de los que se adentraban en él. También se relataba
como durante siglos había desaparecido gente en las inmediaciones de aquel
árbol.
Y ahora…. volvía a suceder.
Cuando llegó su nuera, salió de la casa en dirección al
bosque.
Sabía dónde buscar.
Mientras caminaba el eco de la voz de su abuela rezumbaba
en su cabeza.
“No has de acercarte al tronco, es una trampa mortal”
Recordaba preguntarle el por qué.
Y recordaba su respuesta “nada es lo que parece”
La luz que desprendía la luna llena, junto a la linterna
que llevaba en la mano, le facilitaban en gran medida, su andadura por la espesura
del bosque.
Lo vio, a escasos metros de donde estaba. También podía
escuchar a lo lejos, los gritos de los hombres y mujeres llamando a los
senderistas perdidos. Se alejaban. Poco a poco, el silencio era lo único que se
escuchaba.
Se acercó. Dio un par de vueltas alrededor del árbol, a
una distancia prudencial del tronco, iluminando cada paso con la linterna. Se
percató de la gran acumulación de ramas y hojarasca que había alrededor. Hojas que
no pertenecían al árbol y ramas secas apiladas, colocadas con alguna intención
que no dejaba nada al azar.
Se arrodilló y palpó con sumo cuidado bajo las hojas y
las ramas. Su mano encontró el vacío.
Habían sido colocadas con la intención de tapar un hoyo, o varios, y coger
desprevenido al que pusiera un pie encima provocándole una caía inevitable.
Las separó con las manos. Alumbró el interior con la
linterna. Vio un pozo y a tres hombres maniatados y amordazados en él. Éstos no
reaccionaron a la luz cuando les iluminó la cara. Pensó que estaban muertos,
pero el ligero movimiento de sus pechos al respirar le indicaban lo contrario.
Seguramente los habían drogado.
Tenía que pedir ayuda sin levantar sospechas. No sabía quién
o quiénes eran los responsables de aquello, ni si lo estarían vigilando. No podía
hacer ruido ni hablar o se delataría. Optó por escribir un mensaje a su hijo.
Explicándole en pocas palabras lo que había visto.
Lo esperó a unos metros del “árbol de fuego”, entre
susurros le explicó lo que había visto y lo que tenía pensado hacer. Su hijo
estuvo de acuerdo. Había llevado la cuerda que le pidió. La ataron al árbol.
Bajó primero Mario, luego lo hizo él. Los senderistas seguían con vida. Los
llevaron al exterior. El muchacho había avisado a sus compañeros que llegarían
en cualquier momento. Mientras tanto, decidieron investigar por su cuenta y
riesgo. Del pozo salía un pasadizo húmedo y estrecho que los obligaba a caminar
a gatas. Después de recorrer un buen trecho a oscuras y cuando ya estaban
perdiendo la esperanza de salir de allí, llegaron a un claro. Una docena casas
hechas de adobo y paja alrededor de un lago fue lo primero que le mostraron sus
ojos. Caminaron escondidos entre la maleza y los árboles. Vieron una gran
humareda a las afueras de aquella pequeña aldea. Había un gran fuego encendido.
Sobre él vieron el cuerpo de un joven, al que previamente habían destripado, atado
de manos y pies, a un enorme palo que dos hombres fornidos hacían girar.