lunes, 24 de enero de 2022

EL CUADRO

Llegó a aquella cabaña que sería, durante unos meses, su “lugar de escritor”, cedida por su buen amigo Carlos, el mismo que le ofreció su casa en las montañas, para que disfrutara de la naturaleza en estado puro. La “cabaña” como la denominaba su amigo, estaba a casi un kilómetro de la casa principal. Era un sitio alejado de todo. Como único acompañante tenía el trinar de los pájaros que anidaban en las copas de los árboles que la rodeaban.

Mira dentro. Está libre de muebles, salvo por una mesa y una silla plegable junto a una ventana. El sol entra a raudales por ella. Suficiente. La iluminación es buena, piensa. Coloca su ordenador sobre la mesa, así como unas hojas en blanco, un bolígrafo y un par de refrescos. Deja la puerta abierta para que, entre algo de aire y remueva el olor a cerrado que se respira en su interior.

Escribe la primera frase de su novela.

“La melancolía borra aurora, atardecer y miedo y solo con mi maleta… tu recuerdo y mi deseo”.

El protagonista tiene algo que confesar, él tiene que confesar. Ambos son la misma persona, pero con distintos nombres. Sabe que, si no lo hace la culpa, el remordimiento, lo atormentarán hasta el día de su muerte. Ha de hacerlo….

Percibe algo por el rabillo del ojo que lo saca de sus pensamientos, de su concentración, de su confesión, algo que llama a gritos su atención. Levanta la vista y lo ve. Un cuadro en la pared. Situado en el rincón más alejado. Un lugar extraño para colocar una pintura, piensa. Un lugar en el que la luz de la mañana apenas llega, haciéndolo, si cabe, más siniestro.

Hay varios animales pintados en él. En el fondo, un toro. En el lado derecho dos conejos, en el lado izquierdo un par de perros y en el centro, un león. No sabe si la escasa luminosidad es la causa de que la visión de aquel cuadro le provoque escalofríos poniéndole, incluso, la piel de gallina. Aquellos animales lo miran fijamente, lo observan, lo contemplan desde la pared. Al moverse, sus ojos también lo hacen. Se siente incómodo. Pero lo más siniestro de todo aquello, es el color que eligió el pintor para los ojos de aquellos animales. Rojos como las llamas, como la sangre, con tal intensidad que, les confiere un aspecto demoníaco.

Sabe que no podrá escribir sabiendo que aquellos animales allí retratados lo observan. Así que lo descuelga y lo vuelve de cara a la pared. El cuadro está a años luz de ser bueno, pero no puede negar que es siniestro y le provoca malestar.

Se vuelve a sentar ante su portátil. Escribe un par de frases más. Unos ruidos lo desconcentran y para de escribir. Provienen del lugar donde está el cuadro. Levanta la mirada y lo ve. Pero sabe, que lo que está viendo no puede ser real. Tiene que ser fruto de su imaginación. Porque de no serlo, tendría que preocuparse.

El cuadro vuelve a estar en su sitio. El cuadro vuelve a estar colgado en la pared. Y si aquello era ya por sí desconcertante, había algo más en él que iba más allá de toda lógica. Había una mujer al lado del león. Antes de no estaba. Podía asegurarlo a ciencia cierta. Era buen observador y un detalle como aquel no se le pasaría por algo. Aquella mujer no era desconocida para él, no, aquella mujer, era su esposa.

Se acercó lentamente con recelo, temeroso de que en cualquier momento aquellos animales cobraran vida y se abalanzaran sobre él. Lo contempló detenidamente. Los perros y los conejos habían cambiado de posición, ahora estaban detrás de ella.

Se fijó en sus ropas, pantalón vaquero, camisa roja y unas zapatillas blancas en los pies. Así iba vestida el día que…

El día que la mató.

Lo había planeado todo, hasta el mínimo detalle, para que la policía creyera que se había ido de casa. Alegando que su matrimonio estaba pasando por un bache.

Había funcionado. Nadie sospechaba de él.

Había hecho un buen trabajo con la sierra mecánica, cortando su cuerpo en trozos para luego meterlos en una maleta.

Aquel lugar era el sitio perfecto para hacerla desaparecer. Apartado de todo y de todos. Nadie encontraría jamás los pedazos de ella que había ido enterrando a lo largo del bosque.

Pero….

La puerta de la cabaña se cerró de golpe como impulsaba por una gran ráfaga de viento. Pero en el exterior no se movía ni una sola hoja.

La temperatura baja considerablemente. A pesar de que es mediodía, la luz del sol desaparece casi por completo, dejando la cabaña en penumbra. La visibilidad es casi nula, pero sí lo suficiente para poder apreciar como los animales saltan de la pintura y se colocan frente a él.

La última en saltar es su esposa.

Sus miradas se cruzan. En la de él se ve el pánico, el terror, el miedo que lo embarga. En la de ella se ve la ira, el odio, la rabia incontrolada que la invade.

Ella esboza una media sonrisa al tiempo que hace un ademán con la mano.

Lo último que ve el hombre son las fauces del león.

Lo último que escucha el hombre es la carcajada siniestra de su mujer.

 

 

 

 

 

sábado, 22 de enero de 2022

MARA

 

Aquel día, en el paritorio, reinaba un total bullicio. Se habían puesto de parto, casi al mismo tiempo, tres mujeres. Dos de ellas habían tenido ya a sus bebés, la tercera…. Estaba en ello.

Aquella mujer estaba sufriendo de una manera inenarrable, no sólo físicamente, ya que, hacía unos minutos que le habían puesto una inyección y el dolor había remitido considerablemente, sino por el hecho de pensar que la vida de su bebé corría peligro. Sentía que su barriga era una gran manzana podrida, llena de agujeros por los cuales se asomaban unos pequeños y asquerosos gusanos viscosos. Aquel pensamiento no la ayudaban a mejorar su estado de ánimo, eso estaba claro, así que trató de desecharlos de su mente, con un movimiento exagerado de cabeza, como si le hubiera dado un espasmo, pero no consiguió librarse de ellos.

Durante el embarazo, sobre todo en la recta final, la llegada de aquel momento la atormentaba, saber que tenía que pasar por un dolor desconocido para ella le provocaba pánico, terror, pero ahora aquel dolor, por el que tanto se había preocupado, quedaba en un segundo plano, no le importaba sufrir, siempre y cuando, su hijo estuviera a salvo.

La temperatura comenzó a descender notablemente. De la boca de los presentes comenzó a salir vaho provocado por el frío que reinaba en aquel lugar.

Una enfermera estaba junto a ella. Le agarraba la mano y le daba ánimos. Su mirada estaba cargada de dulzura. La alentaba a empujar. El bebé necesitaba de su ayuda para nacer. Pero a pesar de todos los esfuerzos que hacía aquella madre primeriza, el bebé no se movía ni un ápice. Notaba una gran presión entre sus piernas. Una fuerza descomunal impedía el nacimiento de su hijo. Se lo hizo saber a la enfermera. Le habló de lo que le sucedía, entre jadeos y sollozando. El semblante de la mujer fue cambiando a medida que la joven madre se lo iba contando. Entonces en un susurro dijo algo que sólo la parturienta lo escuchó:

- ¡Mara está aquí!

Y como alma que lleva el diablo, salió corriendo de la sala de partos, para regresar al cabo de un rato con una muñeca entre las manos que había cogido de la sala de espera de pediatría.

La colocó sobre la cama. Entonces….

La temperatura en el paritorio comenzó a ascender.

La mujer empujó un par de veces. El médico le pidió un último esfuerzo. Podía ver la cabeza del pequeño.

Por fin, el niño nació. La madre, exhausta, rompió a llorar cuando se lo pusieron entre sus brazos.
La muñeca había desaparecido.

 

Al día siguiente cuando aquella enfermera entró en la habitación de la recién estrenada madre, ésta le hizo la pregunta que venía rondándole por la cabeza.: ¿Quién era Mara?

La enfermera se sentó en el borde de la cama y comenzó su relato:

-Esta es una leyenda que oí cuando era pequeña en boca de mi abuela.

-Decía que una niña de nombre Mara, elige a un bebé, el día de su cumpleaños. Tienes que dejarle un regalo. Sino lo haces, se lo llevará con ella.

Mara, vivía en una casa a las afueras de la cuidad con sus papás. A pesar de que aquella mañana no había escuela, por ser sábado, la niña se despertó temprano. Había un motivo para aquello, era el 9 de Julio, su cumpleaños. Ese día cumpliría 9 años.

Estaba radiante de feliz. Sonrió al póster que tenía sobre la cama donde se veía a un paracaidista saltando de un helicóptero. Algún día, sería ella quien saltara y alguien le sacaría una foto, que algún niño como había hecho ella, pondría en su habitación.

Se asomó a la ventana. Vio el sendero que llevaba al bosque por el que tantas veces había recorrido con su bicicleta. Se fijó en el coche de su padre aparcado delante de la puerta de la casa. Alguien había dibujado con el dedo un dado en el capó, aprovechando la gran capa de polvo que tenía.  También vio al operario de la limpieza barriendo las calles y haciendo montoncitos de basura que luego iría recogiendo.

El agradable olor de tortitas se había colado en su habitación Sus tripas protestaron. Tenía hambre. Abrió la puerta y comenzó a caminar por el pasillo. Entonces escuchó un grito desgarrador en la planta baja. Era su madre la que gritaba. Corrió hacia las escaleras. La vio tendida en el suelo. La enorme barriga le dificultaba mirarse el tobillo que le dolía mucho y se había hinchado considerablemente. Faltaba poco para que su hermanito naciera. La niña gritó su nombre. Estaba asustada. Bajó las escaleras corriendo para ayudarla. No vio el tablón suelto en uno de los peldaños, el mismo que había hecho que su madre tropezara y cayera rodando. Se precipitó escaleras abajo. Mara no tuvo tanta suerte como su madre. La niña murió.

Se había quedado sin regalos el día de su cumpleaños. Y enfadada por ello, se llevó a su hermanito con ella.

miércoles, 19 de enero de 2022

ALICIA VIAJÓ AL INFRAMUNDO

 

Todavía podía escuchar a la reina gritando: ¡qué le corten la cabeza! mientras corría. En su alocada carrera vislumbró a lo lejos un caballo de madera apoyado sobre el tronco de un árbol. Aminoró la marcha y cuando estuvo a su altura éste le habló, porque en los sueños todo es posible.

- ¿A dónde vas con tanta prisa? -le preguntó

-Huyo de la reina –le dijo Alicia.

-Si subes a mi lomo irás más deprisa –le respondió.

Así lo hizo. Para su desconcierto, el caballo de madera no trotaba, se mantenía suspendido a escasos centímetros del suelo. Entró en una cueva muy oscura. Preguntó a dónde iba. No obtuvo respuesta.

Descendían. Pasado un largo tiempo, se detuvieron. El lugar donde se encontraba era pasto de las llamas y en el ambiente reinaba un fuerte olor a azufre. Alicia viajó al inframundo. El caballo de madera ya no era tal, se había convertido en una bestia que le dio la bienvenida a su humilde morada., de la cual, no saldría jamás. Ella le suplicó que la dejara libre. Intentó huir. Al girar la cabeza, ésta cayó rodando por el suelo. Aun así, sus pies siguieron corriendo. La bestia profirió una sonora carcajada mientras agarraba la cabeza de la muchacha y la lanzaba a las llamas. Él era el señor de los sueños. Él era la pesadilla de la que no despertaría jamás. 

 

lunes, 17 de enero de 2022

LA PARTIDA

 

No sabía cuánto tiempo, pero intuía que mucho, llevaba sentado sobre la hierba, mirando hipnotizado aquella lápida. En ella había escrito “El tiempo vuela, el sol se esconde y el silencio queda”. Le había gustado aquella frase en cuanto la hubo leído, en algún libro, quizá. No lo recordaba. Sólo sabía que se le había quedado grabada a fuego, en su mente.

Estaba ante la tumba de su padre. No había estado con él en su lecho de muerte. De hecho, hacía más de veinte años que no lo veía. A su lado descansaba su madre, que había muerto cuando él era muy pequeño. Regresar a aquel pueblo, a aquel cementerio, traía consigo consecuencias a corto plazo. La peor, evocar tiempos pasados que creía olvidados y que empezaron a emerger de lo más profundo de su mente. Recuerdos tan nítidos de su sufrimiento que, viejas heridas ya cicatrizadas en su cuerpo, comenzaron a dolerle.

Odiaba a su padre desde que tenía uso de razón. Deseaba que muriera. Deseaba que desapareciera de su vida. Pero no lo hizo. Tuvo que desaparecer él. Largarse de su casa. Comenzar una nueva vida lejos de allí. Esperó pacientemente el momento. Y en cuanto llegó, se fue, jurando que no volvería jamás. Y no lo hizo. Hasta ahora.

Su cuerpo entumecido, por largo tiempo en la misma posición, lo sacó de sus recuerdos. Se levantó. Miró a su alrededor. Estaba solo. El sol se había ido. La noche había llegado y con ella las sombras, que daban un aspecto más tenebroso, si cabe, al camposanto.

Tenía las maletas en el coche. Pensó en ir a un hotel, pero le pareció tirar el dinero teniendo una casa a donde ir. Antaño había sido su hogar. Pero ahora era la casa de su padre, aunque éste ya no pudiera vivir allí. Nunca la consideraría suya. Nunca. No guardaba ningún recuerdo que hiciera que esbozara una sonrisa. Cualquier recuerdo de su vivencia allí, hacía que su cuerpo temblara como una hoja.

Salió del cementerio con paso lento, se sentía cansado, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus hombros.

Se dirigió a su coche aparcado a escasos metros de la entrada.  Pasaría la noche en aquella casa y por la mañana haría los trámites necesarios para ponerla a la venta.

Hizo el trayecto en silencio sumido en sus propios pensamientos. Pasados quince minutos había llegado. Se apeó del coche. Había una luz encendida dentro de la casa. Aquello lo desconcertó. Se suponía que estaba vacía. Su padre, hasta donde él sabía, siempre vivió solo. Tal vez, los sanitarios al ir a recoger el cuerpo, (alertados por una vecina que hacía días que no lo veía), simplemente se olvidaron de apagar las luces. Tenía que ser eso. No había otra explicación más que aquella.

La pesadez de su cuerpo iba en aumento. El cansancio empeoraba a cada minuto que pasaba. Arrastrando los pies se dirigió a la entrada. Sacó la llave del bolsillo delantero de sus vaqueros y abrió la puerta. Ésta se cerró tras él, con un golpe seco que lo sobresaltó. “El viento” pensó. Pero la verdad era que aquella noche, el viento brillaba por su ausencia.

Atravesó el vestíbulo hasta llegar a la cocina. Se sirvió un vaso de agua. Se sintió mejor. Incluso la pesadez de su cuerpo había desaparecido. Reunió las fuerzas necesarias para recorrer aquella casa que tan malos recuerdos le traía. Pensó en ir a buscar las maletas al coche. Desechó la idea. Lo haría más tarde.

Estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta de la cocina, cuando escuchó unas voces que venían del salón. Retrocedió unos pasos asustado. Había alguien más en la casa. Rebuscó en los cajones hasta que dio con un cuchillo de grandes dimensiones. Llevarlo en la mano, lo envalentonó. Encaminó sus pasos hacia aquellas voces.

Alrededor de una mesa redonda, vio a tres hombres sentados. Había una cuarta silla. Estaba vacía. Parecían esperar a alguien. ¿A él? Jugaban a las cartas. Eran de la edad de su padre fallecido, año arriba, año abajo.

Uno de ellos levantó la mirada del abanico de cartas que sujetaba y lo miró. O eso creyó. Pero se dio cuenta de que no lo miraba a él. Había clavado sus ojos en el espacio que había entre su espalda y la puerta del salón. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Entonces el anciano habló:

- ¡Antonio! Te estábamos esperando. –le hizo una seña para que se sentara en la silla vacía- Veo que has venido con tu hijo. Perdona que hayamos empezado sin ti, pero no sabíamos si el chaval vendría a casa hoy o lo haría mañana. Ya sabes que las partidas de los viernes son sagradas para nosotros.

Dicho esto, lanzó una carcajada al aire. Los otros dos hombres lo imitaron.

La silla vacía se movió unos centímetros.

 

 

 

 

 

 

viernes, 14 de enero de 2022

HAY UNA HORA PARA MORIR

 

Salió de la consulta del médico pálido como la cera. Sabía, desde hace tiempo, que en su cuerpo había “algo” que no iba bien. Incluso pensó en “aquello”, pero una cosa es pensarlo y otra saberlo con certeza. Era un hecho. Se estaba muriendo.  ¿Cuánto le quedaba? El doctor no pudo ser más directo. Un mes. Le quedaban treinta días, no, treinta y uno, estaba de suerte. Cuando salió a la calle tenía claro (muy claro, de hecho), sobre lo que iba a hacer. Nadie le iba a decir cuando se iba a morir ni siquiera “aquello” que crecía en su cabeza, le iba a poner fecha de caducidad a su vida. Él decidiría, por lo menos mientras tuviera las suficientes fuerzas tanto físicas como mentales, cuando iba a morir.

Sonrió, aunque parezca mentira, se sintió más animado. Pensar que todavía podía tener el control sobre su vida, le insufló fuerzas para seguir adelante, quizá un día, o dos, tal vez. Él decidiría.

Antes de ir a su casa, hizo una parada en una farmacia. Luego otra, en una ferretería. Para cuando abrió la puerta de su apartamento ya había anochecido.

Se preparó algo de cenar, abrió una cerveza y se dispuso a ver el partido que retransmitían esa noche. Pero antes hizo una llamada, de esas difíciles que a nadie le gustaría recibir.

Llantos al otro lado de la línea, en un principio, luego al ver que no conseguía nada por ese camino, comenzaron los insultos e improperios. Antes que diera paso a las amenazas el hombre pudo hacer un hueco, en aquel monólogo al otro lado de la línea, para decir unas palabras: apelo a tu valor para entender que no pudimos ser, más de lo que fuimos.  Escuchó una respiración entrecortada al otro lado. Antes de que la rabia y la ira volvieran tomaran el control sobre el cuerpo de la mujer, colgó. Ya había tenido bastante por aquella noche.

A la mañana siguiente se despertó cansado y con ganas de vomitar. Nada nuevo desde hacía unos meses. Fue al baño y entonces lo vio. Sobre el lavabo. Inmóvil. Esperando pacientemente que él alargara la mano y…. ¿por qué no? Pensó, ese día era tan bueno como cualquier otro.

Abrió el frasco y tragó todas las pastillas. Luego se sentó en el frio suelo de baldosas apoyando su espalda contra la pared y esperó a que la muerte llegara. Pero no llegó. En su lugar llegaron arcadas seguidas de los vómitos. Parecía que aquel día no aparecería impreso en su lápida, como la fecha de su muerte.

Se acostó hasta bien entrada la tarde. Consiguió comer algo y se volvió a meter en la cama. Tenía más de diez llamadas perdidas de su médico. Sabía lo que quería. Comenzar con la quimio. ¿para qué? Para prolongar unos meses su vida. Pues no.

Le extrañó no tener llamadas de “ella”. Tal vez, hubiera entrado en razón, tal vez, lo hubiera comprendido el mensaje, tal vez. Ojalá fuera así, aunque, ciertamente, lo dudaba.

Después de haber dormido casi todo el día, sabía que sería casi imposible, conciliar el sueño esa noche. Salió a dar un paseo por el parque. Llevaba algo en una bolsa. Sabía que no habría nadie paseando a esas horas de la madrugada. Era el momento. Tan bueno como cualquier otro. Miró a su alrededor escudriñando cada árbol que había allí. Se decidió por uno con el tronco ancho y muy alto. Aguantaría su peso. Trepó por él. Llegó a una rama que parecía bastante sólida. Pasó la cuerda por ella, hizo un nudo, se puso otro alrededor del cuello y se lanzó. Pudo ver la luna llena antes de…

Por increíble que pudiera parecer, la cuerda se rompió. No tenía sentido, la había comprado esa tarde. No acabó con su vida. Otra vez. En su lugar, consiguió un esguince en el tobillo derecho y varias contusiones. Una mujer que pasaba por allí con su perro, llamó a emergencias. Pasó la noche en el hospital.

           Dos intentos de suicidio fallidos. Parecía que la muerte se alejaba de él. Pensó postrado en la cama mientras observaba el techo de la sala de urgencias donde se encontraba. La señora que estaba en la cama de al lado musitó algo en voz baja, que no logró entender. Corrió la cortina que separaba ambas camas y se acercó a ella. Le preguntó que había dicho. Ella abrió los ojos, le agarró con increíble fuerza, para ser una persona tan mayor, el brazo y le dijo mirándolo fijamente: “todavía no ha llegado tu hora. Ten paciencia, Llegará”. Dicho esto, exhaló su último suspiro bajo la mirada atónita del hombre. La muerte estaba allí en ese momento. Por un segundo la vio, en el umbral de la puerta, le sonreía de manera burlona.

Se fue a casa por la mañana. Se dio una ducha y decidió coger el coche y salir de la ciudad. Eso le ayudaría a aclarar sus ideas y buscar una manera definitiva de acabar con su vida.

No era mala idea la de lanzarse por un barranco como en aquella película.

En cuanto sacó el coche del garaje, uno aparcado en las inmediaciones, comenzó a seguirlo por toda la ciudad y continuó haciéndolo cuando el hombre se desvió hacia una carretera secundaria. Fue ahí cuando tuvo la certeza de que lo seguían. Quien lo siguiera (seguramente “ella”) pareció darse cuenta de que había sido descubierta porque fue acortando la distancia hasta quedar prácticamente pegado a la parte de atrás de su coche. Ahí comenzó la persecución. La carretera era muy estrecha, apenas cabían dos coches en ambos sentidos. No sabía muy bien a dónde iba a dar. Se había metido por allí en un intento de despistar a su perseguidora cuando todavía no tenía la certeza de que lo estuviera siguiendo. Pero ahora lo tenía claro. Iba a por él. No era esa la forma que tenía en mente de morir. Él tenía el poder de elegir cómo hacerlo. Y no iba a ser como aquella loca le impusiera.

Intentaba arrinconarlo hacia la cuneta, mientras tocaba el claxon y hacía señales con las luces. Quería sacarlo de la carretera. Estuvieron así un par de kilómetros. Vio un desvío. Lo tomó. Pero….

Un perro se cruzó en su camino. Dio un volantazo para no atropellarlo. Perdió el control del coche que salió volando, literalmente, unos metros y terminó impactando contra unos nichos de un viejo cementerio. A su lado se paró el coche que lo perseguía. Una persona bajó de él. Milagrosamente, no había perdido el conocimiento, reconoció la cara de aquel hombre, era su médico. Con su ayuda salió del vehículo.  Otra vez la muerte había pasado de largo. O no.

Mientras esperaban la llegada de la ambulancia, el médico le explicó que llevaba días llamándolo. Tenía algo que decirle. No se estaba muriendo. Se habían equivocado de expediente. Estaba sano, muy sano.

Una ira y una furia desmesuradas embargaron el cuerpo de aquel hombre. No daba crédito a lo que estaba escuchando. Haciendo acopio de todas las fuerzas que pudo reunir, se levantó del suelo, se abalanzó sobre el galeno y le apretó el cuello hasta que dejó de respirar. Debido al esfuerzo que hizo para acabar con la vida del médico se desmayó. La muerte soltó una carcajada. Hay una hora para morir. Y la de él todavía no había llegado.

 

 

 

 

 

miércoles, 12 de enero de 2022

LA LLAVE

 

El conde, sabiendo que su vida llegaba a su fin, decide donar parte de su colección. Son libros muy antiguos, únicos, de un valor incalculable.  Su decisión dice basarla en la creencia certera de que sus allegados no sabrán valorar realmente ese tesoro que ha ido adquiriendo, año tras año, a lo largo de su vida. No sabrán apreciar el verdadero valor de esos libros y los venderán, por unas cuantas monedas, al primero que se ofrezca a comprarlas.  Pero, ¿es ese el verdadero motivo que le lleva a aquella donación?

Se presenta una joven en la mansión. El anciano la recibe sentado en una silla junto a la ventana. Sus miradas se cruzan. Su belleza lo fascina. Ella observa la pila de libros que hay sobre la mesa, sonríe. Luego, su mirada recorre la basta biblioteca que tiene ante sí. Parece que busca algo.  El anciano sabe lo que es. Le ofrece una taza de té. Ella la acepta encantada. Hablan sobre la donación. La conversación es informal, distendida y pronto llegan a un acuerdo.  

La joven dice sentirse mareada. Se levanta. Le cuesta caminar. Toda gira a su alrededor. Le pregunta dónde está el baño. Él le da las indicaciones precisas. Pero no llega a salir de la habitación. El conde sonríe cuando cae desplomada en el suelo. El plan que había urdido había funcionado. O eso creía. Quería algo que ella tenía. Tuvo que contenerse y guardar la compostura, cuando la joven al entrar en la biblioteca e inclinarse ante él para estrecharle la mano, la llave que llevaba colgada al cuello, quedó a la vista de sus ojos. Entonces supo que no se había equivocado de persona.  

Se acercó a uno de los estantes y cogió un libro.  El libro. En la parte de atrás hay una cerradura. Estaba muy emocionado. Le temblaban las manos. Se acercó a la joven y alargó su mano hacia su cuello. Rozó con los dedos la llave. Entonces, profirió un grito desgarrador de dolor. Contempló horrorizado sus dedos quemados. La joven se despertó. Lo miró y comprendió lo que había pasado. Tomó aquel libro entre sus manos. Cogió la llave y entonces… se abre el libro del rey maldito. El libro que confiere la inmortalidad a quien pueda abrirlo. El libro que puede despertar a las almas confinadas en el infierno. Lee en voz alta unas palabras plasmadas en él. El anciano comienza a arder. En minutos quedó reducido a cenizas. Ella lanza una carcajada sonora que se escucha en toda la casa. Da media vuelta y se va, dejando tras de sí un halo con fuerte olor a azufre.

martes, 11 de enero de 2022

BAJO EL COLOR DE LA SANGRE, ESTÁN LOS INOCENTES

 

- ¡Alfombra roja!, buscad una, ¡rápido! -les gritó a sus hombres.

Aquel monstruo, asesino de niños, al cual, llevaban varios meses buscando, al fin lo habían encontrado. Cuando se dio cuenta de que lo habían descubierto, sin titubear un segundo, se había pegado un tiro en la sien.  Pero antes de acabar con su vida, había dicho algo. Tal vez, en aquellas palabras, estaba la clave para encontrar a las víctimas.

-"Bajo el color de la sangre, están los inocentes".

Estaba anocheciendo. En la casa, las sombras empezaban a ganar terreno. Encendieron todas y cada una de las luces. Se pusieron a registrar cada habitación, moviendo muebles, escudriñando cada rincón, en un intento desesperado por encontrar a aquellos niños.

- ¡Aquí hay una! - gritó un policía.

Corrieron hacia donde estaba su compañero y efectivamente había una gran alfombra roja que ocupaba gran parte del suelo de aquella habitación. Sobre ella descansaba una gran mesa de madera de gran tamaño. Era muy pesada y necesitaron la ayuda de los cinco hombres para poder moverla.  Levantaron la alfombra.

Encontraron una trampilla. La abrieron. A la luz quedaron visibles unas escaleras que se perdían en la oscuridad. Lo más seguro es que llevaban hasta el sótano. El capitán bajó primero. Detrás de él lo siguieron un par de hombres. Cada uno llevaba una linterna.  Un olor nauseabundo les golpeó la cara. Faltaban un par de peldaños para pisar el suelo del sótano cuando….

La trampilla se cerró tras ellos con un golpe seco.  

Las linternas dejaron de funcionar.

La luz se fue en toda la casa.

Uno de los policías, el que iba más rezagado, se puso nervioso, perdió el equilibrio y se precipitó escaleras abajo llevándose a su paso a sus compañeros con él.

Los policías que habían quedado arriba, al escuchar aquel estrepitoso ruido, intentaron abrir la trampilla. No lo consiguieron. Llamaron a gritos a sus compañeros, pero no recibieron respuesta.

Pidieron refuerzos por radio.

A lo lejos se empezaron a escuchar el ruido de las sirenas de los coches patrulla acercándose a la casa. Procedente del sótano los dos policías escucharon gritos de dolor y pánico. Desesperados intentaban abrir la trampilla. Pero ésta no cedía. Cuando llegaron los refuerzos, los gritos cesaron. La trampilla se abrió de golpe, como impulsada con una fuerza descomunal.

Asomaron las cabezas esperando escuchar algo. Nada.

Comenzaron a bajar. Al final de las escaleras había tres cuerpos.  

Se acercaron, la luz de las linternas les permitió ver un cuadro dantesco, repulsivo. Aquellos cuerpos semidesnudos estaban a medio comer.  Quienes estuvieran dándose aquel festín, se escondieron al escucharlos bajar.

Las manos les temblaban visiblemente mientras alumbraban el lugar. Uno de ellos le señaló al compañero un punto en la pared del fondo. Unas figuras pequeñas, con los ojos inyectados en sangre y blancos como la cera, comenzaron a caminar hacia ellos. Despacio, muy despacio. Eran muchos, demasiados.

La trampilla se cerró con un golpe seco.

Corrieron escaleras arriba, intentaron abrirla. No lo consiguieron.

Aquellos seres se acercaban a ellos. Los tenían acorralados. No había escapatoria posible. Comenzaron a gritar.

Los refuerzos intentaron abrirla. No lo consiguieron. Unos gritos desgarradores provenientes del sótano los pusieron en alerta…… Minutos después la trampilla se abrió. Bajaron….

 

 

 

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...