Inmóviles y expectantes, viendo pasar la vida de cientos
de adolescentes, las taquillas estaban colocadas en hilera contra la pared de
aquel largo pasillo del instituto. En su interior guardaban secretos, recuerdos
y sueños. Al atardecer, cuando las puertas del edificio se cerraban, quedaban
olvidadas. El amanecer las despertaba de sus sueños fríos y metálicos,
inyectándoles vida nuevamente.
El encargado de cerrar el instituto al término de las
clases, era el conserje. Un hombre con la edad suficiente para jubilarse, pero que,
por una razón u otra, esquivaba, como lo había hecho con las balas, en aquella
guerra donde se vio inmerso sin quererlo, cuando era joven. Llevaba muchos años
allí, demasiados dirían algunos. Fue el primer trabajo que encontró después de
servir heroicamente a su país y no sabría qué hacer si lo dejaba. No quería
esperar a la muerte sentado en el porche de su casa, mirando a la nada.
Prefería que lo encontrara recorriendo los pasillos de aquel instituto que tan
buenos recuerdos le traían y donde siempre sintió una felicidad plena. Su mujer
había muerto hacía mucho tiempo. No habían tenido hijos. Cada muchacho o
muchacha de aquel lugar los consideraba suyos. Siempre estaba dispuesto a
ayudar y tender una mano a quien lo necesitara. Todos lo apreciaban mucho.
Esperaba, mientras
recorría las distintas aulas, así como los despachos de los profesores,
gimnasio e incluso el sótano a que los servicios de limpieza terminaran sus
labores. Era entonces cuando apagaba las luces y cerraba con llave las dos
cerraduras de la puerta principal para irse a casa.
Pero aquella tarde fue diferente a todas las que había
vivido con anterioridad.
Tenía una habitación pequeña, en el sótano, con un
ventanuco que daba a la parte de atrás del edificio, desde donde se veía un
jardín con la hierba cortada, tarea que había realizado hacía menos de dos
días. Allí guardaba distintas herramientas para el mantenimiento del edificio,
y el jardín. Tenía dos accesos una puerta daba directamente al exterior y otra
al interior del instituto. En esos momentos estaba intentando arreglar un
pequeño reloj de pared de una de las aulas, que se había averiado. Las sombras del
atardecer adquirían terreno en su pequeño habitáculo y la sirena de fin de
clase la había pulsado hacía más de dos horas. Encendió la luz. Se empezó a
sentir cansado, sin fuerzas, se tuvo que agarrar a la mesa para no caerse
porque la cabeza le daba vueltas. Logró ponerse en pie y se preparó un café mientras
escuchaba el boletín de noticias de la pequeña radio que descansaba al lado de
la cafetera. Dejó el arreglo del reloj para el día siguiente porque su vista ya
no era la de antes. El hombre del tiempo pronosticaba fuertes lluvias para esa
noche. No le preocupó. Sabía que al anochecer estaría en su casa, sano y salvo,
de cualquier tempestad que se originara.
Terminó el café, cogió las llaves, se puso la chaqueta y
salió a dar la última ronda por el edificio. Se encontraba mejor, sabía que una
buena dosis de cafeína le cargaría las pilas. El servicio de limpieza ya se
había marchado. Se puso a caminar por el largo pasillo donde estaban situadas
las taquillas. Se percató de que sus pies no hacían ruido al andar, por lo general
escuchaba el eco de sus pisadas. No le dio importancia. El sonido de la lluvia
se empezaba a escuchar fuera, tal vez sus pasos se perdían entre el fuerte
ruido que producía el agua al caer sobre el suelo.
Al fondo vio que la puerta de una de las taquillas estaba
abierta de par en par. Se encaminó hacia
allí. Era la última de la fila. Nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo. Le
llamaban la “taquilla maldita” porque nunca se lograba abrir por mucho que lo
intentaran, y mucha gente lo intentó a lo largo de los años, gente del centro y
varios cerrajeros. Había pertenecido a un muchacho que había muerto a manos de
unos chavales. Lo habían arrinconado en el baño, poniéndole una navaja en el
abdomen, querían su dinero. El muchacho nervioso empezó a levantar los brazos para
indicarles que se rendía, que lo dejaran en paz. El que portaba la navaja pensó
que se iba a defender dándole un puñetazo y su reacción no se hizo esperar, se
la clavó, provocándole la muerte. Aquella historia enturbió mucho la reputación
del instituto durante mucho tiempo. Incluso ahora, casi 20 años después, se
veía salpicada por aquella tragedia.
Llegó hasta la taquilla que estaba abierta de par en par.
Estaba vacía por dentro, salvo por una enorme capa de polvo que la cubría.
Intentó cerrarla, pero su mano atravesaba la puerta. Le entró pánico.
-No podrás cerrarla –le dijo alguien situado a sus
espaldas.
Se giró sobresaltado. Vio a un muchacho de unos quince
años. Estaba muy pálido y llevaba puesto el uniforme del centro. Le recordaba a
alguien…. Lo había visto en algún lado… Le resultaba difícil pensar porque no
dejaba de escuchar la risa del joven que iba subiendo de tono a cada segundo
que pasaba, taladrándole la cabeza. Era macabra, siniestra. Entonces lo
recordó. Era el joven que habían matado. El dueño de la taquilla que estaba
abierta.
-Estás muerto, jefe. –le dijo, sin parar de reírse-
bienvenido al oscuro y tenebroso mundo de la muerte.
Estalló la tormenta.