Siempre respeté e idolatré a mi padre desde bien pequeña. Para mí siempre
fue un ejemplo a seguir, a pesar de que no era perfecto. No me gustaba el bigote que se había dejado, le hacía parecer
mayor, él me decía que le quedaba bien, que le hacía más profesional. Trabaja
en el área de psiquiatría de un hospital muy grande y muy conocido. Mi madre se
hacía cargo de las gemelas y de mí, a tiempo completo. Las gemelas, de quince
años, eran unos verdaderos demonios. Yo con 17 años, una adolescente como
ellas, pasaba el día enfadada y encerrada en mi cuarto. Ellas se lo pasaban peleándose
y quejándose, yo ya había pasado esa etapa, lo mío ahora era el encierro total
del mundo que me rodeaba, excepto de mis amigos y de mi música.
El ritmo de trabajo que llevaba mi padre, le provocó un infarto. Aquello lo
asustó y tomó una decisión, creo una de las más acertadas en su vida, tomarse
unas vacaciones. El ambiente en casa era de una verdadera fiesta, pasaríamos
unas semanas en una cabaña en el bosque que estaba al lado de un lago. Mi madre
estaba muy entusiasmada, las gemelas no tanto, eran más de ciudad que de campo,
pero tendrían que superarlo. Yo, pues a mi manera, manifestaba cierto regocijo,
pero sin pasarme. Ya teníamos las maletas en el coche, una vieja ranchera de
color verde. Sonó el teléfono fijo
en casa. Mi madre le suplicó con la mirada a mi padre que no lo cogiera. Pero
él se excusó y fue a contestar. Yo salí tras él, quería saber quién llamaba. Al
alejarme me fijé en una pegatina que habían puesto las gemelas en la parte
delantera del coche, era de una liebre. Puse los ojos en blanco arrancándoles así
una carcajada. Mi padre estaba al teléfono, hablaban mucho al otro lado de la línea,
pero él no mediaba palabra. Pensé en broma que no tendríamos ese año aguinaldo. Después de un rato, colgó.
Su semblante cambió, pasó de la alegría del viaje a uno de preocupación y casi
me atrevería a decir que de miedo y angustia. Sobre la mesita donde estaba el
teléfono había varios bolígrafos, junto
a un block de notas, tomó uno y anotó algo, con trazo firme y enérgico. No se
había dado cuenta de que lo estaba mirando, hasta que alzó la mirada y me vio.
Se acercó a mí y me pidió que le ayudara a decirle a mamá y a las gemelas que
el viaje se cancelaba. Le pregunté el porqué de aquello y me respondió que
tenía que ir al hospital, era un asunto de vida o muerte. Mi madre se enfadó
con él, las gemelas empezaron a pelearse entre ellas, en unos minutos el caos
había puesto nuestras vidas, patas arriba.
Mi madre entró en casa y se sirvió una copa de vino, mientras nosotras descargábamos las maletas del coche. Al
terminar, mi padre se metió en el coche y aceleró como si se diera a la fuga, tuve la sensación de que no lo volveríamos a ver. Un escalofrío
recorrió todo mi cuerpo. Más tarde me enteraría por la policía lo que había
pasado. El por qué mi padre salió a toda prisa y qué había escrito en aquella
nota.
Uno de sus pacientes, acababa de matar a dos enfermeras. Cuchillo en mano
amenazaba de muerte a todo aquel que se le acercaba. Se trataba de un chaval de
unos 20 años, alto y muy delgado, apenas pesaba cuarenta kilos, había ingresado
allí con delirios paranoides, escuchaba voces que le hablaban y le inducían a
autolesionarse, le decían que era para purificar su alma y así no caer en manos
del oscuro.
Un par de vigilantes de seguridad, altos y fornidos, intentaron sujetarlo,
el joven los levantó del suelo como si fueran plumas, y no hombres de casi cien
kilos y los lanzó por la ventana al vacío, los vigilantes salieron despedidos, como
si se deslizaran por un resbalín.
Después de aquello, el chaval pidió a gritos que le trajeran una pizza de jamón y queso porque tenía mucha
hambre. Aquello parecía surrealista. Mi padre acababa de llegar y le habían
puesto al tanto de todo lo que había pasado. La idea era acercarse a él, como
su terapeuta el joven lo conocía bien y creía que no iba a tener problemas en
hacerlo entrar en razón. Llevaba preparada una jeringuilla con un fuerte
sedante listo para clavársela, si las cosas se torcían. Cuando entró en la sala
y vio a mi padre, aquel chico se puso a llorar, pidiendo perdón por lo que había
hecho, diciendo que él no quería que pasara, pero si no lo hacía aquel ser
oscuro lo llevaría con él al infierno. Mi padre intentó calmarlo, mientras se
iba acercando a él poco a poco. Para ganar su confianza empezó a hablarle de
cuando había sido guitarrista en
aquel grupo que había formado en el instituto con unos colegas. El joven sonrió
ante ese recuerdo. Y pareció relajarse. Mi padre siguió acercándose a él, algo
más confiado. Cuando estaba a escasos metros se fijó en su cara, estaba
transformada, algo no iba bien. Sus ojos estaban hundidos, sin iris, negros,
como si no tuviera alma. Lo agarró en el momento justo en que su cuerpo empezó
a tambalearse, impidiendo así que se cayera en el suelo. El muchacho se sujetó
al cuello de mi padre, sus bocas quedaron a escasos centímetros, la una de la
otra. Un aliento negro salió de su interior para luego introducirse en la boca
de mi padre. El joven salió del trance en el que estaba y al ver lo que había
pasado, no lo dudó un instante y le clavó un cuchillo en el abdomen, para luego
rajarse el cuello mientras gritaba “búscate otro cuerpo”. La policía encontró
en el bolsillo del pantalón de mi padre aquella nota, decía: Posesión.
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