El día llegaba a su fin. Las primeras sombras comenzaron
a colarse en la casa. La anciana les pidió que cerraran las puertas, bajaran
las persianas y que nadie saliera al exterior hasta el amanecer. Todos le obedecieron,
nadie rechistó. Conocían lo que te podría pasar si la noche te cogía fuera de
casa. Todos se reunieron en el salón, la anciana, su hija junto a su marido y
los dos hijos de ambos, un muchacho de trece años y una jovencita de 17.
Decidieron ver una película hasta la hora de dormir. Pero… faltaba la chica.
Fueron a su habitación. No estaba. Un mal presentimiento se cernió sobre ellos.
La muchacha había salido. Así era. Se había escapado para acudir con unos
amigos del pueblo a una fiesta que se celebraba en el río.
La fiesta estaba en su pleno apogeo cuando la joven llegó
acompañada de sus amigos. La música y el alcohol iban de la mano. En un momento
de la noche uno de sus amigos se adentró en el bosque para orinar. Volvió al
cabo de un rato acompañado de un hombre de unos treinta años, alto, delgado,
vestido completamente de negro. Resurgió Orlok de la oscuridad. Se unió a la
fiesta con ellos. Pronto fue el centro de todas las miradas. Contaba anécdotas que
fascinaban a todos. La mitad de los que estaban a orillas de aquel río se
agruparon a su alrededor, sin dejar de beber. Tenía don de gentes y las
historias que les contaban los fascinaban. Hablaba de espíritus, apariciones,
demonios y brujas. Les propuso un juego. Ir al bosque. Sabía de un lugar donde pasadas
las doce de la noche, había apariciones. Envalentonados y entre risas nerviosas
algunos de ellos decidieron ir con él. Otros siguieron con la fiesta riéndose
de aquellas tonterías.
Al mismo tiempo que se iban internando en el bosque sus
ánimos iban decayendo. Las risas cesaron y la tristeza y la pena los embargaban.
Cada vez que se adentraban, más y más, la depresión hacía mella en ellos a
pasos agigantados. Una enorme luna llena iluminaba el camino que les iba
trazando aquel hombre. Unos ruidos muy cerca de ellos los puso en alerta. Se
pararon, levantaron la mirada del sendero clavándola en los árboles que había a
su alrededor, esperando que algún animal salvaje se abalanzase sobre ellos.
Pero no ocurrió nada de aquello. Vieron sogas colgando de las ramas de cada
árbol que había a su paso. El hombre se paró. Les gritó que se sentaran. Harían
un descanso. Los muchachos lo hicieron, parecían hipnotizados. Nadie rechistó.
El hombre se acercó al joven que iba tras él. Le susurró algo al oído. Éste se
levantó, trepó al árbol, colocó la soga alrededor de su cuello y se dejó caer.
Así fueron suicidándose uno tras otro. El hombre bebió la sangre del primer muchacho.
Luego hizo un ademán con la mano. Entre los árboles surgieron unas sombras que
se abalanzaron sobre los colgados. La joven iba al final de la fila. Escuchó
pasos acercándose a ella. Intentó levantarse. No pudo. El crujir de una rama le
hizo girar la cabeza en la dirección contraria al hombre. Éste se puso en
alerta. Una anciana apareció delante de él. Llevaba un crucifijo en la mano. No
contó con el hombre que se había colocado tras él y que le asestó un fuerte golpe
en la cabeza.
El amanecer lo encontró atado un árbol. El sol sale y
Orlok arde en una nube de humo.
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