Llegó a aquella cabaña que sería, durante unos meses, su
“lugar de escritor”, cedida por su buen amigo Carlos, el mismo que le ofreció
su casa en las montañas, para que disfrutara de la naturaleza en estado puro.
La “cabaña” como la denominaba su amigo, estaba a casi un kilómetro de la casa
principal. Era un sitio alejado de todo. Como único acompañante tenía el trinar
de los pájaros que anidaban en las copas de los árboles que la rodeaban.
Mira dentro. Está libre de muebles, salvo por una mesa y
una silla plegable junto a una ventana. El sol entra a raudales por ella.
Suficiente. La iluminación es buena, piensa. Coloca su ordenador sobre la mesa,
así como unas hojas en blanco, un bolígrafo y un par de refrescos. Deja la
puerta abierta para que, entre algo de aire y remueva el olor a cerrado que se
respira en su interior.
Escribe la primera frase de su novela.
“La melancolía borra aurora, atardecer y miedo y solo con
mi maleta… tu recuerdo y mi deseo”.
El protagonista tiene algo que confesar, él tiene que confesar.
Ambos son la misma persona, pero con distintos nombres. Sabe que, si no lo hace
la culpa, el remordimiento, lo atormentarán hasta el día de su muerte. Ha de
hacerlo….
Percibe algo por el rabillo del ojo que lo saca de sus
pensamientos, de su concentración, de su confesión, algo que llama a gritos su
atención. Levanta la vista y lo ve. Un cuadro en la pared. Situado en el rincón
más alejado. Un lugar extraño para colocar una pintura, piensa. Un lugar en el
que la luz de la mañana apenas llega, haciéndolo, si cabe, más siniestro.
Hay varios animales pintados en él. En el fondo, un toro.
En el lado derecho dos conejos, en el lado izquierdo un par de perros y en el
centro, un león. No sabe si la escasa luminosidad es la causa de que la visión
de aquel cuadro le provoque escalofríos poniéndole, incluso, la piel de
gallina. Aquellos animales lo miran fijamente, lo observan, lo contemplan desde
la pared. Al moverse, sus ojos también lo hacen. Se siente incómodo. Pero lo
más siniestro de todo aquello, es el color que eligió el pintor para los ojos
de aquellos animales. Rojos como las llamas, como la sangre, con tal intensidad
que, les confiere un aspecto demoníaco.
Sabe que no podrá escribir sabiendo que aquellos animales
allí retratados lo observan. Así que lo descuelga y lo vuelve de cara a la
pared. El cuadro está a años luz de ser bueno, pero no puede negar que es
siniestro y le provoca malestar.
Se vuelve a sentar ante su portátil. Escribe un par de
frases más. Unos ruidos lo desconcentran y para de escribir. Provienen del
lugar donde está el cuadro. Levanta la mirada y lo ve. Pero sabe, que lo que
está viendo no puede ser real. Tiene que ser fruto de su imaginación. Porque de
no serlo, tendría que preocuparse.
El cuadro vuelve a estar en su sitio. El cuadro vuelve a
estar colgado en la pared. Y si aquello era ya por sí desconcertante, había algo
más en él que iba más allá de toda lógica. Había una mujer al lado del león.
Antes de no estaba. Podía asegurarlo a ciencia cierta. Era buen observador y un
detalle como aquel no se le pasaría por algo. Aquella mujer no era desconocida
para él, no, aquella mujer, era su esposa.
Se acercó lentamente con recelo, temeroso de que en
cualquier momento aquellos animales cobraran vida y se abalanzaran sobre él. Lo
contempló detenidamente. Los perros y los conejos habían cambiado de posición,
ahora estaban detrás de ella.
Se fijó en sus ropas, pantalón vaquero, camisa roja y
unas zapatillas blancas en los pies. Así iba vestida el día que…
El día que la mató.
Lo había planeado todo, hasta el mínimo detalle, para que
la policía creyera que se había ido de casa. Alegando que su matrimonio estaba
pasando por un bache.
Había funcionado. Nadie sospechaba de él.
Había hecho un buen trabajo con la sierra mecánica,
cortando su cuerpo en trozos para luego meterlos en una maleta.
Aquel lugar era el sitio perfecto para hacerla
desaparecer. Apartado de todo y de todos. Nadie encontraría jamás los pedazos
de ella que había ido enterrando a lo largo del bosque.
Pero….
La puerta de la cabaña se cerró de golpe como impulsaba
por una gran ráfaga de viento. Pero en el exterior no se movía ni una sola
hoja.
La temperatura baja considerablemente. A pesar de que es mediodía,
la luz del sol desaparece casi por completo, dejando la cabaña en penumbra. La
visibilidad es casi nula, pero sí lo suficiente para poder apreciar como los
animales saltan de la pintura y se colocan frente a él.
La última en saltar es su esposa.
Sus miradas se cruzan. En la de él se ve el pánico, el
terror, el miedo que lo embarga. En la de ella se ve la ira, el odio, la rabia
incontrolada que la invade.
Ella esboza una media sonrisa al tiempo que hace un
ademán con la mano.
Lo último que ve el hombre son las fauces del león.
Lo último que escucha el hombre es la carcajada siniestra
de su mujer.