Aquel día, en el paritorio, reinaba un total bullicio. Se
habían puesto de parto, casi al mismo tiempo, tres mujeres. Dos de ellas habían
tenido ya a sus bebés, la tercera…. Estaba en ello.
Aquella mujer estaba sufriendo de una manera inenarrable,
no sólo físicamente, ya que, hacía unos minutos que le habían puesto una inyección
y el dolor había remitido considerablemente, sino por el hecho de pensar que la
vida de su bebé corría peligro. Sentía que su barriga era una gran manzana podrida,
llena de agujeros por los cuales se asomaban unos pequeños y asquerosos gusanos
viscosos. Aquel pensamiento no la ayudaban a mejorar su estado de ánimo, eso
estaba claro, así que trató de desecharlos de su mente, con un movimiento
exagerado de cabeza, como si le hubiera dado un espasmo, pero no consiguió
librarse de ellos.
Durante el embarazo, sobre todo en la recta final, la
llegada de aquel momento la atormentaba, saber que tenía que pasar por un dolor
desconocido para ella le provocaba pánico, terror, pero ahora aquel dolor, por
el que tanto se había preocupado, quedaba en un segundo plano, no le importaba sufrir,
siempre y cuando, su hijo estuviera a salvo.
La temperatura comenzó a descender notablemente. De la
boca de los presentes comenzó a salir vaho provocado por el frío que reinaba en
aquel lugar.
Una enfermera estaba junto a ella. Le agarraba la mano y
le daba ánimos. Su mirada estaba cargada de dulzura. La alentaba a empujar. El
bebé necesitaba de su ayuda para nacer. Pero a pesar de todos los esfuerzos que
hacía aquella madre primeriza, el bebé no se movía ni un ápice. Notaba una gran
presión entre sus piernas. Una fuerza descomunal impedía el nacimiento de su
hijo. Se lo hizo saber a la enfermera. Le habló de lo que le sucedía, entre
jadeos y sollozando. El semblante de la mujer fue cambiando a medida que la
joven madre se lo iba contando. Entonces en un susurro dijo algo que sólo la
parturienta lo escuchó:
- ¡Mara está aquí!
Y como alma que lleva el diablo, salió corriendo de la
sala de partos, para regresar al cabo de un rato con una muñeca entre las manos
que había cogido de la sala de espera de pediatría.
La colocó sobre la cama. Entonces….
La temperatura en el paritorio comenzó a ascender.
La mujer empujó un par de veces. El médico le pidió un
último esfuerzo. Podía ver la cabeza del pequeño.
Por fin, el niño nació. La madre, exhausta, rompió a
llorar cuando se lo pusieron entre sus brazos.
La muñeca había desaparecido.
Al día siguiente cuando aquella enfermera entró en la habitación
de la recién estrenada madre, ésta le hizo la pregunta que venía rondándole por
la cabeza.: ¿Quién era Mara?
La enfermera se sentó en el borde de la cama y comenzó su
relato:
-Esta es una leyenda que oí cuando era pequeña en boca de
mi abuela.
-Decía que una niña de nombre Mara, elige a un bebé, el día
de su cumpleaños. Tienes que dejarle un regalo. Sino lo haces, se lo llevará
con ella.
Mara, vivía en una casa a las afueras de la cuidad con
sus papás. A pesar de que aquella mañana no había escuela, por ser sábado, la
niña se despertó temprano. Había un motivo para aquello, era el 9 de Julio, su
cumpleaños. Ese día cumpliría 9 años.
Estaba radiante de feliz. Sonrió al póster que tenía
sobre la cama donde se veía a un paracaidista saltando de un helicóptero. Algún
día, sería ella quien saltara y alguien le sacaría una foto, que algún niño
como había hecho ella, pondría en su habitación.
Se asomó a la ventana. Vio el sendero que llevaba al
bosque por el que tantas veces había recorrido con su bicicleta. Se fijó en el
coche de su padre aparcado delante de la puerta de la casa. Alguien había
dibujado con el dedo un dado en el capó, aprovechando la gran capa de polvo que
tenía. También vio al operario de la
limpieza barriendo las calles y haciendo montoncitos de basura que luego iría recogiendo.
El agradable olor de tortitas se había colado en su habitación
Sus tripas protestaron. Tenía hambre. Abrió la puerta y comenzó a caminar por
el pasillo. Entonces escuchó un grito desgarrador en la planta baja. Era su
madre la que gritaba. Corrió hacia las escaleras. La vio tendida en el suelo.
La enorme barriga le dificultaba mirarse el tobillo que le dolía mucho y se
había hinchado considerablemente. Faltaba poco para que su hermanito naciera.
La niña gritó su nombre. Estaba asustada. Bajó las escaleras corriendo para
ayudarla. No vio el tablón suelto en uno de los peldaños, el mismo que había hecho
que su madre tropezara y cayera rodando. Se precipitó escaleras abajo. Mara no
tuvo tanta suerte como su madre. La niña murió.
Se había quedado sin regalos el día de su cumpleaños. Y
enfadada por ello, se llevó a su hermanito con ella.