Se embriagó de maldad porque su sed de venganza estaba
sedienta de odio.
Para comenzar a narrar los hechos quiero que conozcáis (lo
que todavía no lo habéis hecho) y recordad (para los que ya la conocíais) una
cita de Charles Baudelaire que dice así: «El odio es un borracho al fondo de una
taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida» y podría jurar, sin
perder una parte de mi cuerpo que, en el momento en que a este gran poeta se le
ocurrió esa frase, estaba viendo a un hombre ante una mesa de madera ajada por
el paso de los años y los clientes que en ella habían apoyado sus cansados
codos mientras esperaban que le sirvieran una jarra del vino, un hombre escondido
entre las sombras queriendo pasar desapercibido para el resto de la clientela
que en esos momentos brindaban por la llegada de la Navidad.
Ese hombre más bien corpulento, vestía ropas que alguna
vez fueron nuevas y que ahora presentaban un aspecto desgastado por el uso y
los lavados llegando a perder su color original. Muchos años sin renovar el
armario, es lo que tiene vivir en la cárcel.
Nadie le prestaba atención. Solo una cucaracha en busca
de algún alimento que llevarse a la boca, paseaba por la mesa con una
tranquilidad pasmosa sabiendo que era ignorada por todos incluido aquel hombre.
Si le preguntásemos a la susodicha algún aspecto que
destacar sobre aquel individuo, no me cabría la menos duda que lo primero de lo
que nos hablaría sería de su mirada. Una mirada cargada de odio, rencor e ira.
Y lo segundo que sus ojos estaban puestos en un hombre que junto a la barra
había invitado a todos los allí congregados al mejor whisky que el dueño de lo
local les pudiera ofrecer. Dicho hombre desentonaba con el resto del personal.
Vestía un traje caro, zapatos relucientes de piel y de su bolsillo había sacado
una cartera repleta de billetes de los grandes, sin temor alguno que algún
amigo de lo ajeno quisiera hacerse con ellos, porque aquel hombre era el dueño
del pueblo, todos los allí presentes trabajaban para él. Y como bien decían las
abuelas en su infinita sabiduría «nunca muerdas la mano que te da de comer»
Volvamos al hombre agazapado entre las sombras. El de la
mirada de odio que bebía solo en un rincón y que al parecer aquella celebración
le traía sin cuidado.
Desde los inicios de los tiempos las rencillas entre
hermanos existen. No se olviden de Caín y Abel, tal vez la primera trifulca de este
tipo conocida. Pues bien, el hombre amparado por las sombras se llama José y es
hermano de Juan, el hombre del traje caro y cartera llena.
Hubo un tiempo, cuando todavía eran pequeños, en que se
toleraban. Si bien el carácter reservado e introspectivo de José, el pequeño,
siempre fue motivo de burlas por parte de su hermano y sus amigos. Juan siempre
conseguía el beneplácito de su padre para todo, como hermano mayor y el que a
la muerte del viejo tomaría el mando de la empresa. Eso no molestaba a José ni
mucho tiempo, al contrario, que su padre no le prestara tanta atención le
gustaba porque le permitía hacer lo que más le gustaba, leer y escribir
historias de ciencia ficción.
Ni que decir tiene que mientras José era un alumno aventajado,
Juan era la pesadilla de los profesores por sus numerosas trastadas y malas
notas. Pero siendo hijo de quien era al final de curso siempre conseguía el
aprobado en todas las asignaturas.
El tiempo fue pasando y las rencillas entre ellos iban en
aumento. José fue a la universidad y Juan se quedó en el pueblo junto a su
padre en la fábrica, malgastando el dinero en alcohol y fiestas.
Una noche en que José volvió a casa para pasar las navidades,
Juan había bebido demasiado. José le quitó las llaves del coche y se puso
delante del volante. Querían ir a una discoteca de moda al pueblo más próximo que
distaba unos treinta kilómetros. Por el camino Juan no paraba de insultarlo, de
hostigarlo y humillarlo llegando a darles golpes reiterados en los brazos y en
la cabeza, incluso más de una vez se había hecho con el volante haciendo que el
coche zigzagueara por la carretera. En una de esas alocadas maniobras perdieron
el control. Algo golpeó el coche.
Días después José se despertó en el hospital, había estado.
Habían atropellado a una joven del pueblo. Murió a causa de las heridas en la
ambulancia de camino al hospital. Juan que había salido ileso salvo por algunos
rasguños, culpó a su hermano del atropello. A José le cayeron cinco años de cárcel.
Había salido aquella tarde. Nadie lo sabía. Su padre
había muerto hacía un año. No tenía, salvo a su hermano, a nadie a quien contárselo.
Tras más de tres horas observando el comportamiento de su
hermano, entró en acción. Juan había salido a tomar un poco el aire. Su borrachera
era más que evidente. Tambaleándose salió por la puerta de atrás del bar. Nadie
lo acompañó, ni nadie lo echaría en falta durante algún tiempo. Seguramente
hasta que cerrara el bar y tuviera que abonar la cuenta.
José salió tras él. Juan estaba vomitando entre unos
cubos de basura. Se acercó a él. Juan lo miró. Nada en su comportamiento indicó
que lo hubiera reconocido. Tal vez la causa podría ser por la espesa barba y el
pelo rapado al cero que presentaba el individuo que lo estaba mirando
fijamente.
José se ofreció a llevarlo a su casa.
Juan rehusó en un primer momento, alegando que tenía el
coche cerca y que no necesitaba ayuda.
Pero al comenzar a caminar y ver que no se tenía en pie
le lanzó las llaves a aquel desconocido, del cual no desconfiaba. Sabía el poder
que tenía en el pueblo y que gozaba del respeto de todos, así que, no tenía
nada por lo que preocuparse y mucho menos desconfiar.
José lo ayudó a subir, luego se colocó tras el volante y
comenzó a conducir.
Juan se quedó dormido.
El coche se paró. Juan abrió los ojos. Estaba somnoliento.
Se dispuso a bajar. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba en su
casa, ni siquiera en el pueblo. Estaba en un mirador, alejado de todo y de
todos, que conocía muy bien por sus innumerables noches de juerga.
—Mírame –le instó José- ¿No me reconoces?
Juan entrecerró los ojos en un intento de centrar la
mirada y enfocarlo bien. Todo giraba a su alrededor.
Tardó unos minutos en darse cuenta de quién era aquel
hombre.
- ¿Tú? –le preguntó atónito- ¿No estabas en la cárcel?
-He salido esta mañana, dos años antes por buena conducta
–le respondió.
El silencio cayó sobre ellos como una gran losa.
Juan intentó coger desprevenido a José y se abalanzó
sobre él llevando sus manos al cuello. Pero su hermano pequeño fue más rápido y
lo apartó propinándole un golpe en la cara. El otro comenzó a sangrar por la
nariz rota.
José sacó el freno de mano y se bajó del coche que comenzó
a descender por el camino de tierra a gran velocidad. Mientras en su interior
Juan intentaba abrir la puerta.
No lo consiguió.
El coche se precipitó por el acantilado.