El joven, una vez salió de la tienda, con la bolsa de
ajos en la mano, se dirigió al hotel donde se había alojado el día anterior. Se
cambió de ropa, preparó una mochila con lo necesario para subir a la cima de la
montaña y se subió a su todoterreno esperando regresar al hotel al anochecer.
La cámara de fotos descansaba en el asiento del copiloto. Por el camino iba
dándole vueltas a lo que la gente del pueblo, incluido el tendero, le habían
contado sobre aquel ogro que habitaba en las cuevas más profundas de la montaña:
el Olláparo. Había un dato que lo carcomía por dentro y no podía quitar de la
cabeza. El hombre de la tienda le había dicho que los ajos no servían a lo hora
de ahuyentar a aquel ser diabólico. Era la única persona con la que había
hablado del pueblo que pensaba eso, y habían sido muchos. Por lógica tenía que estar equivocado.
También cabía la posibilidad de que el tendero, fuera el único conocedor del
tema. Decidió no pensar más ello o se volvería loco. Dejó el coche en la
llanura, se colgó la cámara y la ristra de ajos al cuello y se dispuso a subir la montaña. Después
de un par de horas caminando, hizo un pequeño descanso, todavía le quedaba un
gran trecho para poder culminar la cima. Bebió un poco de agua, se tumbó y
cerró los ojos, con la única idea de descansar unos minutos. Estaba contento,
había realizado unas buenas fotos del entorno. Pero le faltaba la más
importante y que le impulsaría en su carrera de fotógrafo, la de aquel ser. La
tierra empezó a temblar, con tal fuerza, que pensó que se trataba de un
terremoto. Se levantó sobresaltado, miró a su alrededor intentando encontrar un
sitio donde ponerse a salvo. Entonces lo vio, a lo lejos, acercándose a grandes
zancadas. Se escondió tras una gran roca. Pudo ver como un ogro de un tamaño
descomunal, con un solo ojo en la frente, bajaba por la ladera. Estaba cubierto
de cerdas similares a las que tienen los jabalís. Presentaba un aspecto sucio y
desaliñado, con melena y barba pelirrojas, tan largas que les llegaban a las
rodillas. Estaba tan cerca que hasta pudo ver las hileras de enormes dientes
que poblaban su boca. Las manos eran muy grandes y cada una de ellas tenía diez
dedos. No pudo evitar el grito de terror que salió de su garganta ante aquella
macabra visión. Aquello fue el detonante que le llevaría a un fatal desenlace.
El gigante giró la cabeza y se acercó hacia la piedra donde el muchacho estaba
escondido. La levantó con una facilidad pasmosa, como si se tratara de un
pequeño guijarro y la lanzó lejos. Lo agarró con una de sus grandes y peludas
manos y lo observó detenidamente con su único ojo. El muchacho sintió el fétido
aliento de aquel monstruo en su cara cuando abrió la boca. Después de eso, la
oscuridad más absoluta.