lunes, 31 de enero de 2022

TÚ, MI MUERTE

 

Había anochecido cuando terminó su turno en el hospital. Sentada en su coche, barajó la idea de volver a casa esa noche. Los pros y los contras. Finalmente, la balanza le dio la respuesta. No podría volver, no esa noche. No sabiendo que llegaría a un apartamento vacío de sus cosas donde su olor seguiría impregnado en todo lo que que tocara, en cada rincón y su recuerdo, los momentos vividos en aquel lugar, como agujas se le clavarían en el corazón. Y aquello…. aquello la hundiría todavía más. Miró su móvil. Seguía muerto entre sus manos. Ni una llamada perdida, ni un mensaje, nada que le indicara que todo aquello era un mal sueño, una pesadilla. No quería llorar, se resistía a hacerlo, pero las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. Revolvió el bolso en busca de un pañuelo. Le temblaban las manos. Sus dedos se toparon con un sobre. Lo contempló ensimismada. Lo había olvidado por completo. Era de él. Le había escrito una poesía por su cumpleaños. Parecía que había pasado una eternidad desde aquello, pero sólo había sido una semana. Quitó la hoja que había dentro. La leyó una vez más. Sabía que aquello le haría más daño. Aun así, lo hizo.

 

Tú, que llenas mi todo

Tú, que invades mi alma

Tú, poesía

Me embrujas con tu llamada.

 

 

Volvió a meter la hoja en el sobre y arrancó el coche, sin rumbo, queriendo dejar atrás el dolor, esquivarlo, perderlo de vista.

Durante un buen rato estuvo recorriendo las calles desiertas de la ciudad por calles desconocidas.

Aminoró la marcha cuando un semáforo cambió de color. No vio a la mujer que, como una sombra, se cruzó en su camino. Frenó a tiempo de atropellarla. Era muy joven, una adolescente. Gritaba con desesperación. Aterrada golpeó la ventanilla del coche. Estaba pálida y tenía la cara desencajada. Se subió a la parte de atrás del coche, al tiempo que le gritaba para que arrancara. Alguien quería matarla.

Nerviosa, la mujer aceleró el coche, mientras echaba un vistazo al retrovisor. Vio salir a un hombre del edificio. Llevaba un cuchillo ensangrentado en una mano. Pisó el acelerador a fondo y huyó aterrada.

A varias manzanas de allí detuvo el coche. Tenía que llamar a la policía. Los gritos de la joven habían cesado hacía un rato.

Se giró para ver si estaba bien. La calle estaba mal iluminada, aun así, se dio cuenta de que estaba sola en el coche. La joven había desaparecido. Nerviosa, se bajó del coche. La buscó por los alrededores preocupada. Si se tiró del coche en marcha, lo más seguro es que estuviera herida. No había rastro de ella.

Desconcertada, decidió volver al lugar donde la había encontrado. No sabía por qué, pero algo le decía que tenía que hacerlo.

A medida que se fue acercando se dio cuenta de que conocía aquel sitio. Era su calle. Vivía allí.

Al llegar, vio un coche de la policía y una ambulancia delante de su edificio.

Se acercó. Dentro del coche policial estaba sentado un hombre esposado. No pudo verle la cara. A pocos metros, una ambulancia. Dentro, en una camilla, había un cuerpo tapado por completo. Levantó lentamente la sábana mientras contenía la respiración.

Vio su rostro en el de aquella mujer.

- ¿Estás bien? –le preguntó una voz.

Sobresaltada se giró. Estaba llorando.

Vio ante ella a la adolescente que se había subido a su coche.

La joven le ofreció su mano. Juntas caminaron calle abajo, desapareciendo entre las sombras.

 


miércoles, 26 de enero de 2022

PATASOLA

El hombre llegó a su casa más temprano de lo habitual. El mercado al aire libre donde vendía sus hortalizas, las que cultivaba en el huerto que tenía en la parte de atrás de su casa, se cerró a causa de la lluvia que comenzó a arreciar.

Le pareció extraño no ver a su esposa haciendo las tareas habituales al atardecer. Una de ellas era dar de comer al ganado y demás animales de la granja. Pensando que tal vez estuviera enferma entró rápido en su casa. No estaba en la cocina. Los niños no tardarían en regresar de la escuela. Se encaminó al dormitorio, corriendo, preocupado por la salud de su esposa. Entonces…. La vio. Yaciendo en la cama con otro hombre.

La ira se adueñó de él. Mató al amante y a ella le cortó una pierna con un hacha. La mujer asustada y mal herida huyó al bosque.

El hombre y sus hijos abandonaron la casa esa noche, amparados por las sombras. Nunca se volvió a saber nada de ellos.

La gente del pueblo no fue tras ellos, no los persiguió, dejaron que siguieran su camino. No querían castigarlo por lo que había hecho. El dolor y la humillación lo acompañaría el resto de sus días. Aquello era un castigo más que suficiente.

Pensaron que la esposa no sobrevivía con aquella herida y que perecería desangrada. Nadie iría a por ella. Los lobos se encargarían de su cuerpo.

Una madrugada, todavía no había amanecido, unos leñadores se adentraron en el bosque para hacer su trabajo. Uno de ellos se alejó un poco del grupo para ir marcando los árboles que tenían que cortar. Al cabo de un rato escucharon un grito desgarrador, cargado de terror y dolor. Era su compañero. Acudieron a su ayuda. Estaba muerto. Encontraron un par de marcas en su cuello. Habían intentado chuparle la sangre. Aquello eran palabras mayores. Había un vampiro por aquellos parajes.

La noticia corrió como la pólvora por la aldea y pueblos aledaños.

Las teorías pronto comenzaron a tomar forma.

Todas coincidían que eran obra de aquella mujer, la infiel, la PATASOLA, la llamaron.

No quedó ningún valiente que se atreviera a sumergirse en el bosque de noche durante mucho tiempo. Pero hubo un joven que sí lo hizo. Solo, sin decírselo a nadie.

Caminó hasta lo más profundo. Y allí pronunció un nombre: MIA.

Pronto escuchó pasos acercándose a él.

Se trataba de una mujer con aspecto desaliñado, pelo enmarañado, sucia, la ropa hecha jirones, grandes ojeras y con los ojos inyectados en sangre, parecía más un animal, un monstruo, que un ser humano.

La mujer al escuchar aquel nombre, su nombre, tanto tiempo olvidado, bajó la guardia. Bajo aquel aspecto de bestia, todavía existían algo humano. Sentimientos enterrados en lo más profundo de su ser, estaban aflorando en ella. Bajó la guardia. Su ira se esfumó. Aquella voz… le recordaba a alguien que había querido mucho.

Se acercó tanto al joven que éste podía sentir su aliento putrefacto en su cara. Retrocedió unos pasos para contemplarla mejor. Aquella “cosa” lo había parido. Ella también pareció reconocerlo. Pero, aun así, aun sabiendo que era su madre, no le tembló la mano cuando levantó el hacha y le cortó la cabeza.

Había ido hasta allí para vengar el dolor que había embargado el corazón de su padre hasta el día de su muerte.

 

 

 

 

 

lunes, 24 de enero de 2022

EL CUADRO

Llegó a aquella cabaña que sería, durante unos meses, su “lugar de escritor”, cedida por su buen amigo Carlos, el mismo que le ofreció su casa en las montañas, para que disfrutara de la naturaleza en estado puro. La “cabaña” como la denominaba su amigo, estaba a casi un kilómetro de la casa principal. Era un sitio alejado de todo. Como único acompañante tenía el trinar de los pájaros que anidaban en las copas de los árboles que la rodeaban.

Mira dentro. Está libre de muebles, salvo por una mesa y una silla plegable junto a una ventana. El sol entra a raudales por ella. Suficiente. La iluminación es buena, piensa. Coloca su ordenador sobre la mesa, así como unas hojas en blanco, un bolígrafo y un par de refrescos. Deja la puerta abierta para que, entre algo de aire y remueva el olor a cerrado que se respira en su interior.

Escribe la primera frase de su novela.

“La melancolía borra aurora, atardecer y miedo y solo con mi maleta… tu recuerdo y mi deseo”.

El protagonista tiene algo que confesar, él tiene que confesar. Ambos son la misma persona, pero con distintos nombres. Sabe que, si no lo hace la culpa, el remordimiento, lo atormentarán hasta el día de su muerte. Ha de hacerlo….

Percibe algo por el rabillo del ojo que lo saca de sus pensamientos, de su concentración, de su confesión, algo que llama a gritos su atención. Levanta la vista y lo ve. Un cuadro en la pared. Situado en el rincón más alejado. Un lugar extraño para colocar una pintura, piensa. Un lugar en el que la luz de la mañana apenas llega, haciéndolo, si cabe, más siniestro.

Hay varios animales pintados en él. En el fondo, un toro. En el lado derecho dos conejos, en el lado izquierdo un par de perros y en el centro, un león. No sabe si la escasa luminosidad es la causa de que la visión de aquel cuadro le provoque escalofríos poniéndole, incluso, la piel de gallina. Aquellos animales lo miran fijamente, lo observan, lo contemplan desde la pared. Al moverse, sus ojos también lo hacen. Se siente incómodo. Pero lo más siniestro de todo aquello, es el color que eligió el pintor para los ojos de aquellos animales. Rojos como las llamas, como la sangre, con tal intensidad que, les confiere un aspecto demoníaco.

Sabe que no podrá escribir sabiendo que aquellos animales allí retratados lo observan. Así que lo descuelga y lo vuelve de cara a la pared. El cuadro está a años luz de ser bueno, pero no puede negar que es siniestro y le provoca malestar.

Se vuelve a sentar ante su portátil. Escribe un par de frases más. Unos ruidos lo desconcentran y para de escribir. Provienen del lugar donde está el cuadro. Levanta la mirada y lo ve. Pero sabe, que lo que está viendo no puede ser real. Tiene que ser fruto de su imaginación. Porque de no serlo, tendría que preocuparse.

El cuadro vuelve a estar en su sitio. El cuadro vuelve a estar colgado en la pared. Y si aquello era ya por sí desconcertante, había algo más en él que iba más allá de toda lógica. Había una mujer al lado del león. Antes de no estaba. Podía asegurarlo a ciencia cierta. Era buen observador y un detalle como aquel no se le pasaría por algo. Aquella mujer no era desconocida para él, no, aquella mujer, era su esposa.

Se acercó lentamente con recelo, temeroso de que en cualquier momento aquellos animales cobraran vida y se abalanzaran sobre él. Lo contempló detenidamente. Los perros y los conejos habían cambiado de posición, ahora estaban detrás de ella.

Se fijó en sus ropas, pantalón vaquero, camisa roja y unas zapatillas blancas en los pies. Así iba vestida el día que…

El día que la mató.

Lo había planeado todo, hasta el mínimo detalle, para que la policía creyera que se había ido de casa. Alegando que su matrimonio estaba pasando por un bache.

Había funcionado. Nadie sospechaba de él.

Había hecho un buen trabajo con la sierra mecánica, cortando su cuerpo en trozos para luego meterlos en una maleta.

Aquel lugar era el sitio perfecto para hacerla desaparecer. Apartado de todo y de todos. Nadie encontraría jamás los pedazos de ella que había ido enterrando a lo largo del bosque.

Pero….

La puerta de la cabaña se cerró de golpe como impulsaba por una gran ráfaga de viento. Pero en el exterior no se movía ni una sola hoja.

La temperatura baja considerablemente. A pesar de que es mediodía, la luz del sol desaparece casi por completo, dejando la cabaña en penumbra. La visibilidad es casi nula, pero sí lo suficiente para poder apreciar como los animales saltan de la pintura y se colocan frente a él.

La última en saltar es su esposa.

Sus miradas se cruzan. En la de él se ve el pánico, el terror, el miedo que lo embarga. En la de ella se ve la ira, el odio, la rabia incontrolada que la invade.

Ella esboza una media sonrisa al tiempo que hace un ademán con la mano.

Lo último que ve el hombre son las fauces del león.

Lo último que escucha el hombre es la carcajada siniestra de su mujer.

 

 

 

 

 

sábado, 22 de enero de 2022

MARA

 

Aquel día, en el paritorio, reinaba un total bullicio. Se habían puesto de parto, casi al mismo tiempo, tres mujeres. Dos de ellas habían tenido ya a sus bebés, la tercera…. Estaba en ello.

Aquella mujer estaba sufriendo de una manera inenarrable, no sólo físicamente, ya que, hacía unos minutos que le habían puesto una inyección y el dolor había remitido considerablemente, sino por el hecho de pensar que la vida de su bebé corría peligro. Sentía que su barriga era una gran manzana podrida, llena de agujeros por los cuales se asomaban unos pequeños y asquerosos gusanos viscosos. Aquel pensamiento no la ayudaban a mejorar su estado de ánimo, eso estaba claro, así que trató de desecharlos de su mente, con un movimiento exagerado de cabeza, como si le hubiera dado un espasmo, pero no consiguió librarse de ellos.

Durante el embarazo, sobre todo en la recta final, la llegada de aquel momento la atormentaba, saber que tenía que pasar por un dolor desconocido para ella le provocaba pánico, terror, pero ahora aquel dolor, por el que tanto se había preocupado, quedaba en un segundo plano, no le importaba sufrir, siempre y cuando, su hijo estuviera a salvo.

La temperatura comenzó a descender notablemente. De la boca de los presentes comenzó a salir vaho provocado por el frío que reinaba en aquel lugar.

Una enfermera estaba junto a ella. Le agarraba la mano y le daba ánimos. Su mirada estaba cargada de dulzura. La alentaba a empujar. El bebé necesitaba de su ayuda para nacer. Pero a pesar de todos los esfuerzos que hacía aquella madre primeriza, el bebé no se movía ni un ápice. Notaba una gran presión entre sus piernas. Una fuerza descomunal impedía el nacimiento de su hijo. Se lo hizo saber a la enfermera. Le habló de lo que le sucedía, entre jadeos y sollozando. El semblante de la mujer fue cambiando a medida que la joven madre se lo iba contando. Entonces en un susurro dijo algo que sólo la parturienta lo escuchó:

- ¡Mara está aquí!

Y como alma que lleva el diablo, salió corriendo de la sala de partos, para regresar al cabo de un rato con una muñeca entre las manos que había cogido de la sala de espera de pediatría.

La colocó sobre la cama. Entonces….

La temperatura en el paritorio comenzó a ascender.

La mujer empujó un par de veces. El médico le pidió un último esfuerzo. Podía ver la cabeza del pequeño.

Por fin, el niño nació. La madre, exhausta, rompió a llorar cuando se lo pusieron entre sus brazos.
La muñeca había desaparecido.

 

Al día siguiente cuando aquella enfermera entró en la habitación de la recién estrenada madre, ésta le hizo la pregunta que venía rondándole por la cabeza.: ¿Quién era Mara?

La enfermera se sentó en el borde de la cama y comenzó su relato:

-Esta es una leyenda que oí cuando era pequeña en boca de mi abuela.

-Decía que una niña de nombre Mara, elige a un bebé, el día de su cumpleaños. Tienes que dejarle un regalo. Sino lo haces, se lo llevará con ella.

Mara, vivía en una casa a las afueras de la cuidad con sus papás. A pesar de que aquella mañana no había escuela, por ser sábado, la niña se despertó temprano. Había un motivo para aquello, era el 9 de Julio, su cumpleaños. Ese día cumpliría 9 años.

Estaba radiante de feliz. Sonrió al póster que tenía sobre la cama donde se veía a un paracaidista saltando de un helicóptero. Algún día, sería ella quien saltara y alguien le sacaría una foto, que algún niño como había hecho ella, pondría en su habitación.

Se asomó a la ventana. Vio el sendero que llevaba al bosque por el que tantas veces había recorrido con su bicicleta. Se fijó en el coche de su padre aparcado delante de la puerta de la casa. Alguien había dibujado con el dedo un dado en el capó, aprovechando la gran capa de polvo que tenía.  También vio al operario de la limpieza barriendo las calles y haciendo montoncitos de basura que luego iría recogiendo.

El agradable olor de tortitas se había colado en su habitación Sus tripas protestaron. Tenía hambre. Abrió la puerta y comenzó a caminar por el pasillo. Entonces escuchó un grito desgarrador en la planta baja. Era su madre la que gritaba. Corrió hacia las escaleras. La vio tendida en el suelo. La enorme barriga le dificultaba mirarse el tobillo que le dolía mucho y se había hinchado considerablemente. Faltaba poco para que su hermanito naciera. La niña gritó su nombre. Estaba asustada. Bajó las escaleras corriendo para ayudarla. No vio el tablón suelto en uno de los peldaños, el mismo que había hecho que su madre tropezara y cayera rodando. Se precipitó escaleras abajo. Mara no tuvo tanta suerte como su madre. La niña murió.

Se había quedado sin regalos el día de su cumpleaños. Y enfadada por ello, se llevó a su hermanito con ella.

miércoles, 19 de enero de 2022

ALICIA VIAJÓ AL INFRAMUNDO

 

Todavía podía escuchar a la reina gritando: ¡qué le corten la cabeza! mientras corría. En su alocada carrera vislumbró a lo lejos un caballo de madera apoyado sobre el tronco de un árbol. Aminoró la marcha y cuando estuvo a su altura éste le habló, porque en los sueños todo es posible.

- ¿A dónde vas con tanta prisa? -le preguntó

-Huyo de la reina –le dijo Alicia.

-Si subes a mi lomo irás más deprisa –le respondió.

Así lo hizo. Para su desconcierto, el caballo de madera no trotaba, se mantenía suspendido a escasos centímetros del suelo. Entró en una cueva muy oscura. Preguntó a dónde iba. No obtuvo respuesta.

Descendían. Pasado un largo tiempo, se detuvieron. El lugar donde se encontraba era pasto de las llamas y en el ambiente reinaba un fuerte olor a azufre. Alicia viajó al inframundo. El caballo de madera ya no era tal, se había convertido en una bestia que le dio la bienvenida a su humilde morada., de la cual, no saldría jamás. Ella le suplicó que la dejara libre. Intentó huir. Al girar la cabeza, ésta cayó rodando por el suelo. Aun así, sus pies siguieron corriendo. La bestia profirió una sonora carcajada mientras agarraba la cabeza de la muchacha y la lanzaba a las llamas. Él era el señor de los sueños. Él era la pesadilla de la que no despertaría jamás. 

 

lunes, 17 de enero de 2022

LA PARTIDA

 

No sabía cuánto tiempo, pero intuía que mucho, llevaba sentado sobre la hierba, mirando hipnotizado aquella lápida. En ella había escrito “El tiempo vuela, el sol se esconde y el silencio queda”. Le había gustado aquella frase en cuanto la hubo leído, en algún libro, quizá. No lo recordaba. Sólo sabía que se le había quedado grabada a fuego, en su mente.

Estaba ante la tumba de su padre. No había estado con él en su lecho de muerte. De hecho, hacía más de veinte años que no lo veía. A su lado descansaba su madre, que había muerto cuando él era muy pequeño. Regresar a aquel pueblo, a aquel cementerio, traía consigo consecuencias a corto plazo. La peor, evocar tiempos pasados que creía olvidados y que empezaron a emerger de lo más profundo de su mente. Recuerdos tan nítidos de su sufrimiento que, viejas heridas ya cicatrizadas en su cuerpo, comenzaron a dolerle.

Odiaba a su padre desde que tenía uso de razón. Deseaba que muriera. Deseaba que desapareciera de su vida. Pero no lo hizo. Tuvo que desaparecer él. Largarse de su casa. Comenzar una nueva vida lejos de allí. Esperó pacientemente el momento. Y en cuanto llegó, se fue, jurando que no volvería jamás. Y no lo hizo. Hasta ahora.

Su cuerpo entumecido, por largo tiempo en la misma posición, lo sacó de sus recuerdos. Se levantó. Miró a su alrededor. Estaba solo. El sol se había ido. La noche había llegado y con ella las sombras, que daban un aspecto más tenebroso, si cabe, al camposanto.

Tenía las maletas en el coche. Pensó en ir a un hotel, pero le pareció tirar el dinero teniendo una casa a donde ir. Antaño había sido su hogar. Pero ahora era la casa de su padre, aunque éste ya no pudiera vivir allí. Nunca la consideraría suya. Nunca. No guardaba ningún recuerdo que hiciera que esbozara una sonrisa. Cualquier recuerdo de su vivencia allí, hacía que su cuerpo temblara como una hoja.

Salió del cementerio con paso lento, se sentía cansado, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus hombros.

Se dirigió a su coche aparcado a escasos metros de la entrada.  Pasaría la noche en aquella casa y por la mañana haría los trámites necesarios para ponerla a la venta.

Hizo el trayecto en silencio sumido en sus propios pensamientos. Pasados quince minutos había llegado. Se apeó del coche. Había una luz encendida dentro de la casa. Aquello lo desconcertó. Se suponía que estaba vacía. Su padre, hasta donde él sabía, siempre vivió solo. Tal vez, los sanitarios al ir a recoger el cuerpo, (alertados por una vecina que hacía días que no lo veía), simplemente se olvidaron de apagar las luces. Tenía que ser eso. No había otra explicación más que aquella.

La pesadez de su cuerpo iba en aumento. El cansancio empeoraba a cada minuto que pasaba. Arrastrando los pies se dirigió a la entrada. Sacó la llave del bolsillo delantero de sus vaqueros y abrió la puerta. Ésta se cerró tras él, con un golpe seco que lo sobresaltó. “El viento” pensó. Pero la verdad era que aquella noche, el viento brillaba por su ausencia.

Atravesó el vestíbulo hasta llegar a la cocina. Se sirvió un vaso de agua. Se sintió mejor. Incluso la pesadez de su cuerpo había desaparecido. Reunió las fuerzas necesarias para recorrer aquella casa que tan malos recuerdos le traía. Pensó en ir a buscar las maletas al coche. Desechó la idea. Lo haría más tarde.

Estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de la cocina, cuando escuchó unas voces que venían del salón. Retrocedió unos pasos asustado. Había alguien más en la casa. Rebuscó en los cajones hasta que dio con un cuchillo de grandes dimensiones. Llevarlo en la mano, lo envalentonó. Encaminó sus pasos hacia aquellas voces.

Alrededor de una mesa redonda, vio a tres hombres sentados. Había una cuarta silla. Estaba vacía. Parecían esperar a alguien. ¿A él? Jugaban a las cartas. Eran de la edad de su padre fallecido, año arriba, año abajo.

Uno de ellos levantó la mirada del abanico de cartas que sujetaba y lo miró. O eso creyó. Pero se dio cuenta de que no lo miraba a él. Había clavado sus ojos en el espacio que había entre su espalda y la puerta del salón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Entonces el anciano habló:

- ¡Antonio! Te estábamos esperando. –le hizo una seña para que se sentara en la silla vacía- Veo que has venido con tu hijo. Perdona que hayamos empezado sin ti, pero no sabíamos si el chaval vendría a casa hoy o lo haría mañana. Ya sabes que las partidas de los viernes son sagradas para nosotros.

Dicho esto, lanzó una carcajada al aire. Los otros dos hombres lo imitaron.

La silla vacía se movió unos centímetros.

 

 

 

 

 

 

viernes, 14 de enero de 2022

HAY UNA HORA PARA MORIR

 

Salió de la consulta del médico pálido como la cera. Sabía, desde hace tiempo, que en su cuerpo había “algo” que no iba bien. Incluso pensó en “aquello”, pero una cosa es pensarlo y otra saberlo con certeza. Era un hecho. Se estaba muriendo.  ¿Cuánto le quedaba? El doctor no pudo ser más directo. Un mes. Le quedaban treinta días, no, treinta y uno, estaba de suerte. Cuando salió a la calle tenía claro (muy claro, de hecho), sobre lo que iba a hacer. Nadie le iba a decir cuando se iba a morir ni siquiera “aquello” que crecía en su cabeza, le iba a poner fecha de caducidad a su vida. Él decidiría, por lo menos mientras tuviera las suficientes fuerzas tanto físicas como mentales, cuando iba a morir.

Sonrió, aunque parezca mentira, se sintió más animado. Pensar que todavía podía tener el control sobre su vida, le insufló fuerzas para seguir adelante, quizá un día, o dos, tal vez. Él decidiría.

Antes de ir a su casa, hizo una parada en una farmacia. Luego otra, en una ferretería. Para cuando abrió la puerta de su apartamento ya había anochecido.

Se preparó algo de cenar, abrió una cerveza y se dispuso a ver el partido que retransmitían esa noche. Pero antes hizo una llamada, de esas difíciles que a nadie le gustaría recibir.

Llantos al otro lado de la línea, en un principio, luego al ver que no conseguía nada por ese camino, comenzaron los insultos e improperios. Antes que diera paso a las amenazas el hombre pudo hacer un hueco, en aquel monólogo al otro lado de la línea, para decir unas palabras: apelo a tu valor para entender que no pudimos ser, más de lo que fuimos.  Escuchó una respiración entrecortada al otro lado. Antes de que la rabia y la ira volvieran tomaran el control sobre el cuerpo de la mujer, colgó. Ya había tenido bastante por aquella noche.

A la mañana siguiente se despertó cansado y con ganas de vomitar. Nada nuevo desde hacía unos meses. Fue al baño y entonces lo vio. Sobre el lavabo. Inmóvil. Esperando pacientemente que él alargara la mano y…. ¿por qué no? Pensó, ese día era tan bueno como cualquier otro.

Abrió el frasco y tragó todas las pastillas. Luego se sentó en el frio suelo de baldosas apoyando su espalda contra la pared y esperó a que la muerte llegara. Pero no llegó. En su lugar llegaron arcadas seguidas de los vómitos. Parecía que aquel día no aparecería impreso en su lápida, como la fecha de su muerte.

Se acostó hasta bien entrada la tarde. Consiguió comer algo y se volvió a meter en la cama. Tenía más de diez llamadas perdidas de su médico. Sabía lo que quería. Comenzar con la quimio. ¿para qué? Para prolongar unos meses su vida. Pues no.

Le extrañó no tener llamadas de “ella”. Tal vez, hubiera entrado en razón, tal vez, lo hubiera comprendido el mensaje, tal vez. Ojalá fuera así, aunque, ciertamente, lo dudaba.

Después de haber dormido casi todo el día, sabía que sería casi imposible, conciliar el sueño esa noche. Salió a dar un paseo por el parque. Llevaba algo en una bolsa. Sabía que no habría nadie paseando a esas horas de la madrugada. Era el momento. Tan bueno como cualquier otro. Miró a su alrededor escudriñando cada árbol que había allí. Se decidió por uno con el tronco ancho y muy alto. Aguantaría su peso. Trepó por él. Llegó a una rama que parecía bastante sólida. Pasó la cuerda por ella, hizo un nudo, se puso otro alrededor del cuello y se lanzó. Pudo ver la luna llena antes de…

Por increíble que pudiera parecer, la cuerda se rompió. No tenía sentido, la había comprado esa tarde. No acabó con su vida. Otra vez. En su lugar, consiguió un esguince en el tobillo derecho y varias contusiones. Una mujer que pasaba por allí con su perro, llamó a emergencias. Pasó la noche en el hospital.

           Dos intentos de suicidio fallidos. Parecía que la muerte se alejaba de él. Pensó postrado en la cama mientras observaba el techo de la sala de urgencias donde se encontraba. La señora que estaba en la cama de al lado musitó algo en voz baja, que no logró entender. Corrió la cortina que separaba ambas camas y se acercó a ella. Le preguntó que había dicho. Ella abrió los ojos, le agarró con increíble fuerza, para ser una persona tan mayor, el brazo y le dijo mirándolo fijamente: “todavía no ha llegado tu hora. Ten paciencia, Llegará”. Dicho esto, exhaló su último suspiro bajo la mirada atónita del hombre. La muerte estaba allí en ese momento. Por un segundo la vio, en el umbral de la puerta, le sonreía de manera burlona.

Se fue a casa por la mañana. Se dio una ducha y decidió coger el coche y salir de la ciudad. Eso le ayudaría a aclarar sus ideas y buscar una manera definitiva de acabar con su vida.

No era mala idea la de lanzarse por un barranco como en aquella película.

En cuanto sacó el coche del garaje, uno aparcado en las inmediaciones, comenzó a seguirlo por toda la ciudad y continuó haciéndolo cuando el hombre se desvió hacia una carretera secundaria. Fue ahí cuando tuvo la certeza de que lo seguían. Quien lo siguiera (seguramente “ella”) pareció darse cuenta de que había sido descubierta porque fue acortando la distancia hasta quedar prácticamente pegado a la parte de atrás de su coche. Ahí comenzó la persecución. La carretera era muy estrecha, apenas cabían dos coches en ambos sentidos. No sabía muy bien a dónde iba a dar. Se había metido por allí en un intento de despistar a su perseguidora cuando todavía no tenía la certeza de que lo estuviera siguiendo. Pero ahora lo tenía claro. Iba a por él. No era esa la forma que tenía en mente de morir. Él tenía el poder de elegir cómo hacerlo. Y no iba a ser como aquella loca le impusiera.

Intentaba arrinconarlo hacia la cuneta, mientras tocaba el claxon y hacía señales con las luces. Quería sacarlo de la carretera. Estuvieron así un par de kilómetros. Vio un desvío. Lo tomó. Pero….

Un perro se cruzó en su camino. Dio un volantazo para no atropellarlo. Perdió el control del coche que salió volando, literalmente, unos metros y terminó impactando contra unos nichos de un viejo cementerio. A su lado se paró el coche que lo perseguía. Una persona bajó de él. Milagrosamente, no había perdido el conocimiento, reconoció la cara de aquel hombre, era su médico. Con su ayuda salió del vehículo.  Otra vez la muerte había pasado de largo. O no.

Mientras esperaban la llegada de la ambulancia, el médico le explicó que llevaba días llamándolo. Tenía algo que decirle. No se estaba muriendo. Se habían equivocado de expediente. Estaba sano, muy sano.

Una ira y una furia desmesuradas embargaron el cuerpo de aquel hombre. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Haciendo acopio de todas las fuerzas que pudo reunir, se levantó del suelo, se abalanzó sobre el galeno y le apretó el cuello hasta que dejó de respirar. Debido al esfuerzo que hizo para acabar con la vida del médico se desmayó. La muerte soltó una carcajada. Hay una hora para morir. Y la de él todavía no había llegado.

 

 

 

 

 

MASACRE

  —¿No los habéis visto? Gritaba una mujer enloquecida corriendo entre la muchedumbre congregada en la plaza de Haymarket el 1 de mayo, conm...