miércoles, 16 de febrero de 2022

LA NIÑA MUERTA

 

Al final de la tarde el calor parecía haber aumentado unos grados. En la casa, el ventilador estaba a tope. El padre ante el portátil terminando unos informes del trabajo, sudaba copiosamente. El olor a asado impregnaba toda la casa. Sonó el timbre.

La mujer se contempló en el espejo de la entrada antes de abrir la puerta, sonrió ante la imagen reflejada en el espejo. Estaba muy guapa, como siempre. Eran ellos. La familia Cuesta, formada por Ana, su mejor amiga desde la infancia, Antonio, su marido y Lara la hija adolescente de ambas, compañera y amiga de su hija Alba.

El hombre cerró el portátil y se dispuso a recibir a las visitas. Abrazó a Antonio y lo llevó hasta el salón donde le sirvió una copa. Habían traído una cara botella de vino y una tarta de chocolate que tenía una pinta deliciosa. Las mujeres fueron hasta la cocina y lo guardaron en la nevera, luego ante una copa de vino, se pusieron al día de lo acontecido en las dos semanas que no se habían visto, mientras la cena terminaba de hacerse. Lara subió a la habitación de Alba.

El móvil de la mujer sonó. Estaba sobre la encimera de la cocina al lado del microondas. Se excusó con su amiga y fue a contestar. En la pantalla aparecía un número y un nombre que correspondía a la madre de su amiga Ana. La miró desconcertada, pero su amiga pareció no darse cuenta o fingir que no estaba atenta porque ni la miró. Tenía la mirada perdida en un punto más allá del ventanal de la cocina.

Al otro lado de la línea la mujer intentaba decirle algo que no entendía, debido a los llantos. Le pidió amablemente que se calmara. La mujer respiró hondo y le dijo:

- ¡Han muerto!

- ¿Quién ha muerto? –le preguntó la mujer.

-Los tres, Ana, Antonio y Lara –le respondió la anciana- en un accidente de coche hace unas dos horas. La policía se acaba de ir de aquí. Quieren que vaya a identificarlos.

- ¡¿Qué!?, no pude ser –le respondió- si están aquí, en mi casa, acaban de llegar, vamos a cenar juntos.

-No pueden estar contigo, están en el Instituto Anatómico forense, van a hacerles la autopsia.

La mujer se giró para contarle a su amiga lo que pasaba, pero…. no estaba.

Salió de la cocina para ir a buscarla y chocó con su marido en el umbral de la puerta.

Estaba pálido como la cera. Le dijo que Antonio se había ido.

Alba bajaba las escaleras corriendo mientras les preguntaba si habían visto a Lara, había desaparecido de su habitación. Estaban charlando animadamente cuando de repente, se esfumó.

Eran cerca de las diez de la noche cuando llegaron los cuerpos de una familia que habían muerto en un accidente de coche esa noche. Firmaron la entrega en unas hojas escritas que les entregó la policía. El forense ya se había ido a casa. Los dos guardias de seguridad llevaron los cadáveres a una de las salas.

Media hora después llegó otro cuerpo. Éste correspondía al de una niña de unos diez años, en avanzado estado de descomposición. Llevaba puesto un vestido rojo sucio y echo jirones y un sombrero que alguna vez fue blanco cubriéndole la cabeza. La habían encontrado unos ciclistas en la montaña.

Los guardias la pusieron en la misma sala donde estaban los otros tres cuerpos.

Hicieron la ronda y al terminar volvieron a la sala donde tenían los monitores que mostraban las imágenes de las cámaras colocadas en todo el edificio. Se sirvieron sendas tazas de café. En una de ellas la espuma había tomado la forma de una nube. Bromearon un rato con aquello. De pronto, escucharon unos fuertes golpes que provenían de la sala donde estaban los cuatro cadáveres.

Sonó el teléfono. Uno de ellos salió de la habitación para comprobar que todo estaba bien. El compañero atendió la llamada.

Era el forense que quería saber si habían llevado los cuerpos de la familia que había fallecido en el accidente. El guardia le dijo que sí. Guardó silencio unos minutos y luego le dijo que habían escuchado unos ruidos extraños en la sala y que su compañero había ido a ver qué pasaba.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. El guardia sólo lograba escuchar la respiración entrecortada del forense como si estuviera sufriendo un ataque de ansiedad. Le preguntó preocupado si estaba bien. No obtuvo respuesta. Pasados unos minutos el forense volvió a hablar, esta vez le preguntó, en un hilo de voz, si había llegado algún cuerpo más.

El guardia le confirmó sus sospechas. El cuerpo de una niña que encontraron en muy mal estado en el bosque, le dijo.

El forense se puso nervioso y le gritó que pusieran a la niña en otra sala y cerraran la puerta con llave. Inmediatamente después colgó el teléfono.

El forense vivía a dos calles del Instituto forense. Cogió el coche y se dirigió hacia allí.

El aparcamiento estaba vacío. Aparcó cerca de la puerta. Se iba a bajar cuando vio una sombra pasar corriendo por delante del coche. A pocos metros se paró y lo miró. Logró ver de quien se trataba e incluso pudo ver su cara manchada de sangre. Un grito desgarrador salió de su garganta. Al mismo tiempo los dos guardias de seguridad salían corriendo del edificio en dirección a él. Temblaban a causa del miedo que los embargaba. Sus semblantes estaban pálidos y tenían los ojos desencajados.

Hablando al unísono. Aun así, el forense pudo entender lo que trataban de decirle. Se volvía a repetir otra vez. Habían vuelto a encontrar a aquella niña. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo mientras los escuchaba. Le contaron que habían visto a aquella niña comiéndose los intestinos de aquella familia. ¿Cómo era aquello posible? Le preguntaban una y otra vez.

No conocía la respuesta.

Lo que sí sabía es que había que apartarla de los demás cuerpos, aislarla en otra sala.

La niña después de mirarlo fijamente durante unos minutos, huyó en dirección al bosque.

 

 

 

 

lunes, 14 de febrero de 2022

EL VIAJE

 

Soñaban con viajar a África, a una isla paradisiaca, donde disfrutar de su luna de miel. Sus amigos le regalaron el viaje.

Partieron el día de su boda, enamorados y felices por la nueva vida que comenzaban juntos y no había un lugar mejor para hacerlo que aquel pedazo de paraíso.

Las fotos tomadas del lugar eran sin duda un gran reclamo para los turistas. Mostraban un paisaje sin igual, con grandes cascadas y lagos enormes con aguas cristalinas. En definitiva, un lugar paradisiaco donde descansar después del estrés provocado por los preparativos de la boda. Si cerraban los ojos podían verse en la orilla del mar y disfrutando del paseo por la selva acompañados de un guía. Luego cenarían en el restaurante del hotel y contemplarían la puesta de sol mientras tomaban una copa.

Embarcaron en el avión que los llevaría a tan deseado destino. Se acomodaron en sus asientos dispuestos a disfrutar cada segundo del viaje.

Había transcurrido una hora desde que el avión había despegado, cuando se dieron cuenta de que algo no iba bien. Salía humo de uno de los motores. Las insistentes llamadas al personal de vuelo no se hicieron esperar. Cundió el pánico cuando, por los conductos de ventilación, comenzaron a salir arañas de gran tamaño que se iban dispersando por todos los lados. No eran una ni dos, había cientos, miles de ellas. Eran tarántulas. Los pasajeros, unos ocupados en matarlas y otros en huir de ellas no se percataron de que el avión caía en picado.

Los protagonistas de esta historia atemorizados intentaron esconderse en el baño y tapar los conductos con toallas para evitar así que se colaran en aquel estrecho espacio. Escuchaban gritos de dolor de los pasajeros cuando alguno era picado por alguna de ellas. Se abrazaron cuando se dieron cuenta de la situación. Nadie sobreviviría a una muerte segura.

El hombre se despertó gritando y bañado en sudor. Se enderezó en su asiento y miró a su alrededor. Su esposa, sentada a su lado, trataba de calmarlo. Había tenido una pesadilla. Algunos pasajeros lo miraron alertados por sus gritos. Él pidió disculpas mientras intentaba calmarse un poco. Un vistazo por la ventanilla le indicó que estaban sobrevolando el mar.

Tranquilizó a su esposa diciéndole que estaba bien. Se levantó, no sin cierto esfuerzo, para ir al baño. Le dolía todo el cuerpo y las piernas le pesaban una tonelada cada una.

Por el largo pasillo no pudo menos que observar a los pasajeros que los acompañaban en aquel largo vuelo. La mayoría estaban durmiendo. Otros hojeaban una revista o leían un libro. Pero había algo más que le llamó la atención. Se veían muy pálidos a todos y cada uno de ellos, sin excepción. Una señora mayor lo miró mientras esbozaba una sonrisa, dejando al descubierto unos dientes podridos y amarillentos. El hombre ante aquella imagen apresuró el paso. Abrió la puerta del baño. Abrió el grifo y se refrescó la cara. Aquel sueño lo había dejado muy cansado y perturbado. No sabía si era premonitorio, esperaba que no, pero algo le decía que ando andaba mal, pero… ¿qué?

Volvió a su asiento. Todos a su alrededor se habían quedado dormidos. Incluso pudo escuchar los ronquidos de aquella señora que le había sonreído de manera siniestra al pasar a su lado. Su esposa también dormía. Su aspecto se había vuelto demacrado en el poco tiempo que estuvo en el baño. Se sentó a su lado y le habló. No hubo respuesta. La zarandeó un poco. Nada. La dejó dormir. Se acurrucó a su lado y se quedó dormido casi al instante. Mientras se dejaba llevar por el sueño una alerta saltó en su cabeza. El avión no se movía. Había visto una pequeña isla hacía un buen rato e incomprensiblemente seguía en el mismo sitio. Parecía estar viendo una foto.

Estaba tan cansado…. Cerró los ojos y cualquier preocupación desapareció por completo.

 

“Un avión se estrelló en el mar a pocos kilómetros de la isla de Madagascar. No hay ningún superviviente. Los primeros en llegar al lugar de los hechos descubrieron que los cadáveres presentaban picaduras por todo el cuerpo. Las primeras investigaciones arrojaron a la luz que habían sido provocadas por tarántulas. ¿Qué hacían aquellas arañas en el avión? Se piensa que el piloto perdió el control del aparato desencadenando aquel trágico final.”

 

 

miércoles, 9 de febrero de 2022

LA CRUZ DEL DIABLO

 

El guía los llevó por un sendero que ascendía por la colina. Allí, siglos atrás hubo un castillo, del que, a día de hoy, apenas quedaban un par de muros en pie.

Entre aquel grupo de personas que seguían en silencio las explicaciones del hombre, había un joven. Se situó junto al guía mostrando un gran interés por todo lo que iba contando acerca de una leyenda sobre una gran cruz de hierro, hecha con la armadura encantada del que había sido el señor del castillo y que custodiaba la entrada. Cuando llegaron el joven se postró en el suelo en señal de respeto y adoración ante ella. El guía lo reprimió diciéndole que aquello no representaba a Dios, sino a Satanás. Se arrepintió al instante cuando el joven se levantó del suelo y lo miró. Sus ojos se habían tornado rojos como el fuego, su semblante antes joven, ahora estaba sacado de infinitas arrugas que le daban un aspecto siniestro. Sus dientes eran afilados y negros. La comitiva lejos de asustarse, rodeó al joven. Todos mostraban el mismo aspecto tétrico y macabro, la de unos demonios salidos de las profundidades del averno. Ante tal visión el guía intentó huir. El muchacho dejó escapar un halo de aliento que envolvió el cuerpo del hombre convirtiéndolo en piedra. Venían a salvar a su amo y señor de las tinieblas. Rodearon la cruz al tiempo que canturreaban una canción. Del cielo surgieron unos rayos que rompieron la piedra donde estaba anclada. Entre todos, llevaban la cruz del diablo para situarla en el centro mismo de las ruinas del castillo. Hicieron un círculo a su alrededor cogidos de la mano. La cruz comenzó a emitir unos sonidos desgarradores al tiempo que se el hierro se retorcía de manera grotesca. De repente el silencio absoluto reinó en aquel lugar. Una niebla espesa se extendió sobre ellos. De ella, donde antes había estado la cruz, emergió un ser con patas de cabra y grandes cuernos. Satán había sido liberado.

lunes, 7 de febrero de 2022

ADAPTACIÓN

 


Los primeros rayos del sol de la mañana que se colaban por la ventana de la habitación donde un hombre y una mujer yacían en la gran cama de matrimonio, dejaron al descubierto una peculiar escena. El marido contemplaba ensimismado a la mujer que dormía, desde hacía muchos años a su lado, mientras le acariciaba con ternura se rubio cabello y se arrepentía como nunca antes lo había hecho, de haberse ido de su casa a través del árbol rojo.

Su mirada era una mezcla de amor, compasión y odio. El semblante de la mujer dormida estaba pálido como la cera. A los pies de la cama descansaba una maleta. Y sobre una silla un traje negro impecablemente planchado.

En la mesilla de noche había un vaso ahora vacío. Unas horas antes, estaba lleno de agua. Junto a él había un frasco de pastillas para dormir. Ella había descubierto su secreto, enfurecida le había amenazado con contarlo a la policía.

No entendía ese mundo. Trataba de adaptarse. Se casó con una hermosa mujer y abrió un negocio que le iba bastante bien. Quería encajar con el resto de las personas que le rodeaban.

Había cometido un error. La última mujer había sobrevivido. Tardaría en despertar. Pero era sólo una cuestión de tiempo que lo delatara.

Vigilaba a sus víctimas durante un tiempo. Conocía los horarios de aquella mujer. Salía a correr muy temprano por un parque cercano. Las sombras eran sus aliadas. Le había asestado un golpe en la cabeza. La metió en el maletero del coche y la llevó a la parte de atrás de su negocio, donde había una puerta de metal que daba a un sótano. Allí preparaba a sus víctimas. Las coloca sobre una mesa de acero, como la que utilizan para hacer las autopsias. Luego aprovechaba cada parte de su cuerpo para venderlo, al gusto de sus clientes, en su carnicería. Pero antes de hacerlo recitaba un viejo verso que le habían enseñado de pequeño:

“El cese de los latidos de una vida marcan el ritmo de mis sueños”

Se duchó, se puso el traje y llevó la maleta al coche.

Cogió un par de latas de gasolina del garaje.

Roció con ella la casa y le prendió fuego.

Las primeras llamas comenzaron a elevarse del suelo casi inmediatamente.

Ya en el coche escuchó las sirenas de los bomberos y la policía que se dirigían a su casa.

Hizo parte del trayecto en silencio. Empapándose con aquel sonido que cada vez sonaba más lejano.

Ante de sintonizar la radio, pensó en lo tristes que se pondrían los niños cuando no le sirvieran aquellas hamburguesas tan ricas, en el comedor del colegio.

Esbozó una sonrisa al pensar que, ante él había muchas ciudades por descubrir y un montón de colegios donde sus hamburguesas harían las delicias de niños y mayores.

Y sin dejar de sonreír, siguió conduciendo mientras en la emisora de radio se escuchaba un anuncio publicitario del Burger King.

 

 

 

 

sábado, 5 de febrero de 2022

EL ÁRBOL ROJO

 

Algunas veces, lo irreal, lo desconocido, lo macabro, lo insólito, lo espeluznante, se cuela en nuestras vidas.

Una calurosa tarde de verano, Eduardo estaba descargando unas cajas de su vieja furgoneta. Estaba contento. Había recibido una llamada de un viejo amigo, el cual, quería deshacerse de algunas cosas que tenía en su casa y sabiendo que Eduardo regentaba una tienda de antigüedades, le pareció que no habría nadie mejor que él para venderle aquellos viejos objetos. Llegaron a un acuerdo y la transacción se realizó con éxito. 

Descargó una motocicleta Lube Spport 125 del año 1955, una reliquia, que la acondicionaría y se la regalaría a su hijo. Una maqueta de uno de los primeros cañones usados en China. Varios casetes en muy buen estado, así como, una radio antigua de madera marcha Phillips y un reloj de bolsillo bañado en oro que daba la hora con precisión inglesa.

Un coche blanco se paró detrás de la furgoneta. De ella se bajó un joven, de unos treinta años, se acercó al hombre y comenzó a ayudarle en la ardua tarea de meter todo aquello dentro de la tienda. Era Mario, el hijo de Eduardo, que le ayudaba en el negocia en sus días libres como uno de los policías del pueblo.

Una niña, de unos cinco años, pasó corriendo delante de ellos persiguiendo a un patito, vestía un vestido blanco con mariquitas dibujadas en la tela. Era María, la nieta de Eduardo, la hija de Mario. El padre corrió tras su hija al ver que la trayectoria tanto del pato como de ella se iba desplazando hacia la carretera. Cogió a la niña con una mano y al patito con la otra. En esto vio cómo se acercaba un coche patrulla. Se detuvo a escasos metros de ellos. Dos compañeros de Mario se apearon del coche. La caras pálidas y cargadas de consternación no pasaron desapercibidas al muchacho que inmediatamente les preguntó qué les pasaba.

-Han desaparecido unos senderistas. No se sabe nada de ellos desde ayer por la tarde. –le explicaron.

Sus familias se habían puesto en contacto con la comisaría del pueblo esta mañana al no tener noticias de ellos.

-Necesitamos toda la ayuda posible, Mario. Sentimos molestarte en tu día libre, pero nos vendría bien tu ayuda –le dijeron.

El muchacho dejó a la niña al cuidado del abuelo y se fue con ellos.

-La naturaleza esconde secretos –musitó Eduardo mientras entraba en la casa con su nieta.

A su memoria llegaron lejanos recuerdos de su infancia. Su abuela contaba historias que ya le habían contado a ella sus abuelos y los abuelos de éstos. La civilización se iba abriendo camino arrasando árboles y vegetación a su paso para el asentamiento de nuevos pueblos, nuevas ciudades. Lo que antes era el corazón del bosque había dejado de serlo para colindar con los nuevos asentamientos de cemento que se iban propagando como un virus, una plaga, una epidemia por doquier.

Su abuela hablaba del “árbol de fuego”, con brillantes flores rojas acampanadas que lo cubren por completo. Un único ejemplar habitaba en aquellos bosques. Era tan viejo que decían que surgió en el sexto día, cuando Dios creó “toda la vegetación verde para alimento de los animales”.

Ese árbol antes en los confines del bosque ahora estaba más accesible para la vista de los que se adentraban en él. También se relataba como durante siglos había desaparecido gente en las inmediaciones de aquel árbol.

Y ahora…. volvía a suceder.

Cuando llegó su nuera, salió de la casa en dirección al bosque.

Sabía dónde buscar.

Mientras caminaba el eco de la voz de su abuela rezumbaba en su cabeza.

“No has de acercarte al tronco, es una trampa mortal”

Recordaba preguntarle el por qué.

Y recordaba su respuesta “nada es lo que parece”

La luz que desprendía la luna llena, junto a la linterna que llevaba en la mano, le facilitaban en gran medida, su andadura por la espesura del bosque.

Lo vio, a escasos metros de donde estaba. También podía escuchar a lo lejos, los gritos de los hombres y mujeres llamando a los senderistas perdidos. Se alejaban. Poco a poco, el silencio era lo único que se escuchaba.

Se acercó. Dio un par de vueltas alrededor del árbol, a una distancia prudencial del tronco, iluminando cada paso con la linterna. Se percató de la gran acumulación de ramas y hojarasca que había alrededor. Hojas que no pertenecían al árbol y ramas secas apiladas, colocadas con alguna intención que no dejaba nada al azar.

Se arrodilló y palpó con sumo cuidado bajo las hojas y las ramas.  Su mano encontró el vacío. Habían sido colocadas con la intención de tapar un hoyo, o varios, y coger desprevenido al que pusiera un pie encima provocándole una caía inevitable.

Las separó con las manos. Alumbró el interior con la linterna. Vio un pozo y a tres hombres maniatados y amordazados en él. Éstos no reaccionaron a la luz cuando les iluminó la cara. Pensó que estaban muertos, pero el ligero movimiento de sus pechos al respirar le indicaban lo contrario. Seguramente los habían drogado.

Tenía que pedir ayuda sin levantar sospechas. No sabía quién o quiénes eran los responsables de aquello, ni si lo estarían vigilando. No podía hacer ruido ni hablar o se delataría. Optó por escribir un mensaje a su hijo. Explicándole en pocas palabras lo que había visto.

Lo esperó a unos metros del “árbol de fuego”, entre susurros le explicó lo que había visto y lo que tenía pensado hacer. Su hijo estuvo de acuerdo. Había llevado la cuerda que le pidió. La ataron al árbol. Bajó primero Mario, luego lo hizo él. Los senderistas seguían con vida. Los llevaron al exterior. El muchacho había avisado a sus compañeros que llegarían en cualquier momento. Mientras tanto, decidieron investigar por su cuenta y riesgo. Del pozo salía un pasadizo húmedo y estrecho que los obligaba a caminar a gatas. Después de recorrer un buen trecho a oscuras y cuando ya estaban perdiendo la esperanza de salir de allí, llegaron a un claro. Una docena casas hechas de adobo y paja alrededor de un lago fue lo primero que le mostraron sus ojos. Caminaron escondidos entre la maleza y los árboles. Vieron una gran humareda a las afueras de aquella pequeña aldea. Había un gran fuego encendido. Sobre él vieron el cuerpo de un joven, al que previamente habían destripado, atado de manos y pies, a un enorme palo que dos hombres fornidos hacían girar.

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de febrero de 2022

MANERAS DE MORIR

 

Imaginé su muerte una y otra vez en mi cabeza, sin embargo, no pude encontrar en ninguna de aquellas maneras de morir, el castigo suficiente para que sufriera por todo el daño que me había hecho. Quedaba lejos en mi memoria el último día que había salido a pasear por los jardines del gran castillo donde me tenía recluida. Tampoco recordaba la última vez que había visto a mis padres y mis hermanos. Sus celos, le habían llevado a la locura. Pero yo estaba rodeada de fieles sirvientes, los cuales, me tenían al tanto de lo que acaecía más allá de los muros de aquella, mi prisión. Había mandado matar a mis padres. Aquella noticia provocó que mi salud se fuera mermando a pasos agigantados. Pasaba el día y la noche tumbada en la cama, esperando, la tan ansiada muerte. Un atardecer mis sirvientes trajeron a una anciana a mis aposentos. Me ofreció en un pequeño frasco, el castigo definitivo para mi esposo. Dentro había un líquido incoloro que al verterlo en una copa de vino vengaría el recuerdo de mi familia.

Mientras paseo por los jardines de mi castillo, en una bonita tarde de verano, rememoro aquel momento en el que mi vil esposo bebió de aquella copa. Cayó desplomado. Aparentemente muerto. Lo enterramos. El brebaje lo mantendría con vida. Se despertaría. Sentiría como, día a día, su cuerpo se iba descomponiendo. Los gusanos comiendo su carne. Seguiría vivo hasta que no quedara de él, más que polvo.

lunes, 31 de enero de 2022

TÚ, MI MUERTE

 

Había anochecido cuando terminó su turno en el hospital. Sentada en su coche, barajó la idea de volver a casa esa noche. Los pros y los contras. Finalmente, la balanza le dio la respuesta. No podría volver, no esa noche. No sabiendo que llegaría a un apartamento vacío de sus cosas donde su olor seguiría impregnado en todo lo que que tocara, en cada rincón y su recuerdo, los momentos vividos en aquel lugar, como agujas se le clavarían en el corazón. Y aquello…. aquello la hundiría todavía más. Miró su móvil. Seguía muerto entre sus manos. Ni una llamada perdida, ni un mensaje, nada que le indicara que todo aquello era un mal sueño, una pesadilla. No quería llorar, se resistía a hacerlo, pero las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Revolvió el bolso en busca de un pañuelo. Le temblaban las manos. Sus dedos se toparon con un sobre. Lo contempló ensimismada. Lo había olvidado por completo. Era de él. Le había escrito una poesía por su cumpleaños. Parecía que había pasado una eternidad desde aquello, pero sólo había sido una semana. Quitó la hoja que había dentro. La leyó una vez más. Sabía que aquello le haría más daño. Aun así, lo hizo.

 

Tú, que llenas mi todo

Tú, que invades mi alma

Tú, poesía

Me embrujas con tu llamada.

 

 

Volvió a meter la hoja en el sobre y arrancó el coche, sin rumbo, queriendo dejar atrás el dolor, esquivarlo, perderlo de vista.

Durante un buen rato estuvo recorriendo las calles desiertas de la ciudad por calles desconocidas.

Aminoró la marcha cuando un semáforo cambió de color. No vio a la mujer que, como una sombra, se cruzó en su camino. Frenó a tiempo de atropellarla. Era muy joven, una adolescente. Gritaba con desesperación. Aterrada golpeó la ventanilla del coche. Estaba pálida y tenía la cara desencajada. Se subió a la parte de atrás del coche, al tiempo que le gritaba para que arrancara. Alguien quería matarla.

Nerviosa, la mujer aceleró el coche, mientras echaba un vistazo al retrovisor. Vio salir a un hombre del edificio. Llevaba un cuchillo ensangrentado en una mano. Pisó el acelerador a fondo y huyó aterrada.

A varias manzanas de allí detuvo el coche. Tenía que llamar a la policía. Los gritos de la joven habían cesado hacía un rato.

Se giró para ver si estaba bien. La calle estaba mal iluminada, aun así, se dio cuenta de que estaba sola en el coche. La joven había desaparecido. Nerviosa, se bajó del coche. La buscó por los alrededores preocupada. Si se tiró del coche en marcha, lo más seguro es que estuviera herida. No había rastro de ella.

Desconcertada, decidió volver al lugar donde la había encontrado. No sabía por qué, pero algo le decía que tenía que hacerlo.

A medida que se fue acercando se dio cuenta de que conocía aquel sitio. Era su calle. Vivía allí.

Al llegar, vio un coche de la policía y una ambulancia delante de su edificio.

Se acercó. Dentro del coche policial estaba sentado un hombre esposado. No pudo verle la cara. A pocos metros, una ambulancia. Dentro, en una camilla, había un cuerpo tapado por completo. Levantó lentamente la sábana mientras contenía la respiración.

Vio su rostro en el de aquella mujer.

- ¿Estás bien? –le preguntó una voz.

Sobresaltada se giró. Estaba llorando.

Vio ante ella a la adolescente que se había subido a su coche.

La joven le ofreció su mano. Juntas caminaron calle abajo, desapareciendo entre las sombras.

 


REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...