“Pasados de tuercas, locos, chiflados, idos, dementes,
chalados, lunáticos, maniáticos, majaretas y un sinfín de apelativos que reciben
aquellas personas que consideran diferentes al resto de la sociedad, inventando
calificativos donde etiquetarlos e irlos separando, a fuego lento, de la gente “normal”
e internándolos en lugares denominados “manicomios”, que no son otra cosa que
cárceles para mantenerlos ocultos, sin nadie que los visite, sin nadie que los
ayude y donde los maltratos físicos y mentales son el pan nuestro de cada día.
El rechazo social hacia esas personas con alguna enfermedad mental, se producía
porque se pensaba que estaba tan desequilibrada que, se podía convertir en un monstruo.
Sus familias los abandonaban allí a su suerte.
Una vez que la puerta del manicomio se cerraba tras de ti
ya no volverías a salir por ella. Lo harías por la puerta de un sótano angosto
y frío, envuelto en una mortaja donde te arrojarían a una fosa húmeda, oscura y
como único recuerdo de tu presencia en la tierra, una cruz de madera sobre tu
tumba con tu número de paciente. Eso te pasaba si tenías “suerte” y tu estado
mental era clasificado como leve o medio. Pero si llegabas allí porque te
consideraban conocedor y practicante de la magia negra, brujería o posesiones
demoníacas, ya eras clasificado como grave y te encerraban en un cuarto de
apenas dos metros, sin ventanas, durante horas y días hasta que enloquecías.
Luego te arrojaban al crematorio, aún con vida, entre gritos desgarradores de
horror y dolor.
Escribo esta carta antes de quitarme la vida porque,
aunque no soy un paciente, los horrores que veo aquí han hecho tambalear mi
cordura considerablemente. En un intento desesperado por salvar algunas vidas mis
huesos han acabado en una fría celda del sótano. Sé que saldré de aquí muerto.
Mis horas están contadas. Espero que esta carta llegue a buenas manos y
realicen las acciones necesarias para acabar con este infierno. No tengo miedo
a la muerte porque, aunque me castiguen por el acto vil e infame que voy a
cometer sé que el infierno que me espera será mucho mejor que éste. Que Dios se
apiade de mi alma”
Padre Juan, 2 de enero del año del señor 1450”
El gobernador recibió esta carta de mano de una joven,
apenas una mujer, con aspecto desaliñado, con la tez blanca como la nieve y con
la mirada ausente, perdida. Se la entregó y despareció de su vista como si
hubiera sido una aparición.
Tardó dos días en visitar aquel lugar. Al entrar el olor era
nauseabundo, olía a vómitos y orina. La limpieza del hospital era nula. Los
médicos y enfermeras tenían las batas sucias y se veía poco aseados. El
director del centro lo llevó a su despacho. Un lugar sobrio, poco iluminado con
grandes estanterías recubriendo las paredes, cargadas de libros, todos de
medicina.
Le estaba empezando a pedir explicaciones de lo que
acontecía en aquel lugar, pero fue interrumpido por una joven enfermera, de
aspecto saludable, con una larga melena rubia y bien parecida. Le ofreció una
bebida. Preguntó qué era, al ver el aspecto que presentaba en el vaso. No era
nada que había visto con anterioridad. La bebida estaba formada por varias
capas, al fondo se veía roja, en el medio era verde y arriba de color blanco,
parecía un arcoíris. No le respondió a la pregunta sólo le dijo que la bebiera
que le sentaría bien, era la especialidad de la casa, una receta de tierras
lejanas, un batido que calmaba los nervios y le haría sentir mejor. Se la bebió
no sin cierto recelo, bajo la atenta mirada del médico y de aquella joven. Les
pareció ver cierto placer en sus ojos cuando se llevaba el vaso a los labios.
Al poco rato de beberla se sintió mareado. Se despertó llevando una camisa de
fuerza y sentado en una silla, en una habitación pequeña sin iluminación. Supo,
a ciencia cierta, que aquella bebida que tenía pinta de ser “tropical” por sus
colores, era la culpable de su estado actual.