- ¡Sois una panda de pecadores! ¡Me avergüenzo de vosotros!
Vuestras almas impuras están cargadas de odio, maldad y rencor, dispuestas a
hacer cualquier cosa para alimentar vuestro ego. No tenéis fe. No sois merecedores
del perdón de Dios. El mismísimo diablo habita en vosotros.
Hizo una pausa, miró uno a uno a los hombres, mujeres y
niños que lo miraban atentamente. Vio el desconcierto en sus miradas, respiró
hondo y continuó:
-Hoy suenan por ti las campanas del infierno, por ti, por
ti y por ti también, por todos vosotros –decía el sacerdote en el sermón
dominical mientras iba señalando con el dedo a cada vecino del pueblo que ese
domingo, como todos, se habían acercado a la iglesia de San Miguel.
Las campanas de la iglesia comenzaron a sonar. Con cada toque,
los presentes podían sentir el miedo extendiéndose en su interior. Serpientes reptando
en sus entrañas. Raíces de un árbol bifurcándose hasta el rincón más inhóspito
de sus cuerpos.
En uno de los bancos una niña pequeña se agarró con
fuerza al cuello de su madre. Estaba muerta de miedo ante las palabras de aquel
hombre vestido de negro. Los otros niños comenzaron a llorar. Pedían a sus
padres, entre sollozos, que se fueran de allí. Estaban aterrados.
Los demás feligreses, sin dar crédito a lo que estaban
escuchando, observaban al sacerdote con miradas cargadas de terror y
desconcierto ante lo que estaban escuchando. El padre Matías siempre había sido
muy amable con todos. Un hombre humilde, generoso, cordial. No entendían aquel
cambio que se había producido en él.
El sacerdote impasible siguió hablando.
- ¡He tenido una revelación! Dios me ha hablado. –Alzó
sus brazos y dirigió su mirada al techo de la iglesia- Debéis expiar vuestros
pecados. Hacer un sacrificio para ganar el perdón. El fin ha llegado. Si no lo
hacéis vuestras almas arderán eternamente en el infierno.
Fuera, la presencia de una grandes y oscuras nubes amenazaban
con eclipsar el día soleado y caluroso con el que se habían levantado. Gotas de
agua comenzaron a chocar contra las cristaleras de la iglesia.
Los presentes miraron hacia el exterior estupefactos.
Hacía más de tres meses que no llovía.
El sacerdote alzó la voz. Cada vez más enfadado.
-Quiero que los niños se acerquen a mí. ¡Que suban! - les
gritó.
Los niños comenzaron a llorar y a gritar. Ninguno quería
dejar a sus padres. Ninguno quería subir.
Entonces aquellas gotas de agua que, hasta ese momento, caían
delicadamente contra los cristales se convirtieron en grandes bolas de granizo
del tamaño de pelotas de golf, con tal fuerza que algunos cristales se
rompieron con el impacto. El ruido era ensordecedor. Aquellas bolas de granizo
destrozaban los coches aparcados. Los niños gritaban asustados. Todos se
levantaron al mismo tiempo, con una idea muy clara en sus mentes. Tenían que
salir de allí. Y tenían que hacerlo ya. Corrieron hasta la puerta. La
encontraron cerrada. Miraron hacia el sacerdote sin comprender lo que estaba
pasado.
Este soltó una carcajada siniestra, malvada. Su cara
mutó. Ya no era el sacerdote quien reía. Estaban ante un ser monstruoso, un
demonio salido de las profundidades del averno.
En la Iglesia reinó un silencio sepulcral. El terror en
estado puro los envolvió con su manto negro.
Los niños comenzaron a caminar por el pasillo, moviéndose
al ritmo de una marcha macabra que sólo ellos parecían escuchar.
El sacerdote los esperaba. Sonreía.
- ¡La sangre de los inocentes calmará la ira de Satanás! –vaticinó.
Les rajó el cuello a los niños.
Las campanas dejaron de sonar.
Las puertas de la iglesia se abrieron.
El granizo cesó.