sábado, 27 de marzo de 2021

REGALO

 

 

Soy ciego. Pero no nací privado de la vista. Un fatídico accidente de coche, hace cinco años, envolvió mi vida en sombras. Imagínense ustedes cómo me sentí cuando me di cuenta de lo que pasaba. La alegría de seguir con vida, dio paso a la ira de no haber muerto, para qué vivir si ya no podía contemplar el rostro de mi amada esposa y el de mi querida hija.  Meses de terapia para superar el trauma. Aprendía a utilizar mis otros sentidos y a fingir que todo iba bien. Me gustaba dormir, mi esposa dice que parezco una marmota, pero no es así. Finjo que duermo. Las noches son lo peor, no hay una en que no escuche pasos en la habitación, voces susurrándome al oído, incluso vislumbro, figuras altas y delgadas, de dientes afilados y garras que me acechan entre las sombras de mi habitación. No se lo cuento a nadie, para qué, pensarán que son alucinaciones provocadas por mi trauma. Tal vez sea así, pero son tan nítidas….

Hoy es un día especial y aunque no me apetezca mucho celebrarlo sé que mi esposa lleva días preparándolo todo para darme una sorpresa. Hoy, 26 de marzo, celebro mi cumpleaños número 40. Me haré el sorprendido, sonreiré y fingiré (son un experto en eso) que soy feliz. El olor del adobo llega a mi habitación, y aviva mis ganas de desayunar. Pero antes debo escuchar el radiograbador que puse por la noche, espero que no haya nada grabado en él.

Cuando mi vida dio este giro inesperado, tuve que mandatar a mi hermano para que se hiciera cargo de mis negocios. Hace un buen trabajo, le ayudo cuando me lo pide, pero sin salir de la sombra y exponerme a miradas curiosas.

Me levanto para ir al baño. Conozco el camino de sobra, no me hace falta el bastón. Pero sobre la silla que está al lado de la cama hay algo, lo toco y sé lo que es, el vestido que mi esposa se pondrá esa tarde, sé que es de color rojo, no porque lo “vea” ni sea adivino, sino porque me lo dijo ella, le encanta ese color. La habitación está tan ordenada que, como siempre, no encuentro ningún obstáculo en mi camino al baño.

Otro olor inunda la casa, es el olor a manzana. Intuyo que, en la cocina, se está preparando una tarta, es mi preferida.

Salgo un rato al jardín, me gusta el olor que trae la primavera consigo. Es el olor del resurgir de la vida. Me siento a escuchar los ruidos que hay a mi alrededor, casi puedo escuchar crecer la hierba, las flores abrir sus pétalos al sol y por primera vez en mucho tiempo me siento en paz conmigo mismo y con la naturaleza.

Los invitados a mi cumpleaños empiezan a llegar. Me saludan, me abrazan y parecen alegrarse de verme. Estoy feliz de que estén conmigo en este día tan especial, los cuarenta no se celebran todos los días y tengo que reprimir unas lágrimas por la emoción que aflora en mí. La comida se celebra en armonía y con muy buenas vibraciones, la primavera está haciendo efecto en todos y cada uno de nosotros. Mi sobrina se acerca a mí y me da un paquete. Un regalo. Lo abro, lo toco y me doy cuenta de que es un jersey, la abrazo emocionado, me dice que lo hizo ella, eso tiene un valor añadido. Me lo pruebo, es ligero, pero abriga. Fue el primer regalo de varios. Debido a la emoción que me embarga no puedo evitar romper a llorar. No me avergüenzo de ello, los hombres también lloramos y sienta muy bien hacerlo de vez en cuando.

Creía que la ronda de regalos había llegado a su fin. Pero me equivoqué. Sonó el timbre de la puerta. Entonces el silencio se hizo a mi alrededor. En mi mundo de oscuridad, no podía apreciar lo que estaba pasando. Nadie decía nada. Escuché la voz de mi esposa hablando con alguien, parecía la voz de un hombre. También los pasos de ambos dirigiéndose al comedor donde estábamos reunidos. Me saludó por mi nombre y me entregó algo. Parecía un sobre. Reconozco que estaba nervioso, inquieto y asustado incluso. Las manos me temblaban. Me dio la impresión de que tenía corchetes, pero eran unos clips, que sujetaban aquellas hojas de papel. Era obvio que no podía leer lo que hubiera allí escrito, a no ser que estuviera en braille. Mi querida esposa ese acercó a mí y dulcemente me dijo que aquello era un regalo que aquel hombre, muy amablemente, me hacía. El citado hombre era un prestigioso cirujano oftalmólogo y lo que estaba escrito en aquellas hojas era un consentimiento que debía firmar para una operación que me devolvería la visión. Le pregunté, en un hilo de voz, a causa de la emoción, las probabilidades de éxito, me dijo que eran del 99%. No os podéis imaginar lo que sentí en esos momentos, un cúmulo de sentimientos se agolparon en mí, quería llorar, gritar, saltar, pero no hice nada de todo aquello. Sólo pude asentir con la cabeza y firmé aquella hoja. Había abierto de nuevo la puerta que se había cerrado tras de mi hacía cinco años. Y lo primero que se me vino a la cabeza fueron embarcaciones navegando por el largo y ancho mar. Y mi deseo cuando recuperara la vista, sería ir en una de ellas, sentir la brisa y el sol en mi cara y gritar a pleno pulmón. Y tal vez, el regreso de la luz a mi vida, disiparía los monstruos y las voces que surgían de la oscuridad.

 

 

 


domingo, 21 de marzo de 2021

SUCESO EN EL TAXI

 


 

 

 

Llevo siendo taxista desde muy joven. Al cumplir los 18 y en vistas de que lo de estudiar no iba conmigo, mi padre me puso a trabajar conduciendo el taxi, que nos daba de comer. Él lo conducía de noche, yo de día, hasta que un día mi madre, se puso pesada y me sugirió en tono de orden más bien, que le cambiara el turno al viejo, porque ya iba mayor y que necesitaba descansar y todo eso que dicen las madres para tratar de convencerte y que en el fondo sabes que es verdad. Un chantaje psicológico y que siempre les funcionaba, vaya si le funcionaba.

Y ahí me vi yo, de noche por las calles de la ciudad en busca de algún cliente. Echaba de menos ver a mis amigos y tomar un refresco cuando hacía un descanso. Ahora si los veía sería divirtiéndose en alguna discoteca de moda o pub a donde iría a buscar a algún pasajero que necesitara de mis servicios. Y vaya si había, muchos, porque los que frecuentaban esos sitios acababan más bien temprano que tarde, incapacitados para conducir. Siempre trataba de estar ahí, al caer la noche y la gente quería ir a sus casas.

Un día, era domingo, estaba delante de la discoteca de moda esperando clientes, mis amigos estaban por allí poniéndome los dientes largos al ver como se divertían y ligaban con unas chicas muy guapas. Recibí una llamada de la central diciéndome que tenía que ir, lo más rápido posible a una dirección a buscar a una persona que tenía que coger un avión en menos de una hora.

Me despedí de los colegas y fui hasta allí. Era una zona residencial, con pinta de ser muy cara. Un hombre con un traje negro, impecablemente planchado, me esperaba en la entrada de su casa con una gran maleta. Paré el coche, me apeé y me dirigí hacia él para ayudarle a meter la maleta en el maletero. Él rehusó, muy amablemente, todo hay que decirlo, diciéndome que ya lo hacía él. No me pareció extraño, en ese momento, porque no era la primera vez que me pasaba. Así que cerré el maletero y nos metimos en el coche. Dirección aeropuerto. El hombre se sentó en la parte de atrás y era más bien parco en palabras. Puse la radio, una emisora de música para hacer la media ahora que nos separan del punto de destino, un poco más ameno. Por el retrovisor observé como se recostaba contra la ventanilla del coche y cerraba los ojos, me dio la impresión de que se había quedado dormido, un truco que hacía mucha gente para no darme conversación. No me importó. Seguí conduciendo. Cuando llegamos, me ofrecí a bajar la maleta, la verdad, es que tenía toda la pinta de pesar bastante. Pero rehusó de nuevo. Vi el esfuerzo que hacía para sacarla de allí, pero me mantuve al margen. Me pagó la carrera, me dejó una buena propina y lo perdí de vista tras las puertas del aeropuerto. Me quedé allí, esperando que llegara algún avión y algún cliente necesitara que lo llevara a la ciudad. Estuve cerca de media hora, estaba adormilado, escuchando, más que viendo, cómo se abrían y cerraban las puertas de la terminal. En esto veo al hombre salir de allí. No llevaba la maleta. Me pareció extraño ¿qué había hecho con ella? Yo estaba el tercero de la fila de la parada, así que pilló el primer taxi. No le di importancia. Y seguí esperando.

Horas después estaba en la cama durmiendo plácidamente, me había olvidado por completo de aquel hombre y su maleta.

Días después me levanté a la hora de comer, como siempre hacía. Mi madre estaba en la cocina, sirviendo la comida, tenía el televisor encendido. Estaban puestas las noticias de la tarde y hablaban de una misteriosa desaparición en una urbanización a las afueras de la ciudad. Levanté la mirada del plato al escuchar el nombre, me sonaba ese sitio. Allí había recogido al hombre de la maleta. Decían que había desaparecido una mujer. A los pocos minutos entró mi padre en la casa. Había llevado el taxi a lavar. Se sentó a la mesa y mientras mi madre le servía la comida, me comentó, como de pasada, que tenía que limpiar el maletero de vez en cuando, que había encontrado unas manchas rojas en él y que le había costado mucho limpiarlas.

Unas alarmas se dispararon en mi cabeza. Una idea descabellada pasó por ella. Pero eran tan disparatada que hasta el mero hecho de pensarla me producían náuseas. Desde la noche del hombre y su maleta, nadie más, por lo menos en mi turno, había utilizado el maletero. Y si lo que llevaba aquel hombre en la maleta era a su mujer descuartizada, de ahí la sangre, y la había facturado en el aeropuerto mandándola lejos. Tenía sentido, el hombre había salido sólo, sin maleta del aeropuerto. Aquello era una locura.

Después de darle vueltas, decidí ir a la policía, por lo menos a comentarles mis teorías. Aun sabiendo que me tildarían de loco, pero y si ¿era cierto? Al entrar vi mucho revuelo. No había nadie tras el mostrador de denuncias. Media hora después apareció una joven uniformada pidiéndome disculpas por el barullo que se había formado. Yo le pregunté qué había pasado. Ella, muy amablemente, me respondió que habían encontrado una maleta con los restos de una mujer descuartizada dentro, que los estaban analizando pero que seguramente eran los de la desaparecida días atrás. A cuadros me quedé, al final mis sospechas eran fundadas.

 


EXTRAÑA LLAMADA (CONTINUACIÓN)


 

 

Esa noche los chavales no pudieron conciliar el sueño. Estaban muy nerviosos. Había muchas preguntas sin respuesta flotando en el aire. La chica, que compartía habitación con su hermano, tenía una muy importante que le rondaba por la cabeza como un mosquito molesto. Suponiendo que aquel hombre recibiera el sobre, que lo más seguro era que sí, y no hacía nada, no podrían volver a contactar hasta dentro de seis meses, que se produciría el siguiente equinoccio, el del otoño. No era mucha la espera, teniendo en cuenta, el tiempo que habían esperado hasta ahora. Pero la adrenalina, todavía corría por sus venas y la ansiedad la embargaba. Y otra pregunta, la que más temía. Si la gente del pasado tomaba medidas para que aquella guerra no se produjera, ¿qué sería de ellos? Tal vez, lo más seguro, es que no llegarían a nacer. Estuvo un buen rato acostada en su cama, mirando hacia el techo, como esperando que le hablara y le diera las respuestas a sus inquietudes. Pero no pasó nada y al cabo de un rato, a causa del cansancio, el sueño al final llegó.

Aquel hombre hizo varias llamadas. Ponía énfasis, en cada una de ellas, en que el motivo era de máxima urgencia. Después de mucho insistir al fin el presidente lo recibiría en una hora. Mientras tanto, ya en su casa, esperando que lo vinieran a recoger, empezó a buscar información en su portátil. Imprimió algunas hojas y las estaba guardando en una carpeta cuando sonó el timbre de su casa. Era la hora de la verdad.

 

Los siguientes días fueron un tormento para aquellos jóvenes, hablaban sin parar del tema. Esperando que sucediera algo que les dijera que aquella llamada había surtido efecto. Pero nada sucedía. No habían hablado con los adultos sobre lo que habían hecho, aunque alguna que otra vez estuvieron tentados. No sabían cómo irían a reaccionar y ya estaban bastante angustiados como para por encima recibir una buena reprimenda seguida, seguramente, de un buen castigo. Tenían miedo. Cuando su amiga les dijo que tal vez, si el hombre les hacía caso, ellos no existirían nunca, no les gustó, ni una pizca, todo hay que decirlo. Pero al cabo de un rato, después de pensarlo detenidamente, pensaron que merecería la pena no existir, si el mundo nunca se destruyera, algo que, si los adultos lo escucharan estarían orgullosos de tal madurez por parte de aquellos cuatro chiquillos preadolescentes. La cabeza les siguió dando vueltas y más vueltas, y llegaron a la conclusión de que tal vez, sí existirían, pero en un lugar, igual de bonito como el que habían visto en las fotos y en un planeta que no estuviera muerto como lo estaba ahora. Y la verdad sea dicha, ante esa imagen, merecía la pena arriesgarse.

El presidente había convocado a un grupo de gente en un lugar privado y secreto. Los invitados iban llegando en grandes coches negros tintados, con los ojos vendados. Conocía al primer ministro desde la infancia y sabía que no era un hombre que se dejara influir fácilmente. Entonces lo que le iba a decir tendría que ser de una gran magnitud.

El primer ministro fue el último en llegar y cuando lo hizo se encontró en una gran sala donde había una gran mesa de cristal, y a su alrededor una docena de personas, esperando expectantes lo que tenía que decirles.

Así que no los hizo esperar más. Abrió el sobre y empezó a mostrarle lo que había en el interior. Recortes de periódicos, amarillentos por el paso del tiempo, fotografías y dibujos realizados a lápiz. En los recortes se hablaba de la falta de efectividad de la vacuna contra el virus que los azotaba. Y como nadie hacia nada al respeto, todos se pelean diciendo que la suya era mejor que la del vecino y la gente mientras tanto iba cayendo. Fotografías de cadáveres hacinados en las calles sin que nadie los recogiera. Gente desvalijando tiendas y agrediendo a otros. Un gran titular en donde ponía que la Gran Guerra, la tercera guerra mundial, era inevitable y que los países se estaban preparando para el ataque. Los dibujos mostraban ciudades asoladas, escombros, cenizas por todas partes. Había una nota donde decía que no disponían de cámaras para plasmar aquella desolación, pero que un chaval al que se le daba muy bien el dibujo, dibuja lo que iba viendo.

Contaban en la nota que eran pocos los supervivientes. El mundo había sido destruido casi en su totalidad. Vivian en colonias. Tuvieron que empezar desde cero. Ahora disponían de agua potable y electricidad, y el día a día era una lucha total por la supervivencia ya que el virus seguía entre ellos.

Hubo un silencio total en aquella sala. Todos sabían que el mundo estaba a punto de quebrarse. Y que aquello iba a pasar. Ya habían empezado las revueltas a lo largo del mundo, e incluso corrían rumores de que la mayoría de países, estaban preparando sus ejércitos y sus armas para entrar en guerra. Aquello entonces era verídico. Había pasado. Y querían alertarnos de las consecuencias. Sólo tenían que pararlo.

Los siguientes días fueron de locos. Llamadas, reuniones, científicos del todo el mundo se unieron para dar con la vacuna definitiva, sin pensar en los beneficios, sólo en evitar una catástrofe mundial. La humanidad se podía salvar si todos ponían algo de su parte. Y se produjo el milagro ansiado.

Una mañana, los dos hermanos se despertaron, pero no lo hicieron en el lugar habitual que era una sala dormitorio, donde una veintena de chavales dormían. No. Estaban en una habitación, los dos solos. Les llegó el olor a tortitas y café recién hecho. Se miraron entre ellos sin comprender lo que pasaba. Bajaron. En la cocina estaban sus padres. Se les veía felices. Tenían el televisor puesto. Habían logrado la vacuna definitiva que acabaría con aquel virus. El mundo se había salvado. Ellos no pudieron evitar llorar de alegría mientras se abrazaban. Había funcionado.

 

 

 


sábado, 20 de marzo de 2021

APOCALIPSIS

 


 

 

Unas naves espaciales, se dirigían a la tierra. En el centro de control empezó a sonar una alarma. Todavía estaban lejos, pero a la velocidad que llevaban no tardarían ni una hora en llegar a la Tierra. Eran las 9 de la mañana.

A esa hora, un exorcista, estaba realizando la ardua tarea de expulsar un demonio del cuerpo de una joven. Llevaba toda la noche, estaba amaneciendo y desde entonces no había conseguido que aquel ser oscuro abandonara aquel cuerpo. El sacerdote estaba exhausto. Las fuerzas le flaqueaban. Era una lucha titánica, un mano a mano, con aquel ente, de momento no había un vencedor claro. A las 9 cuando los expertos del centro de control detectaron unos objetos no identificados aproximándose a nuestro planeta, aquel demonio decidió hablar. Ojalá no lo hubiera hecho, porque lo que estaba profetizando sería el fin de la humanidad. El fin de todo y de todos. El Apocalipsis.

El demonio abandonó el cuerpo de la joven, el exorcista se había acurrucado en una esquina de la habitación, balanceándose de un lado a otro en estado de shock, la joven se despertó y a pesar de las magulladuras que tenía en todo su cuerpo logró salir de la cama en la que había estado postrada, acercándose al hombre de la sotana que mascullaba algo entre dientes. Lo zarandeó sin resultado. No quería hacerlo, pero le propinó una bofetada para que reaccionara. El sacerdote salió del trance, la miró, sin comprender en un primer momento, que había pasado, para luego pedir a gritos un teléfono. Tenía que avisar al Vaticano de lo que estaba a punto de suceder.

A las 10 en punto, se atisbaron naves de origen desconocido, en todo el planeta. Cientos de ellas. Miles, decían algunos. La humanidad no estaba sola. La incertidumbre de aquello les llevó a la curiosidad, haciendo que la gente saliera de sus casas a contemplarlas. Aquellas naves no se movían, estaban inmóviles sobre ellos. Esperaban pacientemente, pero ¿qué? Si venían en son de paz, no tenía sentido aquel silencio, a no ser que aquellas no fueran sus intenciones.

Entonces, la Tierra tembló. El suelo se abrió. La gente empezó a correr despavorida intentando buscar un lugar seguro donde guarecerse, pero pocos consiguieron no caer en las grietas que se iban formando a su paso. Los que sobrevivieron, desearon no haberlo hecho, cuando vieron como unos seres oscuros, procedentes del inframundo, salían al exterior. Era una visión dantesca, grotesca, horrible, escalofriante. Demonios de distintas formas y tamaños empezaron a ascender hacia aquellas naves. Eran muchos, incontables, podían ser cientos, miles, nadie lo podía saber con certeza porque los que los estaban viendo enloquecían ante tal visión.

Eran las 11 de la mañana cuando aquellas naves tomaron tierra. La invasión de nuestro planeta era un hecho. Las fuerzas de seguridad estaban avisadas. El ejército provisto de las armas más sofisticadas que poseían, tomaron posiciones. Los gobiernos mundiales, por primera vez en la historia, se unieron para hacer frente a aquella crisis mundial.

De cada nave situada en cada ciudad importante del mundo, un ser vestido con un mono entero, que le cubría el cuerpo de pies a cabeza, de color blanco, salía del interior. Tenía un mensaje que dar. No era muy halagüeño. Aquellos seres tenían aspecto de humanos. Incluso podían pasar por uno de ellos sin levantar la mínima sospecha. Pero había algo diferente en ellos. Los ojos. Estaban desprovistos de vida. Eran negros como la oscuridad más absoluta y hablaban y se movían como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles. Los altos mandos de todo el mundo, el Vaticano y la mayoría de las personas, seguían este contacto alienígena por medio de pantallas de televisión. Pocos fueron los atrevidos que se aventuraron a estar en primera línea, a excepción de periodistas y fuerzas de seguridad. Las distintas religiones de todo el mundo también se consensuaron entre ellas. Todas coincidían en que aquellos extraterrestres estaban poseídos por las fuerzas del mal. El mensaje fue claro, era el principio de una nueva Era, en la que Dios sería desbancado y el Mal, en su estado más puro, tomaría aquel planeta y a todo y todos los que en él vivían. No darían tregua a aquellos que se opusieran a tal conquista, los que acataran sus órdenes formarían parte del ejército capitaneado por Satán. Tenían menos de una hora para darles una respuesta. O se rendían o acabarían con el mundo en su totalidad.

A las 12 en punto, al ver que la respuesta no llegaba, aquellas naves elevaron su vuelo colocándose estratégicamente sobre todo el planeta. La gente se refugió en los lugares de culto, rezando, a la espera de un milagro.

Lanzaron la primera bomba. Los humanos intentaron derribarlos con las armas que tenían a su alcance, pero en menos de una hora, la Tierra tal y como la conocemos, quedó destruida, no quedando en pie, ni una persona, ni animal, ni vegetal. El sol se oscureció, la vida, en su totalidad, dejó de existir. Nuestro planeta quedó reducido a cenizas. Los demonios habían vencido. Era el Apocalipsis.

 

 

 


viernes, 19 de marzo de 2021

EXTRAÑA LLAMADA

 

 

 

Es una tarde de viernes lluviosa, abro el paraguas. Mi hermano y yo quedamos con unos amigos. La noche anterior, a la salida de clase, le habían dicho que habían encontrado algo que teníamos que ver. La intriga nos estaba matando. Éramos los descendientes de la gran guerra. El mundo había quedado asolado y solo un puñado de gente había sobrevivido. Vivíamos en una colonia, somos unas quinientas personas, mujeres, hombres y niños que tratábamos de sobrevivir al día a día. Cultivamos las tierras, habíamos hecho un sistema de regadío, aprovechando un río que teníamos muy cerca. Reconstruimos casas, hicimos una escuela y un hospital, adquirimos conocimientos gracias a libros que hemos ido encontrando y recopilando de generación en generación, así como grabaciones de audio. Logramos volver a tener electricidad y teléfono. Pero aquel virus que nos llevó al desastre mundial, todavía pululaba entre nosotros. Las vacunas no habían funcionado y no teníamos unas nuevas, por lo menos de momento. De vez en cuando salían partidas, de gente, que tardaban más en regresar a casa, porque cada vez que salían iban un poco más lejos. Llegaban con descubrimientos nuevos, vestigios del pasado, de hacía mil años, y gracias a ellos intentábamos avanzar, paso a paso. Pero todavía nos quedaba mucho por hacer. Necesitábamos recursos y sobre todo esperanza porque estábamos a las puertas de la extinción total del ser humano.

Cuando llegamos al lugar de encuentro, las ruinas de una casa, que algún día fue un lugar de culto, nos dirigimos hacia el fondo del recinto, allí había una trampilla en el suelo, metálica, cubierta por una ajada alfombra de color rojo. La habíamos descubierto tiempo atrás, de casualidad, mientras pasábamos el rato tirando piedras a los pocos cristales que todavía quedaban. No nos juzguen, somos apenas unos adolescentes, sin mucho donde divertirnos. Allí abajo no había electricidad, habían encendido unas velas, tenían algo entre las manos. Como un libro, eran un álbum de fotos tomadas con una cámara, sabíamos cómo eran, teníamos algunas en la colonia, aunque no funcionaban. Mostraban ciudades, monumentos, fuentes, niños jugando, mayores preparando la comida, siempre salía la misma gente, seguramente se trataba de una familia que se había ido de vacaciones. También había fotos de caballos y herraduras. Estábamos hipnotizados ante aquella visión. Qué bonito se veía todo. No pudimos evitar derramar unas lágrimas por la emoción que nos embargaba. Ninguno de los presentes había vivido algo así y los que lo hicieron, llevaban mucho tiempo muertos y no podían contarlo. Nos quedamos en silencio. Entonces se me ocurrió algo y se lo hice saber a ellos. Era escalofriante, pero podía resultar. Me dijeron que aquello era una locura.

Aquel lugar estaba lleno de cosas que habíamos ido recopilando los cuatro, a lo largo de los años, y habíamos ido construyendo, casi sin darnos cuenta, un santuario de reliquias de todo tipo de aquella época. Una de ellas era un libro muy gordo, lleno de números de teléfono. Un listín telefónico. Estaba lleno de anuncios que nos asombraban, uno de ellos era el de una mujer con el hábito de fumar. Nosotros teníamos un teléfono fijo en la colonia. Se utilizaba para comunicarnos con otras comunidades que había a lo largo y ancho del mundo. No eran muchas, tal vez una docena a lo sumo. Pero gracias a ello podríamos saber cómo les iba, la gente que sucumbía al virus, y todo lo que nos quisieran contar.

Arranqué una página de aquel listín que era de una ciudad que había existido allí, donde vivíamos nosotros y de la que ahora sólo quedaban ruinas, y la guardé en mi bolsillo. Regresamos a la colonia, olía a tarta de arándanos. Entramos en el despacho de René que era nuestro presidente. La puerta siempre estaba abierta. Ahora teníamos que dar el mensaje. Y esperábamos que nos creyeran. Que nos hicieran caso. Teníamos que viajar en el tiempo para avisar a la gente, de mil años atrás, de lo que iba a suceder. Sabíamos cómo hacerlo, había que aprovechar el equinoccio que se produciría aquel día y que era una puerta para viajar en el tiempo. Llamamos al primer número de aquella hoja. Estábamos muy nerviosos. Nos contestaron al segundo tono. Una voz somnolienta nos respondió al otro lado de la línea. Yo era la que había marcado y a la que le tocaba hablar. Me presenté y le dije que tenía un mensaje que darle. Le empecé a contar lo que iba a pasar y la línea se cortó. Me había colgado. En vez de desesperarme marqué otro número. Esta vez no me colgaron. Un silencio bastante incómodo, se produjo al otro lado del teléfono. Al final cuando aquella persona me habló, me pidió pruebas. Teníamos unas cuantas.

Aquel hombre que recibió aquella extraña llamada se quedó de piedra ante lo que le habían contado. Su primera reacción fue la de colgar el teléfono. Pero no sabía por qué no lo había hecho. Aquello sonaba a ciencia ficción. La persona que hablaba parecía una chiquilla desesperada. Pero tenía pruebas y se las iba a dejar a las 10 de la mañana en un parque cerca de su casa. No perdía nada por ir hasta allí y ver por sus propios ojos si era verdad o no. Lo que encontró fue un gran sobre, pero ni rastro del que lo había dejado. Se sentó en un banco, lo abrió y empezó a sacar las probables pruebas que había dejado. Quedó estupefacto ante lo que estaba viendo. Aquello, si era verdad, era de una gravedad a nivel mundial, terrible. Sabía a quién recurrir, tenía muchos medios a su alcance, por algo era el primer ministro de la Nación. Había que tomar medidas urgentemente.


martes, 16 de marzo de 2021

ESCALOFRIANTE

 




Escalofriante lo que me contó una amiga la otra noche. Marta vive sola en un apartamento más bien pequeño, tiene un perro llamado Roco. El perro duerme a los pies de su cama. Por las mañanas, en cuando un rayo de sol se filtra por la persiana, le lame la cara para despertarla. Lo viene haciendo cada mañana, de cada día, desde muy cachorro. Tiene comprobado que Roco es el mejor despertador del mundo. Una mañana nota el lametazo habitual. Somnolienta entreabre los ojos. En el cuarto hay una oscuridad total. Se da cuenta de que no fue Roco quien le lamió, es más, siente una presencia muy cerca de ella, en su cama. Se queda paralizada a causa del miedo que siente. Nota un aliento cerca de su oreja derecha. Luego un susurro: "los monstruos también sabemos lamer". Me cuenta, que no sabe de dónde sacó las fuerzas para levantarse de la cama de un brinco. Va a mirar si Roco sigue en su sitio, el perro está gimiendo, inquieto, la está mirando y puede ver miedo y angustia en sus pequeños ojos, está claro que él también sintió algo. Abre la puerta de su cuarto y sale, seguida del perro que no se separa de ella, pisándole los talones. Enciende las luces de la casa, todas y cada una de ellas, menos las de su habitación, no se atreve a volver allí. Bebe un vaso de agua, la mano que lo sujeta le tiembla y el agua se derrama por su pijama. Me llama. Mientras no le contesto, se pone a buscar el tabaco, tal vez pensando que un cigarro la tranquilizaría un poco, sin darse cuenta de que había dejado de fumar hacía más de dos años. Le respondo al tercer tono, no entiendo lo que me dice, habla atropelladamente, mientras llora. Oigo ladrar a Roco. Por fin puedo entender algo, “ven, por favor, tengo miedo”. Su tono es suplicante, llora desconsoladamente, sus llantos y sus gritos se mezclan con los ladridos del perro. Le pregunto qué le pasa, me dice algo de un monstruo que la lamió. No entiendo nada, trato de calmarla, pero es en vano. Está muy alterada. Salto de la cama, cojo las llaves del coche y salgo en su busca, con el corazón encogido y rezando para que estuviera bien. Cuando llego, la encuentro fuera de su apartamento, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta y Roco a su lado. Los llevo hasta el coche. Se sube, seguida por su fiel compañero, parece un poco más tranquila. Entonces me lo cuenta, con todo tipo de detalles. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. De camino a mi casa, me sorprendo mirando varias veces por el retrovisor, temerosa de que aquel monstruo nos estuviera siguiendo. No hay nada, salvo oscuridad.  Nunca más volvió allí.


sábado, 13 de marzo de 2021

SUCESO EN EL HOSPITAL

 


 

Estaba en el hospital, mi madre llevaba días ingresada a causa de un fuerte dolor en el abdomen. Los médicos, después de días observándola, decidieron operarla. Hablaron conmigo y me informaron que dicha operación era bastante arriesgada para una persona de su edad (80 años) y que podría tener un desenlace fatal. Pero, por otra parte, si todo salía bien podría tener una buena calidad de vida durante bastantes años más. Así que después de pensármelo y sopesar los pros y contras les di el consentimiento para la intervención quirúrgica.

El día de la operación estaba bastante nerviosa, el cirujano me dijo que podría demorarse varias horas, que intentara relajarme un poco y me aconsejó ir a dar un paseo, si era fuera del hospital mejor que mejor, que en cuanto terminasen se pondrían en contacto conmigo.

Le hice caso, y en cuanto mi madre entró en quirófano decidí salir a la calle y dar una vuelta. Desde las ventanas del hospital podía ver el día tan estupendo que hacía fuera. Un paseo no me haría daño.

Cogí mis cosas y me puse a caminar por el largo pasillo que desembocaba en el ascensor. Se abrieron las puertas y al fondo, apoyada contra la pared, había una adolescente, calculé que no tendría más de quince años. Muy guapa, con una larga melena rubia y bastante alta. Me saludó y se hizo a un lado para dejarme espacio. Tras de mí un hombre vestido con una bata blanca, uno de los muchos médicos del hospital, entró corriendo. Nos saludó cortésmente a la joven y a mí y pulsó la planta a la que se dirigía, curiosamente iba a la planta principal como yo, y el ascensor se puso en marcha. Se hizo un silencio incómodo y para romper el hielo le pregunté a la chiquilla si venía a ver a alguien. El ascensor parecía que no tenía mucha prisa por llegar al destino que le habíamos indicado, porque hacía paradas en cada planta, tomándose su tiempo, que me parecía eterno. La joven en cuestión me dijo que venía a recoger a su abuela. Le hice saber que me alegraba que se hubiera recuperado y que pudiera irse a casa. El médico no hablaba, pero me fijé en su cara y vi incertidumbre en ella y algo parecido a miedo, quizá. El ascensor se pasó nuestra planta de destino y siguió subiendo. Miré incrédula hacia los botones por si se habían desactivado, pero la planta 0 seguía marcada. No entendía nada. Llegado a este punto, el médico se puso visiblemente nervioso, unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Por fin el ascensor se detuvo, y lo hizo en el piso sexto. Se abrieron las puertas y una ancianita vestida con el camisón del hospital apareció en el umbral. La joven la abrazó con ternura, mientras la colmaba de besos, luego la ayudó a entrar en el ascensor. En un visto y no visto, el médico desapareció. Desconcertada dirigí la mirada hacia el pasillo y lo vi alejarse con paso ligero, casi corriendo. No lo pensé y corrí tras él. Lo llamé, pero parecía que no me escuchaba o que tenía mucha prisa para llegar a donde fuera que iba y no quería pararse. Finalmente lo alcancé, su aspecto era terrible, estaba sudando copiosamente, su cara se había puesto lívida y cuando me miró vi miedo, pánico, desconcierto, en su mirada, se tambaleaba como si estuviera borracho, lo agarré a tiempo, antes de que se desplomara en el suelo. Vi una sala de espera cerca de donde estábamos y lo llevé hasta allí, no había nadie. Lo conduje hasta una silla para que se sentara. Le serví un vaso de agua del dispensador, se lo bebió a pequeños sorbos, por fin, el color volvió poco a poco a sus mejillas. Al cabo de un rato, todavía conmocionado, logró contarme lo siguiente: el día anterior, ya entrada la tarde, había llegado en una ambulancia una chiquilla, víctima de un atropello. La joven ingresó cadáver. Su abuela que acudió al hospital en cuando la hubieron llamado, no pudo soportar la noticia y le dio un infarto, muriendo casi en el acto. Intentaron reanimarla, pero no pudieron hacer nada por salvarle la vida.

Luego añadió algo que cambiaría mi vida para siempre.

La joven del ascensor, era la víctima del atropello y la anciana a la que abrazó, su abuela.

El móvil sonó en mi bolso, con el pulso tembloroso, respondí, el cirujano había terminado de operar a mi madre, todo había salido bien.

 


REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...