Sentado en un viejo sillón al lado de la ventana
contemplaba la calle desierta a esas horas de la madrugada salvo por la presencia
de un par de gatos hurgando en el contenedor de basura. La habitación en la que
se encontraba estaba en penumbra. Había encendido su pipa y fumaba
tranquilamente sin dejar de mirar a través del cristal. Aquel hombre esperaba a
alguien. Sus insistentes miradas a su reloj de muñeca en intervalos cada vez
más pequeños, lo delataban. Sobre su regazo descansaba un libro cerrado. En el
lomo con letras doradas se podía leer: venenos.
Un ruido en la habitación lo puso en alerta. Se giró. Su mirada
se clavó en la puerta.
- ¡Llegas tarde! –le recriminó a la persona que acababa
de llegar. Su voz denotaba enfado e impaciencia.
No obtuvo respuesta.
El hombre se puso en pie y se encaminó hacia la sombra
situada a escasos metros de él. La luz mortecina
que arrojaban las farolas de la calle sobre la habitación mostraban la silueta
de mujer.
-Tienes muy mal aspecto, querida –le espetó mientras con
un ademán le señalaba el sillón- sentémonos.
A medida que aquella sombra se iba acercando a la ventana
dejaba al descubierto la verdad en las palabras del hombre sobre el aspecto de
la mujer. Llevaba un vestido blanco de lino que presentaba manchas de barro y
tierra. Su cabello rubio aparecía desmarañado y con restos de hojas.
Ella se sentó en el sillón que había ocupado el hombre.
Él lo hizo en el suelo frente a ella.
Sabía que volvería a su lado. Había leído que tras la
partida algunas almas volvían pasadas pocas horas de su muerte, sobre todo si
buscaban venganza, como suponía que era su caso. Al fin y al cabo, él la había
asesinado. Sin embargo, ella había tardado casi dos días en volver. No parecía
enfadada. Más bien podía decirse que estaba ida, como si todavía no hubiera
asimilado la verdad de su situación.
- ¿Qué me ha pasado? –logró decir la mujer.
El hombre soltó una carcajada al tiempo que agarraba una
de las manos frías de la mujer entre la suyas.
-Querida, hace una semana fue tu cumpleaños, ¿lo
recuerdas? –le preguntó el marido.
-Si… -musitó ella dubitativa.
- ¿Recuerdas mi regalo? –le dijo el hombre clavando su
mirada en los ojos azules y sin vida de su esposa. Los mismos que años atrás lo
habían enloquecido de amor.
-Un ramo de peonías. Dentro había una caja. Recuerdo el
collar de perlas. Lo bien que lucía en mi cuello y luego…. –comenzó a divagar
ella.
-Fueron mis flores malditas las que acabaron con tu vida.
Una semana en la cama entre la vida y la muerte –prosiguió él- con mucha tos,
presión en el pecho y luego… no podías respirar. Veo que los recuerdos vuelven
a ti, querida. Puse ricina en las flores. Un veneno letal.
-Tú…. –lo miró con ira al darse cuenta de lo que le había
pasado realmente. ¡Tú me has matado!
- ¡Bingo! Querida. –le respondió él, eufórico- He salido
impune de tu asesinato. Tu cuerpo descansa en el cementerio. Soy viudo a los ojos
de dios y de los hombres.
Ella se levantó. Y comenzó a caminar por la habitación.
Caminar no era la palabra correcta, ella no caminaba, flotaba de un lado a otro
de la habitación. Sus movimientos eran cada vez más rápidos. Estaba visiblemente
enfada.
- ¿Por qué? –le espetó a su marido. Había ira y rabia en
su voz.
- ¡Oh querida!, me enteré de lo tuyo con mi hermano. ¿Creíais
que no me daría cuenta?
- ¿Qué hiciste con él? –le preguntó ella. Su voz ya no
denotaba ira, sino miedo.
-Él no corrió tan buena suerte como tú, mi amor. Lo maté y
lo enterré en el bosque. Siempre fue un hombre solitario. Nadie lo echará de
menos. Todos piensan que está en uno de sus muchos viajes por el mundo.
- ¿Estás seguro de ello? -preguntó ella.
El hombre abrió la boca para responder, pero no llegó a hacerlo.
Una estantería repleta de libros cayó sobre él movida por unos brazos invisibles.
Antes de exhalar su último aliento pudo ver la cara de su asesino.
La venganza de los amantes se había llevado a cabo con
éxito.