Después del cementerio, Mario, acompañado de sus cuatro
mejores amigos se fueron hasta la casa, en que dos días atrás, compartía con
sus padres. Se sentaron en el salón, ante una televisión apagada, en total
silencio. Uno de ellos se levantó. Leyó varios títulos de la multitud de libros
que abarcaban varias estanterías que llegaban hasta el techo. Todos tenían una
temática similar. Satanismo, ritos oscuros, misas negras…. Un escalofrío le
recorrió la espina dorsal. Cogió uno de ellos y empezó a hojearlo. Mario se
acercó a él. El libro que tenía su amigo entre manos versaba sobre la incógnita
de la vida después de la muerte. Los otros tres, intrigados por lo que estaban
leyendo, se unieron a ellos. Decidieron hacer un rito que consistía en invocar
a algún espíritu a través de un espejo. Mario quería respuesta a la pregunta
que no le dejaba en paz y que le taladraba el cerebro. ¿Por qué se habían
suicidado sus padres? Se puso delante del espejo y diciendo unas palabras que
aparecían en el libro, que no voy a mencionar porque no quiero alentar al
lector a pronunciarlas, esperó a ver qué pasaba. Tras diez largos minutos de
espera, llegaron a la conclusión que aquello era una tontería y volvieron a
sentarse en silencio. Todos menos Mario, que fue hasta la cocina a buscar unas
cervezas. Pero en el momento en que la puerta de la cocina se cerró tras él,
las luces de la casa se apagaron. A tientas llegó al salón, sus amigos se estaban
quejando por el apagón. Entonces, surgida de la nada, una niebla espesa se
propagó por toda la habitación. Uno a uno fueron cayendo adormecidos. Todos
menos uno. Unos seres oscuros, ensotanados, y de una altura exagerada, surgieron
entre la niebla. Se inclinaron sobre ellos, sujetándoles las cabezas entre algo
que estaba muy lejos de ser manos. Eran más bien garras, con largas uñas
afiladas. Los ojos de aquellos seres proyectaban una luz rojiza que se
introducía en los globos oculares de los jóvenes. Los miedos enterrados
salieron al exterior. Experiencias que nunca habían contado, empezaron a
aflorar. Uno de ellos estaba en medio de una gran sala llena de gente, ante un
atril. El problema es que no debería estar allí, el discurso lo tenía que dar
un compañero, pero él se había encargado de que no pudiera hacerlo, metiéndole
unos laxantes en el café. Otro había cogido el coche de su padre, había bebido,
perdió el control, atropellando a una persona. Se dio a la fuga. Otro había
sido infiel a su novia, con uno de sus amigos. Y el cuarto, había cambiado sus
notas entrando en la base de datos de la facultad. Al despertar, la niebla se
había disipado. Tenían sus móviles en las manos. Miraron atemorizados si habían
realizado alguna llamada mientras habían estado dormidos. Y así era. Los
últimos números que habían marcado, correspondían a la gente que les había hecho
daño. Al amigo confesándole lo del café. A la policía confesando el atropello.
A la novia, la infidelidad y el cambio de notas, a la facultad. Lo habían confesado
todo. En sus miradas se veían el mismo miedo que sienten los animales cuando
están acorralados. Tenían los nervios a flor de piel. También se dieron cuenta
de la ausencia de Mario. Lo encontraron detrás del sofá. Muerto, le habían
cortado el cuello. Todos presentaban manchas de sangre en sus ropas. Un
cuchillo cubierto de sangre descansaba sobre la mesa del salón. ¿Quién lo había
matado? El más rápido lo agarró, amenazando con él a los demás. La tragedia
estaba servida. En el pasillo, escondido entre las sombras, alguien estaba
observando lo que pasaba allí dentro. Cuando había entrado en la casa a robar,
ni en un millón de años, podría imaginar que algo de todo aquello podría
suceder alguna vez. La entrada de los jóvenes lo llevó a esconderse. Para poder
escapar había quitado la luz. Estaba llegando a la puerta, cuando uno de los
jóvenes lo descubrió, llevaba un cuchillo en la mano. Después de abalanzarse sobre
él para quitarse el arma, le rajó el cuello. Luego llevó el cuerpo hasta el
salón, dejándolo detrás del sofá. Los otros cuatro parecían dormidos. No sabía qué
hacer con el cuchillo, así que lo dejó encima de la mesa, no sin antes,
mancharles la ropa de sangre. Esa idea se le ocurrió al final, y le pareció buena,
le daba un aire siniestro al ambiente. Dio
media vuelta y salió de la casa. Lo que ocurriera allí dentro ya no era de su
incumbencia.
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