lunes, 6 de septiembre de 2021

TAQUILLAS

 

Inmóviles y expectantes, viendo pasar la vida de cientos de adolescentes, las taquillas estaban colocadas en hilera contra la pared de aquel largo pasillo del instituto. En su interior guardaban secretos, recuerdos y sueños. Al atardecer, cuando las puertas del edificio se cerraban, quedaban olvidadas. El amanecer las despertaba de sus sueños fríos y metálicos, inyectándoles vida nuevamente.

El encargado de cerrar el instituto al término de las clases, era el conserje. Un hombre con la edad suficiente para jubilarse, pero que, por una razón u otra, esquivaba, como lo había hecho con las balas, en aquella guerra donde se vio inmerso sin quererlo, cuando era joven. Llevaba muchos años allí, demasiados dirían algunos. Fue el primer trabajo que encontró después de servir heroicamente a su país y no sabría qué hacer si lo dejaba. No quería esperar a la muerte sentado en el porche de su casa, mirando a la nada. Prefería que lo encontrara recorriendo los pasillos de aquel instituto que tan buenos recuerdos le traían y donde siempre sintió una felicidad plena. Su mujer había muerto hacía mucho tiempo. No habían tenido hijos. Cada muchacho o muchacha de aquel lugar los consideraba suyos. Siempre estaba dispuesto a ayudar y tender una mano a quien lo necesitara. Todos lo apreciaban mucho.

 Esperaba, mientras recorría las distintas aulas, así como los despachos de los profesores, gimnasio e incluso el sótano a que los servicios de limpieza terminaran sus labores. Era entonces cuando apagaba las luces y cerraba con llave las dos cerraduras de la puerta principal para irse a casa.

Pero aquella tarde fue diferente a todas las que había vivido con anterioridad.

Tenía una habitación pequeña, en el sótano, con un ventanuco que daba a la parte de atrás del edificio, desde donde se veía un jardín con la hierba cortada, tarea que había realizado hacía menos de dos días. Allí guardaba distintas herramientas para el mantenimiento del edificio, y el jardín. Tenía dos accesos una puerta daba directamente al exterior y otra al interior del instituto. En esos momentos estaba intentando arreglar un pequeño reloj de pared de una de las aulas, que se había averiado. Las sombras del atardecer adquirían terreno en su pequeño habitáculo y la sirena de fin de clase la había pulsado hacía más de dos horas. Encendió la luz. Se empezó a sentir cansado, sin fuerzas, se tuvo que agarrar a la mesa para no caerse porque la cabeza le daba vueltas. Logró ponerse en pie y se preparó un café mientras escuchaba el boletín de noticias de la pequeña radio que descansaba al lado de la cafetera. Dejó el arreglo del reloj para el día siguiente porque su vista ya no era la de antes. El hombre del tiempo pronosticaba fuertes lluvias para esa noche. No le preocupó. Sabía que al anochecer estaría en su casa, sano y salvo, de cualquier tempestad que se originara.

Terminó el café, cogió las llaves, se puso la chaqueta y salió a dar la última ronda por el edificio. Se encontraba mejor, sabía que una buena dosis de cafeína le cargaría las pilas. El servicio de limpieza ya se había marchado. Se puso a caminar por el largo pasillo donde estaban situadas las taquillas. Se percató de que sus pies no hacían ruido al andar, por lo general escuchaba el eco de sus pisadas. No le dio importancia. El sonido de la lluvia se empezaba a escuchar fuera, tal vez sus pasos se perdían entre el fuerte ruido que producía el agua al caer sobre el suelo.

Al fondo vio que la puerta de una de las taquillas estaba abierta de par en par.  Se encaminó hacia allí. Era la última de la fila. Nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo. Le llamaban la “taquilla maldita” porque nunca se lograba abrir por mucho que lo intentaran, y mucha gente lo intentó a lo largo de los años, gente del centro y varios cerrajeros. Había pertenecido a un muchacho que había muerto a manos de unos chavales. Lo habían arrinconado en el baño, poniéndole una navaja en el abdomen, querían su dinero. El muchacho nervioso empezó a levantar los brazos para indicarles que se rendía, que lo dejaran en paz. El que portaba la navaja pensó que se iba a defender dándole un puñetazo y su reacción no se hizo esperar, se la clavó, provocándole la muerte. Aquella historia enturbió mucho la reputación del instituto durante mucho tiempo. Incluso ahora, casi 20 años después, se veía salpicada por aquella tragedia.

Llegó hasta la taquilla que estaba abierta de par en par. Estaba vacía por dentro, salvo por una enorme capa de polvo que la cubría. Intentó cerrarla, pero su mano atravesaba la puerta. Le entró pánico.

-No podrás cerrarla –le dijo alguien situado a sus espaldas.

Se giró sobresaltado. Vio a un muchacho de unos quince años. Estaba muy pálido y llevaba puesto el uniforme del centro. Le recordaba a alguien…. Lo había visto en algún lado… Le resultaba difícil pensar porque no dejaba de escuchar la risa del joven que iba subiendo de tono a cada segundo que pasaba, taladrándole la cabeza. Era macabra, siniestra. Entonces lo recordó. Era el joven que habían matado. El dueño de la taquilla que estaba abierta.

-Estás muerto, jefe. –le dijo, sin parar de reírse- bienvenido al oscuro y tenebroso mundo de la muerte.

Estalló la tormenta.

 

 

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL HIJO DE MI AMIGO

 

Lo vi. Estaba alejado del grupo, pero lo suficientemente cerca para no perder detalle de lo que allí pasaba. Vi tristeza en su cara. Hasta podía jurar que sus ojos estaban anegados de lágrimas. Sentado sobre la hierba, entre dos tumbas, observaba todo lo que pasaba. Llevaba puestos unos vaqueros resquebrajados y sucios. Su camiseta blanca también estaba rota a la altura del pecho, desgarrada y cubierta de sangre. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos. Me reconoció. Él supo lo que yo ya sabía. Estaba muerto y yo era el único que podía verlo. Presenciaba su propio entierro. 

El sacerdote estaba hablando a los presentes, era la hora del sermón y todos mostraban su respeto agachando la cabeza y moviendo los labios como si estuvieran rezando. Pero más de uno, quizá todos, estaban aliviados de que aquel cuerpo que iban a enterrar no fuera el suyo. Algún día se encontrarían en esa situación. Algún día. Quizá lejano. Quizá no. Algún día que no era hoy. 

Desvíe la mirada de la suya para observar la gente que había a mi alrededor. Yo estaba allí como amigo de la familia. De su familia, concretamente de su padre, que contemplaba con ojos llorosos, la caja de madera tallada que tenía delante, en la cual, yacía su hijo y que en escasos minutos estaría a dos metros bajo tierra donde el cuerpo de su primogénito se iría pudriendo poco a poco. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le puse mi brazo derecho sobre sus hombros. Yo también tengo hijos y sé cómo se les quiere. Me dirigió una mirada de gratitud y rompió a llorar.  Mientras tanto volví a mirar al chaval. Al muerto. Al hijo de mi amigo, que lo conocía desde que había salido del vientre de su madre. Su mirada estaba enfocada en alguien de los allí presentes. Pude ver odio, mucho odio, en sus ojos. Seguí su mirada. Era su mejor amigo el foco de su atención. Por lo que me habían contado, el accidente en el que falleció, había sido por una negligencia de su parte, había perdido el control del coche, seguramente por los efectos del alcohol o drogas que había estado tomando. Iban otros tres amigos con él, ellos habían sobrevivido. La suerte, esa noche, no estaba de su lado. 

La policía estaba haciendo las pesquisas necesarias para resolver aquel caso. Pequeños detalles que no encajaban en todo aquello les había llevado a investigar el accidente a fondo. Eso es lo que su padre me había comentado añadiendo que su hijo no tomaba drogas. Pero qué padre lo admitiría, aunque supiera que era verdad. Le habían realizado la autopsia al chaval y se procedió a enterrarlo lo antes posible por el mal estado en que había quedado su cuerpo. Terminado el sermón se procedió a bajar el féretro a la fosa húmeda y oscura de la cual no saldría jamás y donde el joven descansaría para siempre, si eso era posible, porque bastaba ver la cara del muchacho para darse cuenta de que su alma no estaba en paz. 

Entonces pasó algo, que no sólo yo, que era el único que podía verlo, lo notó. El detonante fue el estridente ruido de las sirenas de un par de coches de la policía que se acercaban velozmente al cementerio. Miré hacia el lugar donde había estado sentado el hijo de mi amigo para ver su reacción. No estaba. Recorrí la mirada en su busca. Lo vi hablándole a su amigo. Éste retrocedía gritando a todo pulmón que lo dejara en paz. Sus ojos eran la viva imagen del miedo y el terror que sentía al ver a su amigo muerto, al amigo que estaban enterrando. La gente acudía a su encuentro, para consolarlo, pensando que el dolor que sentía era tan grande, que lo había vuelto loco. Intentaban agarrarlo, pero, con una facilidad pasmosa, se libraba de ellos apartándose de un lado a otro, esquivándolos. El joven intentaba salir huyendo del cementerio caminando de espaldas, para no perder de vista a su amigo convertido en  fantasma. Tropezó y cayó sobre una cruz de hierro. Profirió un profundo y desgarrador alarido de dolor, durante el cual, toda la gente congregada en el cementerio enmudeció. La sangre que emanaba de su espalda, teñía de rojo la lápida blanca donde estaba enclavada aquella cruz. Se ahogó con su propia sangre saliendo a borbotones de su garganta. Cuando llegó la policía ya había muerto. Y el hijo de mi amigo había desaparecido. Luego supe por qué. 

La autopsia arrojó cero de alcohol y cero drogas en su sangre. Vieron restos de pintura roja en la puerta del conductor del coche siniestrado que, por cierto, era blanco. Había sido un homicidio voluntario por celos. El hijo de mi amigo le había levantado la novia a su mejor amigo,  el que yacía con una cruz clavada en la espalda. Éste lo sacó de la carretera provocando el accidente que lo mató. El resto de los chicos que iban en el coche no podían contar nada porque todavía estaban en el hospital, bastante graves. Me pareció que estaba presenciado una de las muchas injusticias que tiene la vida y que hacen que te hagas un montón de preguntas sin obtener ni una respuesta que te satisfaga un poco.

Me dirigía al coche cabizbajo y pensando en todo aquello cuando lo volví a ver. Esta vez sentado en la parte de atrás de mi coche. Entré, me coloqué el cinturón de seguridad y me dispuse a arrancar cuando le pregunté si quería que lo llevara a algún sitio.

-A casa –me dijo

Lo observé por el retrovisor. Estaba sonriendo. Había llevado a cabo su venganza y estaba en paz consigo mismo.

- ¿No ves una luz o algo a lo que tengas que dirigirte? –le pregunté conocedor de mi ignorancia sobre el tema.

- ¡No digas tonterías! –me dijo- ¡no pienso irme a ningún lado!.

Arranqué el coche y nos fuimos.

viernes, 3 de septiembre de 2021

HÉRCULES

 

La melomanía del rey, le llevaba a escuchar música a todas horas, rodeado de juglares y trovadores que lo deleitaban con sus canciones. Su otra gran pasión era su hijo y heredero al trono. El rey era muy buen narrador y siempre tenía tiempo para contarle alguna que otra historia al pequeño príncipe antes de irse a la cama. Aquella noche le contó la historia de Gerión.

“Había una vez un gigante malvado y tirano que gobernaba sus tierras con mano de hierro. La gente vivía atemorizada. Rezaban y suplicaban a los dioses que le enviaran un salvador. Zeus escuchó las súplicas de aquellos mortales y decidió mandarles un “salvavidas”, su hijo Hércules, para acabar con la pesadilla que estaban viviendo. Ante la mirada atónica de aquella buena gente, Hércules, apareció surcando el cielo a lomos de un caballo alado de color dorado como el sol. Los habitantes de esas tierras lo recibieron entre sonrisas y aplausos. Sus oraciones habían sido escuchadas. La suma de las atrocidades de aquel gigante de nombre Gerión, parecía no tener fin. Una mujer le contó que aquel ser malvado y monstruoso había descubierto a un par de enamorados besándose a orillas de un rio. Al descubrirlos, les arrojó una enorme piedra, acabando así con sus vidas. Los labios de Hércules se fruncían con cada historia que aquella buena gente le relataba. Les preguntó dónde podría encontrarlo. En los acantilados, le respondieron.

Hércules fue hasta allí. A lo lejos, vio una enorme figura ante un gran caldero sobre un fuego. El humo que salía del interior era un claro indicativo de que estaba cocinando algo, tal vez una sopa con los restos de algún animal. El gigante se llevó una gran sorpresa cuando lo vio. Se puso en pie y esperó a que se acercara. Hércules vio ante él a un ser que medía más de tres metros y con un par de piernas grandes y pesadas, como dos inmensas columnas. De la cintura para arriba tenía tres cuerpos, seis manos y tres cabezas. Gerión, por su parte, era conocedor de las historias que contaban sobre la gran fuerza que poseía Hércules.

La pelea entre ambos duró tres días con sus tres noches, tras las cuales, Hércules logra vencer a Gerión. Le corta la cabeza y lo entierra junto al mar.

Para conmemorar su victoria construye una torre-faro encima del cuerpo del gigante, a la que llamarían la “Torre de Hércules”.

Hicieron una gran fiesta para celebrarlo, donde Euterpe, amenizó la velada tocando la flauta. En los años venideros la gente fue construyendo sus moradas a los pies de la torre, hasta convertirse en una gran ciudad, Coruña.

jueves, 2 de septiembre de 2021

JAMES BOND

 

Suma, resta, multiplica y vuelta a empezar. Así era el trabajo de aquel hombre, rodeado de números, haciendo transacciones económicas, balances, registros, día tras día, durante más de 20 años. El salario era bueno y le daba para vivir bastante bien. Podía permitirse más de un capricho. Vivía en un ático en el centro, con unas vistas impresionantes de la ciudad. Viajaba bastante a menudo y no se privaba de casi nada. Pero de un tiempo a esa parte, su vida empezó a parecerle insulsa, vacía, sin sentido. Le gustaba leer, se inclinaba por la novela romántica, pero había empezado a leer novela negra y se había enganchado totalmente a ella. A veces mientras tomaba una copa al anochecer, contemplando la ciudad desde el ventanal de su salón, se ponía en los zapatos del protagonista de la historia del libro que estaba leyendo. Le gustaría ser un agente secreto, un James Bond de la vida, seductor y conquistador, rodeado de mujeres guapas y peligros constantes. En sus sueños se veía vigilado y perseguido por organismo de inteligencia, arriesgando su vida en cada momento, pero con la victoria siempre de su parte.

Pero una noche, sus sueños tomaron otro camino. No era un agente secreto, era un contable, era él. Y una sombra, una figura a los pies de su cama, lo observaba. No podía distinguir sus facciones, pero sí un par de ojos rojos como la sangre. “Cuidado con lo que sueñas”, le dijo antes de desaparecer de su vista.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, se estremeció al recordar aquel sueño. El sonido del timbre lo devolvió a la realidad. En el umbral de la puerta había tres hombres trajeados. Sin mediar palabra entraron en su apartamento empujándolo hacia el salón. Sintió verdadero terror. Lo primero que pensó es que lo iban a matar sin contemplaciones. Pero, ¿por qué? La respuesta a la pregunta llegó de inmediato. Le ofrecían un trabajo de espionaje. Su posición en el banco en que trabajaba era favorable para ese tipo de cosas. Tenía acceso a las cuentas bancarias de las personas más ricas de la ciudad. Fue una gran sorpresa para él, cuando se vio aceptando la proposición de aquella gente.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

LA SOMBRA

 

Hacía tiempo que cualquier tipo de sonrisas habían abandonado su cuerpo. Desde la avergonzada, porque creía que no debía sentir vergüenza por lo que le pasaba, tampoco la de desprecio, no, ese tipo de sonrisa sería más propia de esa cosa, o ente, o fuera lo que fuese. Tal vez, le quedara un atisbo de un tipo de sonrisa, la de miedo, porque, aunque sus facciones habían quedado impertérritas, debido al exceso de pánico y terror sufrido en los últimos días, se podía vislumbrar un pequeño rictus en su cara que bien  podría encajar en esa categoría.

Por el amor de Dios sólo tenía nueve años, ¿qué quería de él? ¿no podía dejarlo tranquilo una sola noche?

Pues parecía que no. Noche tras noche pasaba lo mismo. Y aunque llamase a sus padres a gritos, verdaderamente asustado, éstos eran incapaces de ver la realidad. Hacían siempre la misma comedia, miraban bajo la cama, dentro del armario, intentando darle confianza, para luego decirle, que se trataba de miedos nocturnos, miedo a la oscuridad, añadían como si nada y que tenía que superar todo aquello porque ya era todo un hombrecito. Y ya está. Ahí quedaba la cosa, se iban y él intentaba con todas sus fuerzas no volver a gritar, porque en cuanto cerraban la puerta de su habitación, la pesadilla volvía. Una noche tuvieron un detalle con él y le pusieron una lucecita en la mesilla. Aquello empeoró más las cosas. La sombra que aparecía todas las noches en su habitación ahora era más nítida y alargada, gracias a la genial idea de su mamá. Y casi, sólo casi, le podía ver la cara, a aquello, cuando flotaba sobre él, intuía que, si la llegaba a verla totalmente, se moriría del susto.

La llegada de la noche para él era un calvario. La idea de que su cuarto iba a quedar envuelto en sombras, era insoportable. Durante el día lo iba llevando más o menos bien. Tenía grandes ojeras y se quedaba dormido en clase. Pero sabía que mientras el sol no se ocultara, él estaría a salvo.

Pero tras otra noche horrorosa, en la que ya harto de que sus padres lo tomaran por loco, mientras aquel ser lo observaba desde el techo de su habitación, se dispuso a dar cuenta con verdadero apetito de un plato de sopa que su madre le había preparado. Solía desayunar cereales, pero ella insistió en que se la comiera aquella mañana, al ver su cara demacrada. Por el ventanal de la cocina entraban los primeros rayos de sol. Sin embargo, se dio cuenta, muy a su pesar, que el lado de la mesa que ocupaba él, estaba en penumbra. Alzó la vista. La sombra lo observaba desde el techo de la cocina. Un líquido se le iba escurriendo, poco a poco, por la comisura de los labios, cayendo en forma de gotas, sobre su plato de sopa.

martes, 31 de agosto de 2021

EL SOL

 

El sol lucía radiante. Era una hermosa tarde de verano. La gente se había agolpado en el arenal. Unos tomaban el sol, otros se zambullían en el mar. Al lado de la playa, había una pequeña arboleda, a la que acudían aquellos que buscaban un poco de sombra donde descansar. Bajo uno de los árboles, tumbados sobre una manta, había una joven pareja. Se les veía felices. Ella había colocado su cabeza sobre el abdomen del joven y él estaba apoyado contra el tronco de un árbol, mientras le acariciaba tiernamente y jugueteaba con su pelo. Al fondo se escuchaban las risas de los niños, algún que otro grito de alguna madre nerviosa, indicándoles que no se adentraran mucho en el agua, un ronquido que otro y charlas distendidas.

Los jóvenes envueltos en un manto de tranquilidad y relajación se quedaron dormidos. Unas molestias en la espalda, despertaron al joven al cabo de una media hora.

Un sexto sentido lo alertó de que algo estaba pasando. Apartó suavemente a su novia hacia un lado, intentando no despertarla y se puso en pie. La playa estaba vacía, exceptuando a un par de personas que estaban dormitando bajo sus sombrillas. Igual pasaba en la arboleda, no había nadie, salvo los que como él y su novia habían sucumbido al sueño. Pero lo más extraño de todo esto es que los enseres seguían en la arena. Tumbonas, sombrillas, mochilas, ropa, zapatos…. Todo seguía en el lugar que los habían dejado. Por lógica si se hubieran ido se hubieran llevado sus cosas, pensó el joven.

Iba a despertar a su novia cuando un hombre que se encontraba a un par de árboles de donde estaban ellos, se despertó. Abrió los ojos, miró hacia el cielo, se levantó y se encaminó hacia el agua con andares pesados y lentos. Llegó a la orilla y sin detenerse, siguió caminando, adentrándose en el mar. El agua le llegaba más arriba del pecho y el hombre parecía que no era consciente de que si no se ponía a nadar, se ahogaría. El joven corrió hasta la orilla y le gritó. El hombre ni se inmutó, siguió caminando hasta que su cabeza desapareció bajo el agua. Sin pensárselo dos veces fue tras él. Pero entonces, los que hasta ahora habían estado durmiendo, se estaban acercando a la orilla. No sabía qué hacer. Si parar a los que se iban adentrando o salvar al hombre que se acababa de sumergir. Todos tenían algo en común. Todos miraban hacia arriba, hacia el sol, embelesados, hipnotizados. Se lanzó al agua y nadó con todas sus fuerzas. Se sumergió para ver si podía ver el cuerpo del hombre. Sus gafas de sol flotaban en el agua, con las prisas y el pánico al ver como aquel hombre se hundía, se había olvidado por completo de que las llevaba puestas.

Su novia que se había despertado poco después que él y al ver cómo su novio se lanzaba al agua, corrió hacia la orilla gritando su nombre con desesperación. Le había costado poco entender lo que estaba sucediendo allí. Pronto encajó las piezas de aquel rompecabezas. Ella había visto con sus propios ojos como la poca gente que quedaba en la playa se despertaba y como sonámbulos se dirigían al agua para hundirse en ella sin oponer resistencia alguna. Todos dirigían sus miradas hacia el sol. Ella también lo hizo. Le pareció ver una sonrisa macabra dibujada en el astro rey e incluso pudo vislumbrar un par de filas de afilados dientes que quedaban al descubierto. No le entraron impulsos de arrojarse al mar, pero sí de escapar corriendo de allí. Entonces se dio cuenta de algo. Ella a diferencia de las demás personas que lo contemplaban, llevaba puestas unas gafas de sol. Tal vez aquella fuera la razón de que no le entrara el impulso y las ganas de suicidarse en el mar. Vio las gafas de su novio flotando en el mar. Sabía que, si no se las ponía, su final era irremediable. Se lanzó al agua en su busca. Pero él ya había emergido del fondo. Su cara había mutado completamente. Su semblante era el vivo retrato del pánico y el terror que sentía. La vio acercarse y comenzó a nadar hacia ella. Le costaba hacerlo. Lo que acababa de ver lo había dejado exhausto, sin fuerzas. Ella le estaba gritando algo. En un principio su mente, confusa por lo vivido, no logró descifrar sus palabras. Hasta que cayó en la cuenta de que lo que le quería decir: sus gafas de sol. Las buscó y las encontró no muy lejos de donde estaba. Las cogió. Ella había llegado ya a su lado y le dijo casi gritando que se las pusiera. No rechistó y se las colocó delante de los ojos. Llegaron a la orilla al cabo de unos minutos. Se tumbaron en la arena, intentando recuperar el aliento. Al cabo de un rato él empezó a hablar atropelladamente.

-He visto cientos de cuerpos en el fondo del mar. Niños, mujeres, hombres. Pienso que toda la gente de la playa estaba ahí. Y luego esos hombres que no han intentado nadar siquiera y se dejaron hundir. ¡Es horrible! ¿qué demonios está pasando?

Ella lo abrazó e intentó calmarlo.

-He descubierto algo, cariño. Las gafas de sol nos han salvado. No debemos quitarlas en ningún momento. He observado mientras tú intentabas salvar a aquel hombre, que los que se iban despertando y miraban directamente al sol, se dirigían hacia el agua con la única intención de hundirse en ella. Nosotros no fuimos atraídos por esa fuerza misteriosa que los llevó al suicidio.

- ¡Larguémonos de aquí! –exclamó el muchacho, visiblemente nervioso- tenemos que alertar a la policía.

Se levantaron y se dispusieron a marcharse cuando escucharon una voz tras ellos, procedente del mar. Se giraron y vieron a un niño de unos cinco años, flotando sobre el agua. Sus ojos eran negros como el averno y mostraba una sonrisa siniestra que haría estremecer hasta la persona más valiente sobre la faz de la tierra.

-No os libraréis tan fácilmente. –sentenció-  Caeréis como todos. Sólo es cuestión de tiempo.

Tras lo cual, soltó una estridente carcajada que aún retumbaba en los oídos de los jóvenes a varios kilómetros de allí. Pararon el coche muy asustados. Él la abrazó. Ella temblaba de miedo. Él le levantó suavemente la cabeza, ella lo miró enamorada y agradecida por aquella muestra de cariño. El grito de terror que se estaba formando en la garganta de la chica, murió antes de nacer. Había unas cuencas vacías donde tendrían que estar los ojos de su amado. Éste acercó su boca y la besó en los labios, absorbiéndole la vida.

 

viernes, 27 de agosto de 2021

EL EMBRUJADOR DE LOS NIÑOS MUERTOS

 

La última vez que había estado en una biblioteca había sido hacía muchos años, tantos que ni se acordaba. Hacía un siglo, o eso le parecía, que había terminado la universidad y con ello su época de ir a aquel lugar lleno de sueños y aventuras que te envolvían en un manto de paz y silencio.

Estaba a un par de años de la jubilación. Se había hecho policía al acabar sus estudios de derecho. Después de mucho meditarlo, optó por atrapar al malo y meterlo en la cárcel y no ayudarle a salir de ella. Aunque, tal y como estaba la justicia, tuviera que atraparlo más de una vez. Le gustaba aquello, la adrenalina corriendo por sus venas cuando perseguía a algún malnacido. Había llegado a inspector por su valentía, su carisma y su don por encontrar al culpable y ver lo que otros no podían. Podía leer las caras e interpretar a la perfección cada mueca, cada movimiento de los sospechosos Siempre acertaba. Cuarenta años en el cuerpo de policía. Lo echaría de menos.

Tenía en manos algunos casos sin resolver. Todos de niños desaparecidos. Algunos hacía décadas. Sabía que aquello era como encontrar una aguja en un pajar, pero era optimista y no desistiría hasta agotar la última vía. La ciencia forense había avanzado mucho en los últimos años, tal vez, gracias a ello, podría encontrar a algún asesino y encerrarlo para siempre, por la muerte de aquellas criaturas inocentes.

Se puso tras el ordenador y buscó información sobre aquel niño. El primero de la lista que le habían dado. Salió su retrato en la pantalla. Tenía 10 años en el momento de su desaparición. Ahora, si seguía con vida, sería adulto.

Tras pulsar imprimir, se levantó para ir a la impresora. Pero algo le llamó la atención. La pantalla que estaba abierta había desaparecido, en su lugar había otra. Un rápido vistazo le bastó para catalogarla dentro de los parámetros del 1 al 10 de extrañeza, con un 10 y subiendo.

Un gran árbol aparecía en la pantalla. Le pareció un roble, aunque no podría jurarlo, lo suyo no era la dendrología. Sus raíces estaban al descubierto. Y no había nada escrito. Sólo el árbol y un reloj en el margen superior derecho, mostrando una cuenta atrás: 23:59:01 y retrocediendo segundo a segundo.

Como si el ordenador tuviera vida, apareció la palabra PUENTE. Un par de minutos después fue apareciendo un texto en la pantalla, en tiempo real. El inspector comenzó a leer:

“Somos el puente entre la vida y la muerte. El acceso del espíritu al más allá. Pero algunos no pueden atravesarlo. La causa de ellos es una muerte prematura, una vida sesgada antes de tiempo. Permanecen entre los vivos esperando venganza, junto a sus cuerpos.

Llegado a este punto dejaron de escribir. El inspector se acomodó en su silla a la espera de más información. No lo defraudaron.

“Querido inspector, sabemos lo que está haciendo y nos parece de lo más loable. Volver a abrir casos antiguos para resolver esos crímenes que quedaron impunes, créame, nos llena de satisfacción. Queremos ayudarle. Pero para ello se tiene que involucrar totalmente en el proyecto. Depende de usted querer seguir adelante o no. Le podemos asegurar que no encontrará nada sin nuestra ayuda. Pero su decisión es suya y respetaremos su negativa. Se preguntará cómo podemos ayudarle. No somos de la policía, ni de ningún cuerpo secreto de seguridad, ni nada que se asemeje a eso. Simplemente le daremos un poder especial con el cual usted podrá descubrir los cuerpos de los niños desaparecidos y a sus asesinos. Ese poder no le hará daños físicos, ni le provocará la muerte. Ni se transformará en un monstruo, ni sufrirá pérdida de ninguna parte de su cuerpo, por si está barajando esas posibilidades. Ahora bien. Hay algo que sí sufrirá daños. La poca fe que le queda en Dios y en el hombre la perderá para siempre. Conocerá las respuestas a preguntas que incluso el ser humano más piadoso del mundo no haría, porque  la verdad, no se parece en nada, a lo que vemos y  creemos conocer y saber. “

Otra pausa. Esperó.

En la pantalla aparecieron dos pulgares arriba.

“Si está de acuerdo, pulse los pulgares. Debe hacerlo antes de que la cuenta atrás termine"

El inspector no lo dudó y los pulsó.

Siguieron escribiendo:

“Saldrá un contrato en la impresora. NO lo firme. Basta con una gota de sangre de la yema de uno de sus dedos pulgares. Una vez hecho, vuelva a poner la hoja en la impresora”

Fue hasta la impresora, hizo lo que le dijeron y tiró las otras hojas que había impreso anteriormente, en una papelera que decía RECICLAR PAPEL.

¿Y ahora qué?  Pensó.

Una semana después, las principales cadenas de televisión de todo el mundo no daban abasto con la información que les iba llegando sobre lo que estaba ocurriendo a lo largo y ancho del mundo. Miles de cuerpos de niños, emergían de sus tumbas improvisadas, cavadas por sus asesinos. Sobre cada cuerpo, había una pluma blanca. Tras analizarlas, los expertos, no pudieron dar con el ave al que correspondían. Los más fervientes devotos decían que aquellas eran plumas de las alas de algún ángel.

Analizaron las cámaras de los lugares donde se producían dichos hallazgos. Al principio parecía una coincidencia, pero se hizo muy recurrente para pasarlo por algo. Se veía en todas ellas a un hombre vestido con un traje blanco y un sombrero, como los que llevan los vaqueros, del mismo color cubriendo su cabeza. En ninguna de aquellas filmaciones se le podía ver la cara con nitidez.

Pronto le pusieron un nombre al hombre del traje blanco. Todo comenzó cuando un cazador, escopeta en mano, había escuchado un ruido en el bosque, pensando que sería un ciervo se fue acercando sigilosamente. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio una figura blanca, inmóvil, con la cabeza inclinada mirando el suelo. Murmuraba algo que no llegó a entender. El cazador le dijo que se diera la vuelta o le dispararía. La verdad es que estaba muerto de miedo y el pulso le temblaba demasiado para que su puntería fuera buena. La tierra empezó a temblar en aquel punto. Al cabo de un rato unos huesos afloraron a la superficie. Había una pluma blanca sobre aquellos restos. Un puente surgió de la nada y aquel hombre junto a un niño muy pequeño que llevaba cogido de la mano, comenzaron a caminar sobre él, hasta desaparecer. Tras conocer aquella historia, la prensa pronto bautizó a aquel ser de blanco como EL EMBRUJADOR DE LOS NIÑOS MUERTOS.

Pero la cosa no terminó ahí. Al mismo tiempo que iban apareciendo cuerpos de niños y niñas, también aparecían hombres y mujeres cruelmente torturados y asesinados. Unos colgados con ganchos y abiertos en canal con las tripas grotescamente colgando fuera de su cuerpo. Otros con la cabeza cortada. Algunos con sus órganos genitales mutilados. Incluso dentro de las cárceles aparecían colgados en sus celdas. Todo hacía pensar que aquello también era obra del hombre del traje blanco.

El inspector había pedido la jubilación anticipada. Cuando le preguntaban qué iba a hacer a partir de entonces, su respuesta siempre era la misma: viajar por todo el mundo y pescar.

Y aunque la policía tenía que detener a aquel hombre como presunto culpable de aquellos asesinatos tan macabros, la verdad es que tampoco se molestaban mucho en hacerlo. Aquel personaje, fuera humano o no, la verdad es que les estaba ayudando mucho eliminando a aquella escoria. ¿Por qué pararlo? Era el mejor peón que tenían y por encima no había que pagarle.

 

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...