viernes, 7 de mayo de 2021

VIAJE EN TREN

 

 

 

 

Mi padre había sido gran parte de su vida timonel, y decidió que aquellas vacaciones las pasaríamos en casa de su hermana, que vivía en una gran casa en las montañas. Yo tenía nueve años y unas ganas enormes de ir a la playa. Así que, durante aquel viaje en tren, apenas le dirigí la palabra, ni a él, ni a mi madre por ser cómplice de sus locuras. Abrí la ventana, hacía mucho calor. Un pájaro se posó a escasos centímetros de mí y envidié su libertad por ir a donde quisiera. En el camarote de al lado, alguien tocaba pésimamente un samisén, mientras yo hojeaba un libro que tenía varias fotografías donde se veía a un niño en trineo. Esa imagen me dio escalofríos, no lo envidié, odiaba la nieve. Yo seguía enfadado, pero estaba atento a lo que hablaban mis padres entre ellos, no entendía mucho de lo que decían, no paraban de mencionar una y otra vez algo sobre una cartola. ¡Cosas de mayores! Pensé y seguí leyendo. Mi padre se ausentó un momento y para cuando volvió, lo hizo con unos platos de pasta regados con pebre, olía muy bien y lo devoré, como si no hubiera comido en años. Entonces algo pasó. El tren se detuvo. Miré por la ventanilla y no veía más que árboles y más árboles. Mi padre, nos dijo que no nos moviéramos de allí, mientras él iba a ver qué pasaba. Yo seguía pegado al cristal. Algunos pasajeros también bajaron. Cuando regresó mi padre nos dijo si queríamos salir y estirar un poco las piernas porque lo más seguro es que estaríamos un buen rato parados. ¡Yupi! Grité, era la mejor noticia que me habían dado desde que habíamos salido de la estación. Algún día, cuando fuera lo suficientemente mayor, iba a despublicar todo lo que habían escrito sobre la comodidad de los trenes. Mi opinión personal es que era el peor medio de transporte habido y por haber. Cuando pisé tierra, me puse a correr, yo también quería saber que era aquello tan importante que había conseguido parar a aquel monstruo de hierro. Vi más de un sanitario, auxiliando a un par de niños, no más mayores que yo, que yacían inmóviles en el suelo. Me conmocionó verlos tan quietos, y sobre todo ver la sangre que los cubría. Alcé la mirada y vi el autobús. Estaba tumbado de lado en el medio de la vía. Presté atención a lo que decían los adultos a mi alrededor. Al parecer en aquel autobús viajaban veinte niños y el conductor, en el suelo sólo había dos niños y un adulto, ¿dónde estaban los demás? Decidieron hacer batidas por el bosque. Pensaron también, que sería más adecuado que las mujeres y los niños nos quedásemos en el tren. Yo protesté, quería ir con ellos. Mi padre me hizo ver que no era seguro internarse en el bosque, estaba oscureciendo y no sabían que se podrían encontrar allí. Mi madre me suplicó que no la dejara sola. Así que cedí y me quedé. Una anciana vestida totalmente de negro, se puso a gritar a viva voz que no fueran, que no se adentraran en el bosque. Y empezó a hablar de espíritus malignos y cosas de esas sobre fantasmas. La verdad es que aquella señora logró asustarme mucho. Una mujer más joven, seguramente su hija, la agarró suavemente por los hombros e hizo que se metiera en el tren, diciéndole que no atemorizara a aquella buena gente que iban a buscar a esos niños. Me dormí abrazado a mi madre, pero cuando me desperté, hacía ya tiempo que había amanecido, no estaba a mi lado. Salí al exterior y la vi caminando de un lado a otro con otras mujeres, me pareció escucharla llorar. La abracé para consolarla y le pregunté si papá había vuelto. Sentía una gran nostalgia por él. Me dijo que no, que ninguno de los hombres había regresado todavía. La mañana dio paso a la tarde y seguían sin aparecer. Al anochecer vimos a unos hombres que se acercaban. Echamos a correr a su encuentro, pensando que eran ellos. Pero no era así. Eran gente de los pueblos de alrededor que habían ido en su busca. Resultó que aquella anciana del tren, que les había gritado que no fueran, alertándoles sobre malos espíritus, tenía razón. Aquella buena gente nos relató una leyenda contada por padres a hijos, durante generaciones, y que llevaba una advertencia implícita: nunca te internes en el bosque de noche. Al parecer, al anochecer, unos espíritus malignos, con la habilidad de tomar diversas formas, entre ellas la humana, se aparecen en cualquier parte del bosque a la gente que deambula por allí. Cuando le preguntan cómo salir de allí, las indicaciones que dan son las erróneas, provocando ello, que la gente se adentre más y más, hasta que mueren de sed y de hambre. Los niños del autobús, en un intento de pedir ayuda, se habían internado en el bosque, aquellos espíritus habían tomado una forma infantil como la de ellos, indicándoles el camino equivocado, el camino de una muerte segura. Los hombres también habían caído en su engaño, el camino que les habían indicado los llevó a un gran pantano con arenas movedizas, del que ya no pudieron salir. La anciana murió mientras dormía.

miércoles, 5 de mayo de 2021

LA MELODIA DEL DOLOR

 


 

Samisén se llamaba el instrumento que aquel hombre tañía melodiosamente, ante el asombro y regocijo de los presentes en aquel cementerio, situado a las afueras de la ciudad. Para los que no iban a menudo, les resultaba extraño, incluso fuera de lugar, que aquel anciano sentado sobre la losa de una tumba, hiciera plañir con tanta destreza aquel instrumento, arrancándole notas cargadas de pena y dolor. Pero para la gente del pueblo, lo extraño sería que el hombre no estuviera allí cada mañana, de cada día, desde hacía más de un año, en que su amada esposa había muerto, después de una larga enfermedad. Aparecía nada más despuntar el alba y se quedaba hasta bien entrada la tarde, sin importarle las inclemencias del tiempo. Y cada día algún vecino, le llevaba un plato de comida regada siempre, con pebre. Era tan habitual escuchar aquella melodía, que ya formaba parte de la vida cotidiana del pueblo. Los primeros meses, el anciano se iba a su casa a dormir. Sus viejos huesos y sus dedos artríticos, le pedían a gritos un poco de descanso. Pero la soledad, la pena y el dolor eran su única compañía en aquella su humilde morada. Recordaba, acostado en la cama mientras esperaba que el sueño lo envolviera, los momentos felices vividos allí y que se habían esfumado, volado, desaparecido, como había pasado con su dulce esposa. Incluso al cerrar los ojos podía escucharla reír, feliz, mientras juntos bailaban al son de la música de su viejo tocadiscos. Los meses pasaban y su dolor era cada vez más intenso. “El tiempo todo lo cura” le decían, pero el tiempo parecía que tenía otro plan, que no era precisamente amortiguar su dolor. Dejó de ir a su casa. Las noches las pasaba en el camposanto. La soledad, la pena y el dolor, dieron paso a una enorme paz que le embargaba el corazón. El sueño llegaba rápido, y mientras los párpados se iban cerrando, poco a poco, pensaba que tal vez esa noche, sería la última que pasara en la tierra y que al fin volvería a ver a ver el rostro de su amada. Una mañana de primavera, una mujer había acudido a primera hora al cementerio. Llevaba flores a su madre. Lo hacia una vez a la semana y se quedaba un rato conversando con ella. La ponía al tanto de lo que le había acontecido durante esos días. Mientras iba caminando entre las tumbas, se dio cuenta de que algo no iba bien. No escuchaba el samisén. El lugar donde se sentaba el anciano no quedaba muy lejos de donde estaba. Decidió acercarse y ver qué había pasado. A lo lejos una pareja de ancianos, cogidos de la mano, se iban acercando a ella. Cuando pasaron a su lado, la joven se dio cuenta, atónita, de que los pies de aquella pareja no tocaban el suelo, flotaban.  Se giró para fijarse mejor.  Habían desaparecido. Sobrecogida siguió su camino, pero ya no andaba, corría, alentada por un mal presentimiento. Al llegar al sitio donde estaba siempre el anciano, encontró su cuerpo ya sin vida.

 

sábado, 1 de mayo de 2021

EL DINERO

 


 

 

 

El hombre lloraba la muerte de su esposa, el hijo, lloraba la muerte de su madre. Frente a ellos había un ataúd cubierto por completo de flores, a punto de descender a la fosa cavada en la tierra, que sería su nueva morada. Había fallecido dos días atrás en un accidente de coche.

Al terminar el oficio la gente, poco a poco, se fue yendo tras darles el pésame, hasta que sólo quedaron ellos dos. Con apenas fuerzas para caminar, porque el dolor que sentían era como una losa puesta sobre sus corazones, llegaron al coche. En la radio hablaban sobre el robo efectuado, hacía un par de días, en un banco de la ciudad. El padre apagó la radio e hicieron el resto del camino de regreso a casa, en silencio. Mientras el joven, que había cumplido dieciocho años días atrás, se había recostado en el asiento del copiloto y dormitaba, el padre, no dejaba de mirar por el espejo retrovisor, nervioso, impaciente. Los había visto en el cementerio, eran dos, los había reconocido por sus trajes negros y las gafas de sol. Sabía que lo estaban vigilando.

Un coche blanco estaba apartado delante de su casa. Sabía de quién era. El chaval seguía durmiendo ajeno a todo. Mejor así, pensó.

- ¿Dónde está el dinero? –le espetó

-Acabo de enterrar a mi mujer, capullo, un poco de respeto –le respondió de mala manera.

El hombre llevaba en el bolsillo de su abrigo, una pistola, se arrimó a él y le apuntó con ella.

-Dime dónde está el dinero y te dejaré en paz. -insistió

En ese momento los dos hombres que habían estado en el cementerio, pasaron por delante de la casa, iban en un coche negro. Aminoraron la marcha y les dispararon. Las balas silbaban a su alrededor. El hombre temeroso que le hicieran algo a su hijo, fue corriendo a buscarlo, mientras el otro hombre se metía en el coche y huía.

Ya dentro de la casa, el padre tenía claro que tenían que salir de allí o los matarían a los dos.

Su esposa, él, y el capullo aquel que lo había estado esperando fuera, habían atracado aquel banco. Hacía meses que sabía que su esposa y aquel hombre tenían una aventura. Hizo sus propias indagaciones y descubrió que tenían pensado matarlo después del atraco, para luego llevarse al hijo de ambos y el dinero. Pero les había salido mal el plan. La mujer había muerto y él tenía el botín. También sabía que aquel hombre no pararía hasta tenerlo, y que haría todo lo posible por recuperarlo. Los hombres del cementerio, eran del FBI. No sospechaban de él, todavía, pero sí del otro hombre. Estaba claro que tenía que huir, con su hijo y el dinero, lo antes posible y empezar una nueva vida lejos de allí.

Metieron lo imprescindible en unas mochilas y se fueron a un hotel. No podían ir en su coche, así que lo hicieron en un taxi. Le pidió al taxista que lo dejara a un par de manzanas del hotel. El resto del trayecto lo hicieron a pie. Se registraron con nombres falsos y ya en la habitación, planearon la fuga. El chaval sacaría unos billetes de tren que saliera esa madrugada. El padre, iría en busca del dinero. Le dio unas instrucciones claras a su hijo, sino aparecía en la estación a la hora estipulada, tenía que coger aquel tren y largarse de allí. Le dio un sobre que tendría que abrir una vez estuviera dentro del tren.

Al anochecer el hombre salió del hotel. Empezó a caminar evitando las farolas y las cámaras de seguridad que había por toda la ciudad. Se había puesto una gorra y se había vestido de negro para pasar desapercibido.  Vio un par de veces el coche negro recorriendo las calles de la ciudad. Pasó delante de su casa. Volvió a ver el coche blanco, dentro había tres hombres. Aquellos sicarios estaban esperando a que regresara. Se escondió detrás de un árbol. Desde su posición pudo ver como entraban en su casa. Buscaban el dinero. Siguió caminando hasta llegar a su destino. La tierra todavía estaba blanda y no le costó cavarla y llegar hasta el ataúd de su esposa. Allí había escondido una bolsa de deportes. Dentro estaba el dinero.

Llegó a la estación de tren cinco minutos antes de que arrancara. Su hijo nervioso, caminaba de un lado al otro del andén.  Escuchó por megafonía el último aviso para subir al tren. El chaval subió, mirando a ambos con la esperanza de ver a su padre. Sabía que no lo había conseguido. Se sentó, sacó la carta del bolsillo de su cazadora y se disponía a abrir el sobre, cuando un anciano le entregó una bolsa de deportes. Confuso le dio las gracias sin comprender bien lo que estaba pasando. La colocó a sus pies. Tenía la corazonada de que su padre estaba detrás de todo aquello. Abrió el sobre y lo comprendió todo.


viernes, 30 de abril de 2021

VICTOR

 

Al cumplir los dieciocho se había ido de casa. Su madre lo había abandonado cuando tenía doce años y la convivencia con su padre, con una grave adicción al alcohol, se hacía cada día que pasaba, más y más insoportable. Pero no siempre fue así, recordaba días buenos cuando los tres eran una familia de verdad, cuando su padre no bebía y su madre siempre estaba sonriendo. Pero desde aquel fatídico día en que su padre, totalmente borracho, le dijo que su madre se había ido, fue el comienzo de un final que tardó seis años en hacerse realidad. Se fue pensando en no volver a pisar esa casa nunca más, no lo hizo, ni cuando su padre murió. Sin embargo, conocía al detalle todo lo que ocurría por su ciudad (o eso creía) a pesar de que hacía más de quince años que no había vuelto a aparecer por allí. Al irse de casa se alistó en el ejército. Pronto, sus habilidades para disparar y su sangre fría, lo destacaron entre todos los demás. Tras cinco años sirviendo a su país, lo dejó para trabajar en una empresa privada. Lo tenía todo, respeto, dinero, reconocimiento. Era el mejor sicario, con diferencia, del país. Nunca pensaba en sus padres. El pasado era una lacra que no se podía permitir llevar a sus espaldas. Hasta que un día, por casualidad, vio a una mujer, de unos cincuenta años, alta, rubia y muy atractiva. Había algo en sus ojos que le llamó la atención. Esos ojos le eran familiares. No la había visto nunca antes por allí, le dijeron que era la mujer del jefe. Casi nunca se dejaba ver en público. Le intrigaba. Quería saberlo todo de ella. Hizo sus propias averiguaciones, sabía a dónde ir y a quién acudir. Le llevó tiempo y dinero. Pero lo consiguió.

Víctor, había elegido aquel nombre al llegar, al fin y al cabo, era el que le habían puesto en la pila de bautismo, porque aquella era su ciudad. Debido a su “trabajo” no tenía amigos, porque no solía quedarse mucho tiempo en un sitio, a veces eran días, otras eran semanas, casi nunca más del mes completo. Pero no estaba allí por su trabajo, el motivo era de índole personal. Ataviado con un traje negro, corbata gris, camisa blanca y unas gafas de sol, se subió a uno de los taxis que esperaban a la salida del aeropuerto. La casa que tenía ante sí no había cambiado nada, estaba igual que la recordaba. Llamó al timbre. Nadie respondió. Levantó el macetero situado al lado de la puerta y sacó la llave que había debajo.  Recorrió la casa evocando recuerdos que creía olvidados. No había nadie. El timbre de la puerta sonó. En el umbral había un anciano. No le costó reconocerlo, había sido su vecino. El hombre tras saludarlo emocionado después de tantos años, le informó que su madre había fallecido hacía tres días.  Frente a su tumba, abrumado por el dolor, sólo podía observar las flores, con una obsesión enfermiza, mirando la forma de sus pétalos con una disposición de verticilo. Un carraspeo a sus espaldas lo sacó de su ensimismamiento. Se giró para ver de quién se trataba.

Nuevamente era el vecino, le quería dar el pésame por la pérdida. Pero él no sentía una pérdida aquel día, aquella pérdida la había llorado hacía muchos años atrás. Lo que sentía era ira, rabia. El anciano le explicó que había regresado hacía un par de meses, aquejada de una grave enfermedad, desando morir en la casa en la que una vez fue feliz.

Víctor no le confesó a aquel hombre, que ese dolor que veía reflejado en su cara, ese dolor, que lo minaba por dentro y lo corroía, ese dolor, era por no haberla matado él mismo, por no haber llegado a tiempo de quitarle la vida con sus propias manos. Así de grande era su odio hacia ella.  

LA VERDAD

 

 

 

 

Atravesando el raíl del tren, que pasaba justo delante de aquel inmenso edificio, ubicado en medio de la nada, lo descubrí. Junto a aquellos raíles había unas flores extrañas, podía ver la forma de sus pétalos en verticilo. A causa de mi trabajo cualquier detalle me llamaba la atención y aquellas flores eran algo nuevo para mí. Me coloqué junto al muro, desde mi posición, escondido entre las sombras que el atardecer me otorgaba, tenía una buena visión al acceso del mismo. Incluso descubrí que el guardia era un videojugador empedernido. Nunca dejaba de sorprenderme la de cosas que descubres cuando vigilas a alguien. Empecé a tomar fotografías de los coches que entraban y salía de las instalaciones. En un momento dado, se pararon junto al control. Algo pasaba. Entonces lo vi. El presidente se había bajado de uno de ellos mientras le gritaba al guardia de seguridad. La fotografía lo captó de lleno. ¿Qué hacía allí el presidente en persona? Una tristeza enorme se adueñó de mi corazón. No me había equivocado en mis predicciones. El hombre vociferaba, moviendo los brazos como aspas de molino. Entonces pasó. Las probabilidades de que saliera inmune de aquella aventura era de una entre un billón. Escuché mi nombre, mientras me conciencia se abría paso entre la espesura que invadía mi cerebro. ¡Víctor! ¡Víctor! Era mi novia intentando despertarme ¿Cómo había llegado a mi casa? Busco la cámara. No está. Entonces ella me muestra un video que había llegado a mi correo electrónico, hacía unos minutos. En él mostraban la tortura psicológica a la que me habían sometido. Tumbado y atado en una camilla, me obligaban a ver, una y otra vez, imágenes sonoras de monstruos siniestros, destripando gente, matando niños y mujeres, practicando el canibalismo. “Experimento de tolerancia visual ante actos terroríficos reales” (ETAR), lo llamaban. Los gritos aterradores de aquella gente, me taladraban el cerebro. Supe que aquel día, la fina línea que separa la cordura de la locura se había resquebrajó en varias zonas de mi mente. Y aquellas flores… estaban en aquellas terribles imágenes, en todas y cada una de ellas.

Mi agonía y mis ansias de venganza se unieron, formaron un terrible duopsonio.  Mi novia desapareció. Encontraron su cuerpo un mes después. La identifiqué por el tatuaje de una rosa en su hombro derecho.

Hoy he salido a la calle por primera vez desde hace algo más de un mes. No tengo comida en casa. Con un pie en el portal y el otro en la acera, miro hacia un lado y hacia el otro, esperando ver algo o alguien que me alerten de un eminente peligro. Me pongo la capucha de la sudadera sobre la cabeza. Hay un callejón sin salida a dos manzanas de mi casa. Una puerta negra da acceso a una casa. Un delicioso aroma me envuelve nada más entrar. Ella está ahí, esperándome. Me hace un ademán con la mano, indicándome una silla. Me siento en ella, ante una mesa de madera. Vuelve al cabo de un rato con un plato de comida. La devoro, literalmente. Ella me observa con cariño, como sólo una madre puede hacer. Le entrego un pendrive. Ella, una caja de cartón. Al salir de allí, gotas de sudor se empiezan a formar en mi frente y se van deslizando entre los surcos de las arrugas de mi cara. Tengo miedo. Empiezo a caminar. La calle vacía, hacía poco más de una hora, estaba ahora atestada de gente. Cabizbajo me abro paso entre la multitud. Algunas personas chocan conmigo, puedo sentir su contacto en mi cuerpo, otras también lo hacen, pero no siento nada, los atravieso sin que muestren ningún tipo de reacción. Los pies de estos últimos no rozan el suelo y sus miradas se pierden en la lejanía. Caminan entre los vivos sin que éstos se percaten de su presencia. Pero yo sí puedo hacerlo. Si logro llegar a casa sin levantar la vista del suelo, evitando así, todo contacto visual con ellos, estaré a salvo, si me descubren, me seguirán, siempre lo hacen. Al fin llego al portal. Saco la llave del bolsillo delantero de mi viejo pantalón vaquero. La abro. Subo las escaleras de dos en dos hasta el tercer piso, donde está mi apartamento. Entro y cierro la puerta. Me apoyo en ella mientras exhalaba un suspiro, para luego tomar aire. Presiento que hoy va a ser un día muy movido, como siempre pasa cuando salgo a la calle. Había un niño, de unos cinco años, jugando con una pelota roja, nunca lo había visto, se había colado. El hombre con una gran barriga cervecera viendo la televisión, un habitual, al igual que la mujer ataviada con un delantal blanco manchado de sangre, que no para de limpiar el suelo. Cuando llevo varios días sin salir, dejan de mostrarse. Algunos son juguetones y me mueven las cosas de sitio o las tiran al suelo. A otros se les da por encender y apagar las luces, los que hay que ríen y los hay que lloran. Pero nunca son violentos, simplemente están ahí porque no saben a dónde ir, están atrapados entre dos mundos. Si los ignoro me dejan en paz. Lo aprendí en carne propia. Al principio les hablaba y les pedía que se fueran. Entonces me insultaban, incluso me atacaban, haciéndome arañazos y moratones por todo el cuerpo. Llegó un momento en que se me hacía muy difícil vivir en esta casa, pero tampoco quería rendirme e irme. Así que opté por ignorarlos, ellos hicieron lo mismo conmigo. Esta es mi nueva vida, la que ellos me provocaron.

La maquinaria de la venganza está en marcha. Aquel pendrive, junto a otros muchos, se harán públicos en el momento oportuno. Cuento con el apoyo de mucha gente repartida por todo el mundo, víctimas de varios experimentos gubernamentales, supervivientes del horror más absoluto. La verdad, sólida y firme dará lugar a un total mundialismo.

 

martes, 27 de abril de 2021

EL ESCRITOR (1)

 

 

 

 

Le despertó un aire gélido que le azotó la cara como una bofetada. Estaba desorientado y algo mareado. Se incorporó. Se dispuso a bajarse de la cama, pero… no había cama, estaba tumbado en la tierra, cubierto de hojas y lleno de polvo y barro. Se levantó de un salto, asustado. Su hermano estaba a su lado, todavía seguía dormido, lo sacudió con brusquedad para que se despertara. Juan, somnoliento, entreabrió los ojos. Cuando se dio cuenta de donde estaba, se puso a llorar.

Se miraron entre ellos, ¿dónde estaban sus pijamas? Llevaban puestas unas camisas de lino que, en algún tiempo, muy lejano, habían sido blancas y que ahora estaban muy sucias y llenas de manchas. También vestían unas calzas que le llegaban hasta la rodilla, unas medias y unos zapatos de piel.

¿Cómo habían llegado hasta allí? Y por supuesto, ¿dónde estaban?

El último recuerdo que tenía Carlos, el mayor de los hermanos, es adormecerse junto a Juan, en la habitación que compartían en la casa de sus padres. A ambos les encantaba la lectura y esa noche, Carlos le estaba leyendo en voz alta, un libro que les encantaba, Drácula, del escritor Bram Stocker. Después de ese recuerdo, nada, hasta que se despertaron en medio de aquel camino polvoriento, en un lugar desconocido para ellos.

Se preguntaban si estarían viviendo un sueño compartido, y si era así, cómo podrían salir de él y despertarse. Eran muchas las preguntas que rondaban por sus cabezas y ninguna respuesta a la vista.

Todavía no había amanecido. Echaron un vistazo a su alrededor, sólo había árboles y más árboles, y el camino en el que se encontraban (que parecía interminable y que se perdía más allá de donde alcanzaba sus vistas). Juan, empezó a temblar, pero no era de frío sino de miedo, la causa, fue una idea que se le cruzó por su cabeza. Se la hizo saber a su hermano ¿Y si algún animal salvaje tenía su hogar en aquel bosque? 

Escucharon unos gritos a lo lejos. Gente que se acercaba. Juan se puso eufórico, quiso gritarles, pidiendo ayuda, pero Carlos le tapó la boca y lo arrastró hasta un árbol cercano, escondiéndose detrás de él. No quería que los vieran, por lo menos, de momento. No sabía si podían confiar en ellos. Tenía un mal presentimiento. Un grupo de personas, hombres y mujeres portando antorchas, se iban acercando a ellos. Carlos le hizo señas a Juan de que se mantuviera callado. En silencio, pudieron escuchar lo que decía aquella gente. Al parecer buscaban a un demonio, una mujer. Hablaban de un gusano blanco. Decían más cosas que no lograban comprender. Se fueron alejando por el camino. Esperaron a perderlos de vista, para salir de su escondite. Se miraron entre ellos, estaban pensando lo mismo y ¿si aquel demonio los encontraba a ellos antes de que aquella gente lo matara? Juan rompió a llorar, su hermano lo abrazó y trató de consolarlo. No estaban preparados para vivir algo así. Y no sabían cómo salir de aquella locura en la que estaban inmersos. 

Decidieron seguir a aquella gente, manteniendo una distancia prudencial. No querían quedarse solos en aquel bosque tan siniestro y menos con un demonio por ahí rondando. Escucharon el crujir de una rama no muy lejos de donde estaban. Tenían los nervios a flor de piel y aquel ruido fue el detonante para que echaran a correr como alma que lleva el diablo. En esa alocada carrera Juan tropezó con la raíz de un árbol, cayéndose de bruces sobre el camino, lastimándose la cara y las rodillas. Empezó a gemir de dolor. Carlos corrió hacia él para ayudarle a levantarse.

 

Aceleraron el paso, Juan se iba sacudiendo el polvo de sus ropas. A un kilómetro aproximadamente, vieron al grupo de gente. Se habían parado a descansar. Se mezclaron entre ellos, esperando pasar desapercibidos. Pero dos hombres, altos y fornidos, con muy mal carácter, los agarraron de los brazos con fuerza. La gente se agolpó a su alrededor. No les gustó nada la manera en que los estaban mirando. Se hizo un silencio sepulcral cuando un anciano de pelo y barba blanca, vestido con una túnica morada, se fue acercando a ellos. La gente se iba apartando a su paso dejándolo pasar. No tardaron en comprender el por qué los observaban, ellos a pesar de sus ropas sucias y gastadas, no tenían aspecto de campesinos. Su tez era blanca y lo que más les destacaba como diferentes, era su pelo, eran rubios. Aquel anciano, al que parecía que todos temían y respetaban, tuvo la brillante idea (idea que ellos no compartían) de darlos como sacrificio a aquel demonio/mujer/gusano blanco para que los dejaran tranquilos. Profirió un discurso ante los presentes con voz firme y escogiendo adecuadamente las palabras que sabía harían mayor efecto entre los allí reunidos. Tenía un don innato para la oratoria. Todos, sin excepción, estuvieron de acuerdo, mientras gritaban alzando los puños ¡muerte! ¡muerte!

Tenían que escapar de allí. Pero ¿cómo?

La fuerza que hasta entonces aquellos hombretones habían ejercido sobre sus brazos ahora era casi mínima, se habían relajado ante el discurso de aquel hombre, parecían hipnotizados ante la verborrea del anciano. Los chicos se miraron durante un segundo y supieron qué hacer, ahora o nunca, pensaron, así que una patada bien dada en el lugar adecuado y una alocada carrera, tal vez los librara de una muerte segura. Pero… ¿hacia dónde? La libertad de momento. Luego ya pensarían algo. Irían improvisando.

Corrieron como nunca lo habían hecho antes. 

EL ESCRITOR (2)

          La gente después de un minuto de desconcierto, cuando se dieron cuenta de lo que había pasado, empezaron a perseguirlos.

La carrera les llevó hasta un claro en el bosque. Un camino lo cruzaba. Era de noche, no había luna y apenas veían donde pisaban. Escucharon cascos de caballo acercándose. Más pronto que tarde, vislumbraron un carruaje que se detuvo a escasos centímetros de donde estaban. Un hombre, vestido con una túnica de color blanco, llevaba las riendas de dos corceles negros. Les habló con voz ronca, casi sepulcral. Los chicos inmóviles, muertos de miedo, fueron incapaces de articular palabra. El hombre les ofreció ayuda. Se dirigía al País de las Montañas Azules, los dejaría allí, muy cerca del castillo que había en aquellas montañas. Ellos accedieron de inmediato. Mejor estar bajo techo que seguir vagando por aquellos bosques.

Subieron al carruaje. El cansancio había hecho mella en ellos y pronto se quedaron dormidos.  El cese de movimiento los despertó. Habían llegado a su destino. Se apearon. El paisaje no había cambiado mucho, según rodeados de árboles. El carruaje siguió su camino. Aquel hombre ni siquiera se despidió de ellos. Estaban solos ante el camino de acceso a un inmenso castillo, de aspecto lúgubre, tétrico y descuidado.

Caminaron un largo trecho, hasta que se encontraron frente a una inmensa puerta de madera, ésta se abrió lentamente con un sonido chirriante. Un hombre de unos cincuenta años, pelirrojo, con unos ojos grises, pulcramente peinado con la raya del pelo hacia la izquierda, de estatura más bien alta y vestido con un traje negro y camisa blanca, estaba en el umbral de la puerta. Con una gran sonrisa y amabilidad les dio la bienvenida a su morada. Se presentó como Bram Stocker. Los muchachos estaban estupefactos, aquel hombre era el autor de la novela, que habían estado leyendo esa noche. ¿Era una coincidencia? No pudieron decir nada, era tal el estupor que los embargaba, que los había dejado sin palabras.

Los llevó hasta un comedor enorme, con una chimenea de piedra que llegaba hasta el techo. Estaba encendida. La mesa era enorme, podía dar cabida a más de cincuenta personas, estaba puesta para dos comensales. Una mujer, entrada en años, y en carnes, con un vestido negro y un delantal blanco, impoluto, les sirvió patatas asadas, pollo y una gran jarra de vino. Cuando hubo terminado, el anfitrión, la despidió amablemente, diciéndole que podía irse a casa, que esa noche ya no la necesitaría más.

La cena transcurrió de manera agradable y apacible. Los chiquillos le hicieron una gran cantidad de preguntas a aquel hombre. Éste trató de responderles lo mejor que podía, aunque no tenía respuestas para todas. Para la pregunta de las serpientes, si tenía respuesta, se llamaba el gusano blanco, comía carne de animales y también humana. Les contó una historia de una mujer a la que le había mordido aquella serpiente y tras días enferma por el veneno se recuperó totalmente, aunque su carácter afable y tranquilo cambió totalmente, pasando a ser huraña e incluso agresiva. La mujer, al cabo del tiempo murió y dicen que su espíritu, poseído por aquel gusano, vaga por los bosques. Ante tal idea, los chicos se estremecieron. Estaban seguros de que ese era el demonio que buscaba aquella gente.

Habían llegado al postre, una humeante cafetera fue colocada en la mesa, junto con unas tazas, El señor Bram sirvió el café y charlaron durante un rato más.

Luego les enseñó sus cuartos. Los hermanos preferían dormir en la misma habitación. Y así, se lo hicieron saber. Les acompañó a otra más grande, en la que había dos camas. Les deseó buenas noches y cerró la puerta tras de sí. Los muchachos, exhaustos, se quedaron dormidos al momento.

Por la mañana se despertaron por la claridad que irradiaba en la habitación. Se fijaron bien en ella. La cama estaba dispuesta delante de un gran ventanal. Un par de sillas y un gran armario componían el resto del mobiliario. En un rincón había una pila redonda con un pedazo de jabón, una toalla y una jarra de agua, todo indicaba que aquello era lo único que tenían para asearse. Salieron de la habitación, después de acicalarse un poco y se encaminaron hacia el comedor, esperando encontrar al dueño del castillo allí. Al señor Bram no lo encontraron, pero lo que sí vieron y recibieron con gran regocijo, fue el copioso desayuno que estaba preparado y esperando que alguien se lo comiera. Y ese alguien iba a ser ellos. Estaban muertos de hambre. Le preguntaron a la mujer de la noche anterior, la cocinera, por el dueño del castillo. Ella les dijo que por el día el señor siempre se ausentaba, asuntos de negocios lo tenían ocupado hasta la noche. La desilusión se dibujó en la cara de los muchachos. Le había caído bien y deseaban seguir conversando con él. Cuando terminaron de dar buena cuenta del desayuno, no sabían que hacer, estaban aburridos, así que decidieron explorar el castillo.

A pesar de que aquel día ni una sola nube acechaba en el cielo y el sol se mostraba en todo su esplendor, había poca luz en algunas partes del castillo. Haciéndolo más tétrico de lo que ya era. Recorrieron diversas estancias, pasillos larguísimos. Encontraron una estancia cerrada con llave, se imaginaron que seria las dependencias del señor Bram. Sus pasos los llevaron a una gran biblioteca atestada de estanterías que llegaban hasta el techo.

Estaban entretenidos hojeando los libros cuando una gélida brisa les hizo estremecer de frío. Se sobresaltaron y miraron a su alrededor, no había nadie más en la estancia, salvo ellos dos. La puerta estaba abierta de par en par, aunque ellos jurarían que la habían cerrado al entrar. Salieron al inmenso pasillo. No vieron a nadie, ¿o sí? A lo lejos, entre las sombras vislumbraron una silueta, parecía una mujer, vieron como doblaba la esquina. Jurarían que iba envuelta en un sudario blanco. Corrieron tras ellas, gritándole que esperara, la mujer no se detuvo, parecía que no les oía. Al llegar a la esquina, desconcertados, descubrieron que allí no había nadie, ni rastro de aquella mujer, había desaparecido.

Siguieron recorriendo el castillo con cierto recelo. Hasta donde ellos sabían, solo había tres personas en el castillo, dos eran ellos y la tercera, la cocinera. El señor Bram estaba ausente. Entonces, ¿quién era aquella mujer?

Decidieron ir hasta la cocina y preguntarle a la cocinera, pero no la encontraron por ninguna parte. Salieron al jardín, la vieron en el huerto. Carlos tenía la sensación de que los estaban vigilando. Alzó la vista. En una de las ventanas del primer piso vio el rostro de una mujer joven, con una larga melena negra, que los estaba observando. No tuvo dudas de que era la mujer que habían visto antes.

Agarró a su hermano por la camisa y tiró de él, éste protestó, pero en cuanto su hermano le contó lo que había visto, su rostro mudó, poniéndose blanco como la cera. Echaron a correr escaleras arriba. Cuando llegaron a la habitación, en el umbral de la puerta vieron a la mujer, seguía delante de la ventana. Era real. Le hablaron, pero no les contestó, como si no pudiera oírlos. Caminaron hacia ella despacio, pero en cuanto estuvieron a menos de dos metros, la mujer se desvaneció.

Los hermanos estaban realmente asustados, y decidieron que lo mejor era salir de aquel castillo cuanto antes. El problema es que no sabían cómo volver a casa. Si aquello era un sueño se estaba alargando demasiado. Volvieron al huerto, querían hablar con la cocinera, pero ya no estaba allí, tampoco la encontraron en la cocina. Parecía que se habían quedado solos allí con aquella aparición. Pronto anochecería. Estaban a escasos metros de la enorme puerta de entrada, cuando escucharon unos gritos aterradores. Guardaron silencio, parecían surgir de debajo de sus pies, del sótano.

Dudaron si salir de allí corriendo o ir a ver qué pasaba. Pero eran buenos chicos, con un gran corazón y la idea de que alguien pudiera estar en peligro, hicieron que dejaran la idea de marcharse para más tarde, y se encaminaran hacia el sótano. Provistos de un par de antorchas, bajaron las escaleras, eran muy empinadas, parecían prolongarse hasta el mismísimo infierno. Llegaron a una estancia lúgubre, maloliente, sin ventanas y sin muebles. En el centro del recinto había una joven, atada y amordazada a una silla. Junto a ella, pudieron discernir la figura de un hombre inclinado a la altura de su cuello. La mujer se debatía con furia, intentando librarse de las cuerdas que le ataban los pies y las manos. Los muchachos empezaron a gritarle al hombre que se detuviera. En cuanto levantó la cabeza del cuello de la joven, para mirarles, supieron quién era: el señor Bram.

Más desconcertados que asustados, sin comprender muy bien lo que estaba pasando, le preguntaron qué estaba haciendo, mientras se iban acercando, con la intención de liberar a la joven.

A la luz de las antorchas, la transformación que había sufrido el dueño del castillo, no les pasó desapercibida. El semblante amable y cordial que recordaban de él, se había transformado en uno terrorífico, monstruoso. Al abrir la boca dejaba ver unos colmillos enormes y amarillentos y unas gotas de sangre resbalaban por la comisura de la boca. La mujer, presentaba unas marcas en el cuello, las marcas de los colmillos que se abrieron camino, atravesando la piel hasta su garganta, dejándole unos pequeños agujeros, de los cuales manaba sangre. Asustados, aterrados, y fuera de sí, se sentían aquellos inocentes chiquillos, al comprender que el hombre que tenían delante, era un vampiro. Trataron de escapar. Se encaminaron hacia las escaleras por las que habían bajado, pero el hombre resultó ser más rápido de lo que esperaban y se situó delante de ellos, cortándoles el paso. Agarró a Juan de un brazo con furia, lanzándolo contra la pared del fondo del sótano. Cayó en el frío suelo, desmayándose a causa del golpe. Carlos, enfurecido por lo que le había hecho a su hermano, arremetió contra él con todas sus fuerzas, comprobando en sus propias carnes que aquel cuerpo era duro como una piedra y que no se había movido ni un centímetro de donde estaba. Entonces el vampiro lo agarró de la camisa, lo levantó del suelo y le clavó los colmillos en su garganta.

Carlos empezó a gritar con todas sus fuerzas y a mover los brazos de un lado a otro. Se incorporó en la cama, bañado en sudor. Entonces vio un ángel. Había muerto y estaba en el cielo, pensó. Pero ni estaba muerto, ni lo que estaba viendo era un ángel, aquella cara que lo estaba mirando con infinita ternura, tratando de calmarlo, era su madre. Un rápido vistazo a la cama de al lado le llegó para comprobar que su hermano estaba allí, sano y salvo y lo que era más importante, vivo.

 

 

 

 


REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...