domingo, 12 de septiembre de 2021

JUGAR AL ESCONDITE

 

Era sábado y Tony no tenía clase. Se dedicaría a dormir gran parte de la mañana, o eso tenía pensado. La noche anterior su madre le había dicho que tendría que ausentarse a la oficina un par de horas. No solía trabajar el fin de semana, pero había alguien interesado en una de las casas que había en venta en la zona y le tocaba a ella enseñarla. 

Escuchó cómo su madre lo llamaba. Abrió un ojo y miró el reloj que descansaba sobre su mesilla de noche, marcaba las 10 de la mañana. No sabía si aquello era buena o mala señal, que su madre estuviera tan pronto en casa. Tal vez no hubiera vendido la casa. Somnoliento le respondió:

- ¿Qué, mamá?

Pero su madre no le respondió. Así que se dio media vuelta y siguió durmiendo. Al cabo de un rato volvió a escuchar la voz clara y esta vez más alta de su madre llamándolo de nuevo. Volvió a mirar el reloj, 10 y media. Volvió a responderle esta vez casi gritando:

- ¿Qué quieres mamá?

- ¡Sal de la cama! –le ordenó

Era la primera vez que mantenían una conversación casi a gritos. Por lo general ella iba a su cuarto y le pedía que se levantara. No importa, pensó, tal vez esté malhumorada por no llevar a cabo aquella venta.

Se levantó, abrió la puerta de su habitación y se encaminó hacia las escaleras que daban al piso de abajo. Esperaba escuchar ruidos en la cocina, donde seguramente estaría su madre preparando el desayuno, pero la casa estaba en silencio. Su madre no estaba en la cocina.

Escuchó el ruido de una puerta al cerrarse en el piso de arriba.

- ¿Mamá? –le llamó. Su madre no le respondió.

Se estaba enfadando, a ¿qué jugaba su madre? Si aquello era una broma, no le estaba gustando demasiado.

Volvió a subir, cuando puso el pie en la última escalera la puerta de la habitación de su madre se cerró de golpe. Corrió hacia allí y la abrió. La habitación estaba vacía.

Escuchó pasos tras él corriendo por el pasillo y la voz de su madre llamándole y riéndose. Se giró y vio una sombra que bajaba las escaleras. Tony pensó si su madre se había vuelto loca o algo así. Y decidió no seguirle el juego. Estaba muy enfadado. Era sábado por la mañana y lo único que le apetecía era dormir y no andar jugando al escondite por toda la casa. Así que, abrió la puerta de su cuarto y antes de meterse de nuevo en la cama, le gritó desde el umbral que no tenía ganas de jugar que si quería algo estaría en la cama. Al cabo de un rato escuchó abrirse la puerta de su habitación. Su madre sabía que se había enfadado y venía a pedirle disculpas, seguro. La puerta se abrió de todo, él no se movió de la posición en la que estaba. No iba a entrarle al juego. Escuchó la respiración de su madre y esperó a que ella se abalanzara sobre él para hacerle cosquillas, como solía hacer cuando quería hacer las paces, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no reírse.

Escuchaba los pasos estaban cada vez más cerca. Entonces….

Su madre abrió la puerta de la calle mientras le gritaba eufórica:

-Tony, ya llegué. ¡He vendido la casa!

 

 

 

 

miércoles, 8 de septiembre de 2021

EL CUERVO

 

 

 Un cuervo graznaba en el bosque. Un hombre llevaba horas deambulando. Había perdido sus zapatos, los pies le sangraban y tenía la ropa hecha jirones. Estaba exhausto, sediento, la visión del cuervo no presagiaba nada bueno. La muerte lo acechaba. Llevaba horas, tal vez días, perdido, no lo sabía con certeza. Había sufrido un accidente, un ciervo se había cruzado en su camino, perdió el control de su coche chocando contra un árbol. Repuesto del susto inicial, decidió pedir ayuda. El móvil estaba roto. Esperó horas a que pasara algún coche. La suerte lo había abandonado. Decidió caminar. Lo hizo durante horas, le dolían mucho los pies y se había bebido toda la botella de agua que había encontrado en el coche. Se levantó una brisa que fue incrementándose poco a poco, los árboles comenzaron a moverse, levantó la mirada al cielo por si se acercaba una tormenta, pero seguía igual azul y sin ninguna nube que lo enturbiara. Escuchó un grito aterrador.  Entre los árboles vio pasar una sombra corriendo, podría ser un animal o una persona, no estaba seguro.  Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban. Nadie le respondió. Pero entonces, como salido de la nada, vio una figura en medio de la carretera a pocos metros de donde estaba. Era alto, calculó que mediría unos dos metros, y muy delgado. Vestía una túnica blanca con capucha que le cubría la cara y llevaba un gran bastón en la mano. Supo que su vida corría peligro. Corrió hacia el bosque, notando en cada momento aquella presencia tras él.

                     

                    Tropezó y cayó rodando por una pendiente. El cuervo revoloteaba a su alrededor. Una sombra lo cubrió por completo, el encapuchado levantó el cayado. No debió abandonar la carretera. Pero era demasiado tarde para rectificar. Sintió un dolor punzante, luego oscuridad.

 

 

 


 

 

 

 

MARÍA APARECIÓ EN TU REFLEJO

 

La iglesia estaba a tope el día del funeral. Ana y yo habíamos sido sus mejores amigas. Ese día me quedé a dormir en casa de Ana. Estuvimos charlando hasta bien entrada la madrugada hasta que nos quedamos dormidas. Un ruido me despertó. Me levanté. Vi luz por una rendija de la puerta del cuarto de baño. Entré. Vi a Ana delante del espejo mirándose fijamente, pero había algo más allí, algo que definitivamente no tenía que estar. Proferí un grito agudo y desgarrador que hizo que Ana saliera del trance en el que estaba inmersa. Se desmayó y cayó sobre el frio suelo de baldosas del baño. La llevé hasta la cama. Se despertó al cabo de un rato, entonces le dije:

-María apareció en tu reflejo

Ella rompió a llorar

- ¿Qué pasó? –le pregunté

Había escuchado algo en boca de aquel espectro: venganza.

Ana me miró fijamente.

-La dejé morir.

En aquel momento un frío gélido nos envolvió. La almohada que hasta entonces reposaba inmóvil sobre la cabecera de la cama se levantó impulsada por una fuerza invisible, situándose sobre la cabeza de Ana. Yo estaba tan asustada que me quedé petrificada ante el horror que estaba contemplando. Ana pataleaba intentando aspirar una bocanada de aire. Se estaba asfixiando. Minutos después estaba muerta. María se había vengado. 

MANICOMIO

 

“Pasados de tuercas, locos, chiflados, idos, dementes, chalados, lunáticos, maniáticos, majaretas y un sinfín de apelativos que reciben aquellas personas que consideran diferentes al resto de la sociedad, inventando calificativos donde etiquetarlos e irlos separando, a fuego lento, de la gente “normal” e internándolos en lugares denominados “manicomios”, que no son otra cosa que cárceles para mantenerlos ocultos, sin nadie que los visite, sin nadie que los ayude y donde los maltratos físicos y mentales son el pan nuestro de cada día. El rechazo social hacia esas personas con alguna enfermedad mental, se producía porque se pensaba que estaba tan desequilibrada que, se podía convertir en un monstruo. Sus familias los abandonaban allí a su suerte.

Una vez que la puerta del manicomio se cerraba tras de ti ya no volverías a salir por ella. Lo harías por la puerta de un sótano angosto y frío, envuelto en una mortaja donde te arrojarían a una fosa húmeda, oscura y como único recuerdo de tu presencia en la tierra, una cruz de madera sobre tu tumba con tu número de paciente. Eso te pasaba si tenías “suerte” y tu estado mental era clasificado como leve o medio. Pero si llegabas allí porque te consideraban conocedor y practicante de la magia negra, brujería o posesiones demoníacas, ya eras clasificado como grave y te encerraban en un cuarto de apenas dos metros, sin ventanas, durante horas y días hasta que enloquecías. Luego te arrojaban al crematorio, aún con vida, entre gritos desgarradores de horror y dolor.

Escribo esta carta antes de quitarme la vida porque, aunque no soy un paciente, los horrores que veo aquí han hecho tambalear mi cordura considerablemente. En un intento desesperado por salvar algunas vidas mis huesos han acabado en una fría celda del sótano. Sé que saldré de aquí muerto. Mis horas están contadas. Espero que esta carta llegue a buenas manos y realicen las acciones necesarias para acabar con este infierno. No tengo miedo a la muerte porque, aunque me castiguen por el acto vil e infame que voy a cometer sé que el infierno que me espera será mucho mejor que éste. Que Dios se apiade de mi alma”

Padre Juan, 2 de enero del año del señor 1450”

El gobernador recibió esta carta de mano de una joven, apenas una mujer, con aspecto desaliñado, con la tez blanca como la nieve y con la mirada ausente, perdida. Se la entregó y despareció de su vista como si hubiera sido una aparición.

Tardó dos días en visitar aquel lugar. Al entrar el olor era nauseabundo, olía a vómitos y orina. La limpieza del hospital era nula. Los médicos y enfermeras tenían las batas sucias y se veía poco aseados. El director del centro lo llevó a su despacho. Un lugar sobrio, poco iluminado con grandes estanterías recubriendo las paredes, cargadas de libros, todos de medicina.

Le estaba empezando a pedir explicaciones de lo que acontecía en aquel lugar, pero fue interrumpido por una joven enfermera, de aspecto saludable, con una larga melena rubia y bien parecida. Le ofreció una bebida. Preguntó qué era, al ver el aspecto que presentaba en el vaso. No era nada que había visto con anterioridad. La bebida estaba formada por varias capas, al fondo se veía roja, en el medio era verde y arriba de color blanco, parecía un arcoíris. No le respondió a la pregunta sólo le dijo que la bebiera que le sentaría bien, era la especialidad de la casa, una receta de tierras lejanas, un batido que calmaba los nervios y le haría sentir mejor. Se la bebió no sin cierto recelo, bajo la atenta mirada del médico y de aquella joven. Les pareció ver cierto placer en sus ojos cuando se llevaba el vaso a los labios. Al poco rato de beberla se sintió mareado. Se despertó llevando una camisa de fuerza y sentado en una silla, en una habitación pequeña sin iluminación. Supo, a ciencia cierta, que aquella bebida que tenía pinta de ser “tropical” por sus colores, era la culpable de su estado actual.

 

martes, 7 de septiembre de 2021

MONTAÑA RUSA

 

Los tornillos de la montaña rusa, estaban siendo aflojados por una mano invisible, un detalle a tener en cuenta si te querías montar en ella, pero los chavales que en ese momento estaban sacando el ticket para subir, no lo sabían. Ni ellos, ni nadie en el parque de atracciones. Eran cuatro, dos iban delante y los otros dos detrás. Nerviosos ante los que les esperaban se reían y bromeaban entre ellos. Al ser fin de semana el parque estaba lleno hasta los topes de gente que deambulaba de un lado a otro, comiendo algodón de azúcar, perritos calientes y parándose en cada caseta que se encontraban. Gente de todas las edades, niños acompañados de sus padres, parejas deseosas de meterse mano en algún lugar amparados por las sombras.  Adolescentes plagados de acné, envalentonados por llevar unos cuantos petardos en el bolsillo delantero de sus vaqueros que harían explotar para incrementar su maltrecho ego, pisoteado por los matones de turno. Y estos últimos con diversos problemas psicológicos propios o implantados por sus progenitores y la sociedad en general que utilizaban a los más débiles para canalizar su ira y frustración que los corroía por dentro. Entre todo el bullicio y el jaleo la montaña rusa comenzó a ascender lentamente. No muy lejos de allí había una orquesta que amenizaba el ambiente, para el disfrute de los clientes del parque. Todo lo que sube en algún momento tiene que caer, y así fue, pero no como se suponía que debería ser. Los tornillos que habían quedado sueltos dejaron de hacer su función. La montaña rusa se desarmó. Toda la estructura metálica cayó sobre todo lo que se movía en un radio de más de un kilómetro a la redonda. Fue un caos total. Pero inexplicablemente el único que todavía quedó en pie tras la catástrofe había sido el trompetista de la orquesta, que igual que en aquella película, no dejó de tocar.

lunes, 6 de septiembre de 2021

TAQUILLAS

 

Inmóviles y expectantes, viendo pasar la vida de cientos de adolescentes, las taquillas estaban colocadas en hilera contra la pared de aquel largo pasillo del instituto. En su interior guardaban secretos, recuerdos y sueños. Al atardecer, cuando las puertas del edificio se cerraban, quedaban olvidadas. El amanecer las despertaba de sus sueños fríos y metálicos, inyectándoles vida nuevamente.

El encargado de cerrar el instituto al término de las clases, era el conserje. Un hombre con la edad suficiente para jubilarse, pero que, por una razón u otra, esquivaba, como lo había hecho con las balas, en aquella guerra donde se vio inmerso sin quererlo, cuando era joven. Llevaba muchos años allí, demasiados dirían algunos. Fue el primer trabajo que encontró después de servir heroicamente a su país y no sabría qué hacer si lo dejaba. No quería esperar a la muerte sentado en el porche de su casa, mirando a la nada. Prefería que lo encontrara recorriendo los pasillos de aquel instituto que tan buenos recuerdos le traían y donde siempre sintió una felicidad plena. Su mujer había muerto hacía mucho tiempo. No habían tenido hijos. Cada muchacho o muchacha de aquel lugar los consideraba suyos. Siempre estaba dispuesto a ayudar y tender una mano a quien lo necesitara. Todos lo apreciaban mucho.

 Esperaba, mientras recorría las distintas aulas, así como los despachos de los profesores, gimnasio e incluso el sótano a que los servicios de limpieza terminaran sus labores. Era entonces cuando apagaba las luces y cerraba con llave las dos cerraduras de la puerta principal para irse a casa.

Pero aquella tarde fue diferente a todas las que había vivido con anterioridad.

Tenía una habitación pequeña, en el sótano, con un ventanuco que daba a la parte de atrás del edificio, desde donde se veía un jardín con la hierba cortada, tarea que había realizado hacía menos de dos días. Allí guardaba distintas herramientas para el mantenimiento del edificio, y el jardín. Tenía dos accesos una puerta daba directamente al exterior y otra al interior del instituto. En esos momentos estaba intentando arreglar un pequeño reloj de pared de una de las aulas, que se había averiado. Las sombras del atardecer adquirían terreno en su pequeño habitáculo y la sirena de fin de clase la había pulsado hacía más de dos horas. Encendió la luz. Se empezó a sentir cansado, sin fuerzas, se tuvo que agarrar a la mesa para no caerse porque la cabeza le daba vueltas. Logró ponerse en pie y se preparó un café mientras escuchaba el boletín de noticias de la pequeña radio que descansaba al lado de la cafetera. Dejó el arreglo del reloj para el día siguiente porque su vista ya no era la de antes. El hombre del tiempo pronosticaba fuertes lluvias para esa noche. No le preocupó. Sabía que al anochecer estaría en su casa, sano y salvo, de cualquier tempestad que se originara.

Terminó el café, cogió las llaves, se puso la chaqueta y salió a dar la última ronda por el edificio. Se encontraba mejor, sabía que una buena dosis de cafeína le cargaría las pilas. El servicio de limpieza ya se había marchado. Se puso a caminar por el largo pasillo donde estaban situadas las taquillas. Se percató de que sus pies no hacían ruido al andar, por lo general escuchaba el eco de sus pisadas. No le dio importancia. El sonido de la lluvia se empezaba a escuchar fuera, tal vez sus pasos se perdían entre el fuerte ruido que producía el agua al caer sobre el suelo.

Al fondo vio que la puerta de una de las taquillas estaba abierta de par en par.  Se encaminó hacia allí. Era la última de la fila. Nadie la ocupaba desde hacía mucho tiempo. Le llamaban la “taquilla maldita” porque nunca se lograba abrir por mucho que lo intentaran, y mucha gente lo intentó a lo largo de los años, gente del centro y varios cerrajeros. Había pertenecido a un muchacho que había muerto a manos de unos chavales. Lo habían arrinconado en el baño, poniéndole una navaja en el abdomen, querían su dinero. El muchacho nervioso empezó a levantar los brazos para indicarles que se rendía, que lo dejaran en paz. El que portaba la navaja pensó que se iba a defender dándole un puñetazo y su reacción no se hizo esperar, se la clavó, provocándole la muerte. Aquella historia enturbió mucho la reputación del instituto durante mucho tiempo. Incluso ahora, casi 20 años después, se veía salpicada por aquella tragedia.

Llegó hasta la taquilla que estaba abierta de par en par. Estaba vacía por dentro, salvo por una enorme capa de polvo que la cubría. Intentó cerrarla, pero su mano atravesaba la puerta. Le entró pánico.

-No podrás cerrarla –le dijo alguien situado a sus espaldas.

Se giró sobresaltado. Vio a un muchacho de unos quince años. Estaba muy pálido y llevaba puesto el uniforme del centro. Le recordaba a alguien…. Lo había visto en algún lado… Le resultaba difícil pensar porque no dejaba de escuchar la risa del joven que iba subiendo de tono a cada segundo que pasaba, taladrándole la cabeza. Era macabra, siniestra. Entonces lo recordó. Era el joven que habían matado. El dueño de la taquilla que estaba abierta.

-Estás muerto, jefe. –le dijo, sin parar de reírse- bienvenido al oscuro y tenebroso mundo de la muerte.

Estalló la tormenta.

 

 

sábado, 4 de septiembre de 2021

EL HIJO DE MI AMIGO

 

Lo vi. Estaba alejado del grupo, pero lo suficientemente cerca para no perder detalle de lo que allí pasaba. Vi tristeza en su cara. Hasta podía jurar que sus ojos estaban anegados de lágrimas. Sentado sobre la hierba, entre dos tumbas, observaba todo lo que pasaba. Llevaba puestos unos vaqueros resquebrajados y sucios. Su camiseta blanca también estaba rota a la altura del pecho, desgarrada y cubierta de sangre. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos. Me reconoció. Él supo lo que yo ya sabía. Estaba muerto y yo era el único que podía verlo. Presenciaba su propio entierro. 

El sacerdote estaba hablando a los presentes, era la hora del sermón y todos mostraban su respeto agachando la cabeza y moviendo los labios como si estuvieran rezando. Pero más de uno, quizá todos, estaban aliviados de que aquel cuerpo que iban a enterrar no fuera el suyo. Algún día se encontrarían en esa situación. Algún día. Quizá lejano. Quizá no. Algún día que no era hoy. 

Desvíe la mirada de la suya para observar la gente que había a mi alrededor. Yo estaba allí como amigo de la familia. De su familia, concretamente de su padre, que contemplaba con ojos llorosos, la caja de madera tallada que tenía delante, en la cual, yacía su hijo y que en escasos minutos estaría a dos metros bajo tierra donde el cuerpo de su primogénito se iría pudriendo poco a poco. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le puse mi brazo derecho sobre sus hombros. Yo también tengo hijos y sé cómo se les quiere. Me dirigió una mirada de gratitud y rompió a llorar.  Mientras tanto volví a mirar al chaval. Al muerto. Al hijo de mi amigo, que lo conocía desde que había salido del vientre de su madre. Su mirada estaba enfocada en alguien de los allí presentes. Pude ver odio, mucho odio, en sus ojos. Seguí su mirada. Era su mejor amigo el foco de su atención. Por lo que me habían contado, el accidente en el que falleció, había sido por una negligencia de su parte, había perdido el control del coche, seguramente por los efectos del alcohol o drogas que había estado tomando. Iban otros tres amigos con él, ellos habían sobrevivido. La suerte, esa noche, no estaba de su lado. 

La policía estaba haciendo las pesquisas necesarias para resolver aquel caso. Pequeños detalles que no encajaban en todo aquello les había llevado a investigar el accidente a fondo. Eso es lo que su padre me había comentado añadiendo que su hijo no tomaba drogas. Pero qué padre lo admitiría, aunque supiera que era verdad. Le habían realizado la autopsia al chaval y se procedió a enterrarlo lo antes posible por el mal estado en que había quedado su cuerpo. Terminado el sermón se procedió a bajar el féretro a la fosa húmeda y oscura de la cual no saldría jamás y donde el joven descansaría para siempre, si eso era posible, porque bastaba ver la cara del muchacho para darse cuenta de que su alma no estaba en paz. 

Entonces pasó algo, que no sólo yo, que era el único que podía verlo, lo notó. El detonante fue el estridente ruido de las sirenas de un par de coches de la policía que se acercaban velozmente al cementerio. Miré hacia el lugar donde había estado sentado el hijo de mi amigo para ver su reacción. No estaba. Recorrí la mirada en su busca. Lo vi hablándole a su amigo. Éste retrocedía gritando a todo pulmón que lo dejara en paz. Sus ojos eran la viva imagen del miedo y el terror que sentía al ver a su amigo muerto, al amigo que estaban enterrando. La gente acudía a su encuentro, para consolarlo, pensando que el dolor que sentía era tan grande, que lo había vuelto loco. Intentaban agarrarlo, pero, con una facilidad pasmosa, se libraba de ellos apartándose de un lado a otro, esquivándolos. El joven intentaba salir huyendo del cementerio caminando de espaldas, para no perder de vista a su amigo convertido en  fantasma. Tropezó y cayó sobre una cruz de hierro. Profirió un profundo y desgarrador alarido de dolor, durante el cual, toda la gente congregada en el cementerio enmudeció. La sangre que emanaba de su espalda, teñía de rojo la lápida blanca donde estaba enclavada aquella cruz. Se ahogó con su propia sangre saliendo a borbotones de su garganta. Cuando llegó la policía ya había muerto. Y el hijo de mi amigo había desaparecido. Luego supe por qué. 

La autopsia arrojó cero de alcohol y cero drogas en su sangre. Vieron restos de pintura roja en la puerta del conductor del coche siniestrado que, por cierto, era blanco. Había sido un homicidio voluntario por celos. El hijo de mi amigo le había levantado la novia a su mejor amigo,  el que yacía con una cruz clavada en la espalda. Éste lo sacó de la carretera provocando el accidente que lo mató. El resto de los chicos que iban en el coche no podían contar nada porque todavía estaban en el hospital, bastante graves. Me pareció que estaba presenciado una de las muchas injusticias que tiene la vida y que hacen que te hagas un montón de preguntas sin obtener ni una respuesta que te satisfaga un poco.

Me dirigía al coche cabizbajo y pensando en todo aquello cuando lo volví a ver. Esta vez sentado en la parte de atrás de mi coche. Entré, me coloqué el cinturón de seguridad y me dispuse a arrancar cuando le pregunté si quería que lo llevara a algún sitio.

-A casa –me dijo

Lo observé por el retrovisor. Estaba sonriendo. Había llevado a cabo su venganza y estaba en paz consigo mismo.

- ¿No ves una luz o algo a lo que tengas que dirigirte? –le pregunté conocedor de mi ignorancia sobre el tema.

- ¡No digas tonterías! –me dijo- ¡no pienso irme a ningún lado!.

Arranqué el coche y nos fuimos.

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...