El silencio más absoluto
reinaba en aquel coche. Los dos jóvenes que iban en él no habían abierto la
boca desde que habían salido de la ciudad. De eso hacía más de dos horas.
Faltaba poco para llegar al pueblo que los vio nacer y crecer y que habían
dejado atrás para estudiar en la universidad. No habían vuelto desde entonces.
No era muy grato el motivo que los había hecho regresar. La trágica muerte de
su hermana pequeña. Ésta nunca había abandonado la casa familiar. La muerte
prematura de su padre cuando eran pequeños, la ausencia de los hermanos mayores
y la posterior enfermedad de su madre, hicieron que aquella joven quedara
retenida entre aquellos muros. Nadie le preguntó nunca qué quería ni cuáles
eran sus sueños, porque los tenía. Cualquier decisión sobre su vida estaba tomada
desde el momento justo en que vino a este mundo. No abandonaría jamás la casa
de sus padres.
En realidad, aquella muchacha
no era hermana de sangre. La habían dejado delante de la casa envuelta en una
ajada manta con pocos días de vida, una mañana de un frío día de invierno. Sus
padres al verla tan pequeña y desvalida, sin familia, sin nadie que la
quisiera, decidieron que formaría parte de sus vidas desde aquel preciso
momento y la criaron como si de su propia hija se tratara.
Lo que había enmudecido
a aquellos jóvenes era cómo murió la joven. Suicidio, le habían dicho en
aquella llamada recibida de madrugada, en el piso de estudiantes que compartían
los hermanos.
Llegaron con el tiempo
justo para ir al entierro. Al llegar vieron un grupo nutrido de personas, entre
ellas su madre, que presentaba un aspecto muy demacrado sentada en una silla de
ruedas que era empujada por una enfermera. Tras el emotivo encuentro con ella y
recibir las condolencias de los presentes, una anciana se acercó a ellos. En
voz muy baja, casi en un susurro, les dijo que fueran a visitarla. Su hermana
necesitaba ayuda. Dicha anciana vivía en la cabaña junto al bosque. Era por
todos conocida por sus dotes adivinatorios y sus pócimas y conjuros. Se miraron
entre ellos desconcertados por las palabras de aquella anciana. ¿Qué ayuda podría
necesitar su hermana más allá de unas oraciones por su alma?
Terminada la ceremonia,
dejaron las maletas en casa y se encaminaron hacia la casa de la anciana. El
día estaba llegando a su fin. Las primeras sombras de la noche hacían acto de
presencia.
La mujer los estaba
esperando en el umbral de la puerta. En cuanto los vio salió a su encuentro Llevaba
unas linternas que entregó a los muchachos.
Con un ademán les pidió
que la siguieran por un sendero que se internaba en el bosque. Los jóvenes se
pusieron a su lado y le preguntaron qué pasaba. Qué había querido decir con lo
de que su hermana necesitaba ayuda.
Ella colocó un dedo delante
de sus labios pidiéndoles silencio.
Caminaron una media hora
más hasta que llegaron a una parte del bosque que no conocían, a pesar de que
más de una vez se habían adentrado en el bosque más de una vez, como parte de sus
juegos de infancia. Alumbraron a su alrededor con las linternas. El haz de luz
les devolvió una imagen impactante. Aquellos árboles que los rodeaban eran
distintos a todo lo que habían visto hasta el momento. Aquellos árboles brillaban.
Y no eran pocos, eran cientos los que aparecían iluminados con una luz que
parecía provenir de su interior.
Entonces la anciana
comenzó a hablar:
-Dentro de estos árboles
están las almas de los suicidas. Retenidas en ellos para toda la eternidad. He
podido comprobar que el alma de vuestra hermana no está en ninguno de ellos.
Vuestra hermana no se suicidó. A ella le han arrebatado la vida.
El hermano pequeño rompió
a llorar. El mayor, sin embargo, arremetió contra la mujer tildándola de charlatana
y bruja, amenazando con abandonar el lugar e ir a denunciarla a las
autoridades. Dio media vuelta enfurecido con la intención de largarse de allí,
preso de la ira, cuando sintió una presión sobre su hombro derecho. Se
estremeció cuando sintió aquel contacto. Aquella mano que lo tocaba estaba
helada. Un frio gélido le recorrió todo el cuerpo. Se giró y entonces…. la vio.
Era ella.
Lo miraba de manera acusadora.
El hermano pequeño
también la vio y se acercó a ella. Su mirada estaba repleta de amor. Ella le
regaló una dulce sonrisa de enamorada. Abrió sus brazos para estrecharla contra
su cuerpo, pero se topó con aire.
El hermano mayor intentó
huir. Pero las raíces de los árboles afloraban a la superficie a cada paso que
daba. Perdió la linterna y la orientación se hizo nula por completo. Un enorme árbol se inclinó sobre el él y lo
atrapó entre sus ramas. Sus intentos de librarse de ellas fueron en vano. En
pocos segundos desapareció entre aquellas ramificaciones y sus gritos
desgarradores dejaron de escucharse.
Él había matado a la
joven. Celoso de la relación con su hermano. Una noche regresó a la casa familiar.
Había bebido mucho. Le pidió que se fugara con él. Ella se negó y él cegado por
aquel rechazo, la golpeó y violó. Ella juró que lo contaría y él en un arrebato
de furia acabó con su vida. La enterró en lo profundo del bosque. Pero aquella
anciana lo había visto regresar del bosque de madrugada. Sintió curiosidad y se
adentró en él descubriendo así el cuerpo de la joven, con una soga al cuello y colgando
de una rama del mismo árbol que ahora había atrapado a su asesino.
Los árboles comenzaron a
mecerse al compás de una melodía. Reconocieron la voz de la muchacha entonando
aquella canción.
Quisiera una historia sin comas ni
acentos,
un paradigma repleto de tu piel,
inventar un mundo carmesí de
luciérnagas perdidas,
un mar valiente que ame los barcos sin
rumbo,
un libro sin hojas, pero repleto de
tus miradas.