Las primeras sombras de la noche comenzaron a adentrarse
en el cementerio, rápidas, silenciosas.
Aquella mujer llevaba horas sentada frente a una tumba, abrazando con
fuerza su bolso contra su pecho. Tenía los ojos enrojecidos por largas horas de
llanto. Un gran ramo de flores cubría casi por completo la lápida y lo que
estaba escrito en ella:
Nada se ha
perdido,
Porque caminar juntos es y será,
lo que el libro de la eternidad, para nosotros,
haya escrito.
Se levantó despacio. Tenía entumecidas las piernas.
Cuando logró ponerse en pie, abrió el bolso y metió la mano dentro. Buscaba
algo. Estaba tan concentrada en su tarea que se sobresaltó al escuchar la voz
de una anciana tras ella. El bolso se le escurrió de las manos. Su contenido
quedó desparramado por el suelo. Entre sus cosas había un frasco de cristal,
pequeño, sin etiquetas, con un líquido transparente dentro que, como de un
milagro se tratase, había sobrevivido a la caída.
La mujer se sonrojó y con rapidez se agachó a recogerlo,
haciéndolo desaparecer en uno de los bolsillos delanteros de su abrigo.
La anciana se acercó a ella y le preguntó a quién venía a
visitar.
Con una mirada de infinita tristeza le respondió que a su
marido. Había muerto en un accidente de coche hacía tres días.
La anciana se acercó a la lápida, separó despacio, casi
con extrema delicadeza, las flores que tapaban la inscripción y la leyó en voz
alta.
Luego posó sus ojos en los de la mujer y le hizo una
pregunta:
- ¿Quieres irte con él? He visto con la rapidez que
hacías desaparecer el frasco del veneno en el bolsillo.
La viuda rompió a llorar. Entre sollozos le respondió que
era lo que más deseaba. Lo echaba mucho de menos cada minuto, cada segundo y su
vida ya no tenía sentido sin él.
Las luces de las farolas que bordeaban los pasillos del
cementerio, se encendieron. La anciana la agarró de un brazo y se pusieron a
caminar por aquellos largos corredores en silencio.
La mujer le iba a hacer una pregunta a la anciana cuando
escuchó el sonido de muchos pasos y rezos tras ellas. Volteó la cabeza para
verlos, intrigada por saber quiénes eran y sobre todo qué hacían allí tan tarde,
pero…. no vio a nadie.
Siguieron caminando durante un rato más. Aquellos rezos
las seguían. La anciana le apretaba el brazo con fuerza, haciéndole daño. Quiso
decírselo, pero algo en la manera en que la miró le hizo cambiar de idea.
Estaban llegando a la salida. La verja estaba cerrada. Se comenzó a poner
nerviosa pensando que tendrían que pasar la noche allí. Empezó a temblar de
miedo y su respiración se volvió agitada. La anciana se detuvo. Se colocó
frente a ella y le tocó la barriga.
-Tienes dos opciones. Salir de aquí y traer al
mundo al bebé que esperas. O quedarte y caminar para siempre por el sendero de
la eternidad junto a tu esposo.
Ella la miró sorprendida, no sabía que estaba embarazada.
-La salida está cerrada –le dijo en un hilo de voz
-Ya no
La verja se fue abriendo poco a poco. Los rezos ya no
estaban tras ella, ahora los sentía a su alrededor.
Metió la mano en su bolsillo y sacó aquel frasco. Lo
contempló unos segundos. Dentro estaba el camino rápido para atajar su dolor.
Estiró la mano y se lo dio a la anciana. Los pasos comenzaron a alejarse de
ellas. Escuchaba como aquellos rezos se iban alejando por los pasillos del
camposanto. Comenzó a caminar hacia la salida. La verja se cerró tras ella. Se
giró. Quería darle las gracias a la anciana. Pero no logró verla. En su lugar
había una figura encapuchada con una hoz en la mano. La muerte le había dado
una segunda oportunidad.