—Henry, llevo días observándote y últimamente eres el último en marchar de la oficina. ¿Va todo bien?
El aludido levantó la mirada. Su jefe estaba frente a él hablándole. Era un hombre rubicundo, parcialmente calvo. Se le veía muy avejentado como si estuviera a pocos pasos de la jubilación, aunque sabía a ciencia cierta de que aquel hombre no llegaba a los cincuenta años. Lo miraba preocupado.
—Verá, señor, las cosas en casa no van nada bien y….
—¡No me digas más! —le respondió— recoge tus cosas y vamos a tomar una copa. Sé de un sitio donde podemos hablar tranquilamente.
El lugar en cuestión era bastante acogedor y tranquilo. Un camarero le hizo saber al señor Martínez que su mesa estaba preparada. Así que Henry dedujo que su jefe era un habitual de aquella cafetería.
Primero comenzaron a hablar de trivialidades preparando el camino para lo que habían ido allí. Comenzó a hablar con soltura, su jefe conocía a la perfección el arte de escuchar.
Le habbló del aborto que había sufrido su esposa hacía pocos meses, de que a raiz de aquel acontecimiento ella comenzó a sumirse poco a poco en una depresión que acabó afectando al matrimonio. Apenas se hablaban. Se habían convertido en un par de desconocidos viviendo bajo el mismo techo. Hacía un par de semanas que ella había decidido irse a vivir a casa de su madre durante una temporada. Le dejó claro que no la llamara ni tratara de ir a buscarla. Necesitaba tiempo. Pero el problema es que la echaba mucho de menos….
Henry apuró su copa bajo la atenta mirada del señor Martínez.
Estuvieron unos minutos callados. No resultaba un silencio incómodo, sino más bien necesario, como una pausa en una obra de teatro para el siguiente acto.
—Conozco una mujer... —dijo al fin su jefe—No se trata de sexo por lo menos del convencional si es lo que estás pensando. Estoy seguro de que ella te ayudará mucho. Yo…. He ido un par de veces buscando consejo para la empresa y mi vida privada y siempre, siempre, me ha ayudado.
Sus mejillas se le ruborizan. Le estaba confiando a un empleado suyo algo muy personal.
—Perdone Sr. Martínez, sé que lo que me dice es de buena fe, pero yo no creo en adivinadores, ni sanadores, ni echadores de cartas. Creo que es una pérdida de tiempo y de dinero.
—Por el tiempo no te preocupes, mañana te doy el día libre para que la vayas a ver y el dinero tampoco es un impedimento porque ella no cobra nada.
A la mañana siguiente Henry se presentó en casa de aquella mujer. El señor Martínez le había conseguido una cita para las diez de la mañana.
Estaba muy nervioso cuando pulsó el timbre de la puerta.
No tardó en escuchar unos pasos acercándose.
La puerta se abrió.
Frente a él había una mujer vestida con una amplia túnica negra y un velo del mismo color cubriéndole la cara.
—¿Henry?
—Sí.
Lo hizo pasar a una pequeña sala donde había una mesa redonda con un mantel blanco cubriéndola por completo y un par de sillas.
La mujer se sentó dando la espalda a la ventana y él hizo lo mismo frente a ella.
—¿Está listo?
—Si —Le respondió él no muy convencido.
—Deme sus manos, por favor y cierre los ojos.
Él hizo lo que le pidió aquella extraña mujer de la cual no sabía su nombre ni cómo era su rostro.
De repente, al contacto con la piel de la mujer comenzó a sentir como una energía que recorría todo su cuerpo acompañada de una paz y serenidad que nunca había sentido. Escuchaba que ella le decía que se imaginara un lugar en el que había sido realmente feliz alguna vez. Y así lo hizo. Evocó los veranos en los que él y su hermano pasaban en casa de sus abuelos. Todo eran risas, juegos, felicidad. También pudo percibir nítidamente el olor de las galletas que su abuela hacía en el horno y que tanto le gustaban.
Cuando ella le soltó las manos, él se resistió no quería volver a la realidad quería seguir siendo un niño, sin preocupaciones, siempre feliz y contento. Al final habían hecho el amor sin rozarse pero gozó como nunca lo había hecho jamás.
Pero tuvo que hacerlo.
Ya en la puerta de la calle ella le dijo que volviera cuando quisiera.
Cerró la puerta cuando Henry salió a la calle.
Miró su reloj. Eran las tres de la tarde. Habían pasado allí cinco horas que le habían parecido minutos.
Volvió más veces. Cada vez que iba se sentía mucho mejor consigo mismo y con el mundo en general. Disfrutaba haciendo el amor con aquella mujer sin necesidad de contacto físico. Pero disfrutaban plenamente. Su mujer había querido hablar con él y volvían a estar juntos de nuevo. Y su jefe le había dado un ascenso.
La vida le sonreía.
Al cabo de un año, su jefe murió repentinamente. Estaba demacrado, envejecido. Parecía que cada mes que pasaba era un año que se le venía encima. Una semana antes del ataque al corazón que lo llevó al otro barrio le había pedido, suplicado, que no fuera a ver más a aquella mujer. Todo tenía un precio y él lo estaba pagando con creces.
Henry no comprendió lo que le decía y por supuesto no dejó de ver a aquella mujer de la que todavía no conocía su nombre.
Una mañana Henry se miró al espejo. No tenía más de treinta y cinco años y su pelo se había vuelto canoso. Tenía bastantes arrugas en la cara y la vista le iba a menos.
Se asustó y recordó las palabras del señor Martínez y decidió volver a verla. Ella lo recibió con la amabilidad de siempre. Le cogió de las manos y volvió a tener otro viaje placentero, relajante.
Al salir de allí lleno de vitalidad y euforia pensó que las palabras de su jefe habían sido un delirio propio de una enfermedad que lo estaba matando poco a poco.
Pero cada hoja que pasaba del calendario se sentía más y más viejo, más y más cansado, más y más acabado.
La dama duende se alimentaba de sus amantes.