—¿De verdad que no me vas a hacer daño?
Elisa que pasaba delante de la habitación de su sobrino,
lo escuchó hablar.
—¿Estás bien cariño? –le preguntó mientras abría la
puerta
Mario estaba sentado en la cama.
—¿Con quién hablabas? –le preguntó su tía.
El niño movió la cabeza de un lado a otro, se metió bajo
las mantas y cerró los ojos. Ella le dio un beso de buenas noches y salió de la
habitación.
Elisa se había hecho cargo del niño, hacía un par de
meses tras la muerte de su hermana y su cuñado. Tenía tan solo seis años.
El padre del niño había llegado un día borracho a casa y
había matado a la mujer. Mario había sido testigo de la brutal paliza que le había
costado la vida a su madre y también había sido testigo del suicidio de su padre.
No hablaba. Se había convertido en un niño introvertido,
solitario. No tenía amigos en el colegio. Las únicas veces que lo había
escuchado hablar era cuando estaba solo, como en aquella ocasión.
Lo había comentado con su marido y con el pediatra. Llegando
a la conclusión de que un amigo invisible le haría más bien que mal. Así que no
le dio mayor importancia ni aquella vez, ni las veces posteriores.
Hasta que un día al entrar a limpiar su habitación
encontró un par de dibujos colgados en la pared.
Cada día había alguno nuevo.
En todos aparecía siempre la misma figura.
Un ente, un demonio terrorífico, muy alto y extremadamente
delgado, provisto de dientes afilados, dedos largos y esqueléticos que
presentaban unas uñas en forma de garras.
En los primeros dibujos aparecía solo aquel monstruo.
Luego el niño se dibujaba junto a él. De pie unas veces
cogidos de la mano, otras sentados en el suelo, jugando con sus coches de
carreras o dibujando. En la bañera frotándole la espalda con la esponja, en la
cocina añadiéndole leche a su tazón de cereales. En la cama junto a él
abrazándolo.
En ningún dibujo aparecía nadie más.
Sólo ellos dos.
Su tía se preocupó seriamente al ver aquellos dibujos.
El niño dibujó la bestia que destrozó la realidad de lo
que había conocido hasta entonces, sumergiéndolo en una nueva.
Un día tras merendar el niño fue a su habitación a jugar.
Ella esperó a que cerrara la puerta. Sigilosamente se
colocó tras ella y escuchó.
Mario hablaba sin parar, sobre el colegio, los compañeros
de clase, sus profesores….
En un principio sólo lo escuchaba a él y algo parecido a
un gruñido. Hasta que aquellos gruñidos se convirtieron en palabras.
Reconoció aquella voz.
Sus piernas comenzaron a temblarle de miedo, de terror,
de pánico. Se sentó en el suelo y rompió a llorar.
—Tu tía está detrás de la puerta –escuchó que le decía aquella
voz al niño- ¿quieres que me encargue de ella?
—No, papá, es buena conmigo. Sigamos jugando.