Aquel hombre de constitución más bien fuerte, alto, con
el pelo cortado al cero, con unos ojos azules como el mar, fue ingresado en el
ala psiquiátrica del hospital. Motivo: intento de suicidio. Su primer día
andaba perdido por todas partes. Su idea era la de no salir de la habitación,
pero si quería ver la tele y comer tendría que hacerlo en las zonas comunes con
los demás internos. Así que no le quedó otra que salir. El comedor estaba
bastante concurrido. “la de locos que hay por aquí”, pensó y sonrió ante tal
ocurrencia. Luego se arrepintió, él era uno de ellos, o eso le querían hacer
creer. Se sentó solo en una mesa, no conocía a nadie y no se le daba bien lo de
hacer amigos.
Por la tarde salió al jardín a que le diera el aire, era
un día soleado y hacía calor. El pronóstico era que el verano transcurriría con
más días calurosos como aquel. No le apetecía mucho caminar así que se sentó en
uno de los bancos de madera que había a lo largo y ancho del jardín. A pocos
metros de él, había un hombre ya mayor, calcularía sobre setenta años, más o
menos, podría ser su padre tranquilamente. Estaba inmóvil mirando a la nada. Decidió
acercarse a él y hablarle, ¿qué podía perder? No mucho, pensó. Y así lo hizo.
El hombre era parco en palabras y aparte que algún que otro monosílabo no decía
nada más. Así que él empezó a contarle, largo y tendido, el motivo por el cual estaba
ahí. Lo hizo durante casi una hora, hasta que los llamaron para cenar. Los días
siguientes hizo lo mismo, no paraba de parlotear con aquel hombre, aunque ese
no le contestase nunca, ni le diera parecer alguno sobre lo que le contaba. Le
gustaba aquella situación, nadie le escuchaba como él quería y la verdad era
que tenía mucho que decir. Le habló de su mujer que lo había encerrado allí y a
la cual la odiaba por aquello, a sus suegros por incitarla a hacerlo. De sus
padres que no lo iban a visitar y que tampoco habían hecho nada por impedir su
ingreso y así durante días y horas. Siempre el mismo repertorio.
Un día un celador le comentó que, a su amigo, “el mudo”
como lo llamaban, le darían el alta al día siguiente. Él contento por aquella
grata noticia, le escribió una nota donde figuraba su teléfono y su dirección
para que fuera a visitarlo en cualquier momento. Sabía que en dos o tres días él
también se iría de allí. El hombre lo miró y por primera vez le sonrió.
Tres días después, le dieron el alta, como estaba
previsto. Cuando estaba saliendo del hospital vio su coche aparcado fuera. Su
preciado monovolumen de color negro. Le pareció extraño que su mujer le fuera a
buscar, porque él no había llamado a nadie. Pensó, enfadado, que el hospital se
habría puesto en contacto con ella para informarle de su alta. Ese era sin duda
alguna, el motivo de que estuviera allí, esperándolo.
Se encaminó hacia su coche, tranquilamente, pensando que
tal vez ella estuviera arrepentida de haberlo encerrado allí y que le pediría
perdón por la decisión que había tomado. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar
que al volante no estaba su mujer sino aquel hombre, el amigo que había hecho
en el hospital. Le saludó, el hombre le hizo un ademán para que se sentara en
el asiento del copiloto. Al entrar comprobó que en la parte de atrás del coche había
cuatro maletas grandes de color negro. Le preguntó si se iba de viaje. El hombre negó
con la cabeza. Metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y le entregó
una nota que decía: “ya puedes estar tranquilo, me he encargado de tus
problemas”.
Rápida como un rayo, una idea terrorífica pasó por su
cabeza. Abrió una de las puertas traseras. Sobre cada maleta, había pegada una
nota. En una ponía SUEGRO. Espantado y temeroso de lo que podía haber en las
otras maletas siguió leyendo. En otra, SUEGRA, en la otra, PADRE y en la otra MADRE.
Las piernas le flaqueaban, le faltaba el aire, no podía respirar. Salió de allí
asustado, fue hasta la parte trasera del coche. Abrió el maletero. Había otra
maleta, en ésta la nota rezaba ESPOSA. Con manos temblorosas abrió la maleta.
Dentro yacía el cuerpo de su esposa descuartizado. Horrorizado ante tal visión
se apartó de él. No supo, hasta que fue demasiado tarde, que aquel que creía su
amigo, estaba detrás de él. Llevaba una barra de hierro en la mano. Antes de
que la descargara sobre su cabeza, ya sabía que aquel era su final.