Soy ciego. Pero no nací privado de la vista. Un fatídico accidente
de coche, hace cinco años, envolvió mi vida en sombras. Imagínense ustedes cómo
me sentí cuando me di cuenta de lo que pasaba. La alegría de seguir con vida,
dio paso a la ira de no haber muerto, para qué vivir si ya no podía contemplar
el rostro de mi amada esposa y el de mi querida hija. Meses de terapia para superar el trauma.
Aprendía a utilizar mis otros sentidos y a fingir que todo iba bien. Me gustaba
dormir, mi esposa dice que parezco una marmota,
pero no es así. Finjo que duermo. Las noches son lo peor, no hay una en que
no escuche pasos en la habitación, voces susurrándome al oído, incluso
vislumbro, figuras altas y delgadas, de dientes afilados y garras que me
acechan entre las sombras de mi habitación. No se lo cuento a nadie, para qué,
pensarán que son alucinaciones provocadas por mi trauma. Tal vez sea así, pero
son tan nítidas….
Hoy es un día especial y aunque no me apetezca mucho
celebrarlo sé que mi esposa lleva días preparándolo todo para darme una
sorpresa. Hoy, 26 de marzo, celebro mi cumpleaños número 40. Me haré el
sorprendido, sonreiré y fingiré (son un experto en eso) que soy feliz. El olor
del adobo llega a mi habitación, y
aviva mis ganas de desayunar. Pero antes debo escuchar el radiograbador que puse por la noche, espero que no haya nada
grabado en él.
Cuando mi vida dio este giro inesperado, tuve que mandatar a mi hermano para que se
hiciera cargo de mis negocios. Hace un buen trabajo, le ayudo cuando me lo
pide, pero sin salir de la sombra y exponerme a miradas curiosas.
Me levanto para ir al baño. Conozco el camino de sobra,
no me hace falta el bastón. Pero sobre la silla que está al lado de la cama hay
algo, lo toco y sé lo que es, el vestido que mi esposa se pondrá esa tarde, sé
que es de color rojo, no porque lo “vea”
ni sea adivino, sino porque me lo dijo ella, le encanta ese color. La habitación
está tan ordenada que, como siempre,
no encuentro ningún obstáculo en mi camino al baño.
Otro olor inunda la casa, es el olor a manzana. Intuyo que, en la cocina, se
está preparando una tarta, es mi preferida.
Salgo un rato al jardín, me gusta el olor que trae la
primavera consigo. Es el olor del resurgir de la vida. Me siento a escuchar los
ruidos que hay a mi alrededor, casi puedo escuchar crecer la hierba, las flores
abrir sus pétalos al sol y por primera vez en mucho tiempo me siento en paz
conmigo mismo y con la naturaleza.
Los invitados a mi cumpleaños empiezan a llegar. Me
saludan, me abrazan y parecen alegrarse de verme. Estoy feliz de que estén
conmigo en este día tan especial, los cuarenta no se celebran todos los días y
tengo que reprimir unas lágrimas por la emoción que aflora en mí. La comida se
celebra en armonía y con muy buenas vibraciones, la primavera está haciendo
efecto en todos y cada uno de nosotros. Mi sobrina se acerca a mí y me da un
paquete. Un regalo. Lo abro, lo toco y me doy cuenta de que es un jersey, la abrazo emocionado, me dice
que lo hizo ella, eso tiene un valor añadido. Me lo pruebo, es ligero, pero abriga.
Fue el primer regalo de varios. Debido a la emoción que me embarga no puedo
evitar romper a llorar. No me avergüenzo de ello, los hombres también lloramos
y sienta muy bien hacerlo de vez en cuando.
Creía que la ronda de regalos había llegado a su fin.
Pero me equivoqué. Sonó el timbre de la puerta. Entonces el silencio se hizo a
mi alrededor. En mi mundo de oscuridad, no podía apreciar lo que estaba
pasando. Nadie decía nada. Escuché la voz de mi esposa hablando con alguien, parecía
la voz de un hombre. También los pasos de ambos dirigiéndose al comedor donde
estábamos reunidos. Me saludó por mi nombre y me entregó algo. Parecía un
sobre. Reconozco que estaba nervioso, inquieto y asustado incluso. Las manos me
temblaban. Me dio la impresión de que tenía corchetes, pero eran unos clips, que sujetaban aquellas hojas de
papel. Era obvio que no podía leer lo que hubiera allí escrito, a no ser que
estuviera en braille. Mi querida esposa ese acercó a mí y dulcemente me dijo
que aquello era un regalo que aquel hombre, muy amablemente, me hacía. El
citado hombre era un prestigioso cirujano oftalmólogo y lo que estaba escrito
en aquellas hojas era un consentimiento que debía firmar para una operación que
me devolvería la visión. Le pregunté, en un hilo de voz, a causa de la emoción,
las probabilidades de éxito, me dijo que eran del 99%. No os podéis imaginar lo
que sentí en esos momentos, un cúmulo de sentimientos se agolparon en mí,
quería llorar, gritar, saltar, pero no hice nada de todo aquello. Sólo pude
asentir con la cabeza y firmé aquella hoja. Había abierto de nuevo la puerta
que se había cerrado tras de mi hacía cinco años. Y lo primero que se me vino a
la cabeza fueron embarcaciones navegando
por el largo y ancho mar. Y mi deseo cuando recuperara la vista, sería ir en
una de ellas, sentir la brisa y el sol en mi cara y gritar a pleno pulmón. Y tal
vez, el regreso de la luz a mi vida, disiparía los monstruos y las voces que
surgían de la oscuridad.