No le había gustado su decisión. Se tragó su desilusión.
Cuando se despidieron esa mañana él la estrechó entre sus brazos y la besó
apasionadamente en los labios:
-Cariño, sólo estaré una noche fuera. Mañana cuando
regrese celebraremos tu cumpleaños, te lo prometo.
Cuando las miradas queman el miedo de la distancia se
derrite.
Ella no dijo nada. Sólo asintió con la cabeza, sonrió y
se quedó en la puerta hasta que el coche desapreció de su vista.
Llevaban 25 años casados, los niños ya se habían ido a la
universidad y volvían a estar solos como al principio. El amor no se había
acabado, si bien no era como al principio, ahora su matrimonio se había convertido
en algo así como “un lugar tranquilo”, donde todavía pululaba el amor y donde
se sentían cómodos y relajados cuando volvían a casa.
Decidió pasar el día de su cumpleaños ordenando el
desván. Era un día como otro cualquiera para realizar aquella tarea. El fin de
semana saldría a comer con las chicas. Sabía que le tenían preparada una
sorpresa. Aquella mañana al despertarse la acompañaba una melancolía que iba
incrementando a medida que pasaban los minutos.
En el desván la esperaban cajas llenas de juguetes de sus
niños cuando eran pequeños, viejos álbumes de fotos y dibujos que habían ido
haciendo, año tras años, por el día del padre y de la madre. Tenía una
necesidad imperiosa de abrirlas y volver a recrear aquellos tiempos.
Lo primero que vio al entrar fue aquella vieja y pesada
cómoda que había pertenecido a sus suegros y que, al morir ellos la había
heredado su marido. No venía sola. Un gran espejo descansaba sobre ella, ahora
cubierto con una gran sábana blanca que le daba un aspecto macabro y tétrico.
Tenía dos cajones grandes en la parte superior y cuatro pequeñas
puertas. Una de ellas estaba cerrada con llave. Había sido una decisión tomada
por los dos. Allí guardaba una vieja escopeta de caza, que había utilizado un
par de veces (la caza no era lo suyo). No quería que los niños la descubrieran
y se pusieran a jugar con ella. Sabía dónde estaba guardada la llave.
Abrió aquella puerta. Desconcertada comprobó que la
escopeta no estaba. Pensó que tal vez la había regalado o vendido, pero le
extrañaba que no le hubiera comentado nada al respeto. Volvió a cerrar aquella
puerta con la llave.
En las otras tres sabía lo que encontraría. Tesoros de un
valor incalculable, por lo menos en lo sentimental, los recuerdos de sus hijos.
Pero había algo que ella pasó por alto pero sus ojos no. Al cerrar aquella
puerta vio brillar algo al fondo envuelto en sombras. Volvió a colocar la llave
en la cerradura. Estiró el brazo. Tocó una caja metálica. La agarró y la
contempló. Era de color azul metalizado y tenía una cerradura. Pero no rastro
de la pequeña llave que la abriría. Probó con una horquilla que llevaba en el pelo
Nunca había hecho algo así, pero había leído suficientes novelas de misterio
donde con perseverancia conseguían su objetivo. Lo consiguió tras varios intentos.
¡Suerte del principiante! Dijo en voz alta.
La abrió. Se sobresaltó al contemplar lo que había
dentro. La caja se le escurrió de las manos. Su contenido quedó desparramado
por el suelo. Las braguitas que había en su interior descansaban en el suelo.
Estaba desconcertada, atónita. Las cogió una a una con la punta de los dedos
para volver a colocarlas en su sitio. Había seis. Pero había más sorpresas.
Recortes de periódico doblados milimétricamente. Abrió el primero. Hablaba del hallazgo
del cuerpo de una joven, hacía algo más de tres años. Le empezaron a temblar
las manos. Los siguientes hablaban de lo mismo. Todas eran chicas que habían
asesinado y sus cuerpos habían sido encontrados a lo largo de esos años. La
última tenía fecha de hacía un mes.
No sabía que significaba todo a aquello. ¿Por qué su
marido tenia aquello en casa? Acaso él….
Lo conocía bien, no sería capaz de matar una mosca. Pero…
¿realmente conocemos totalmente a una persona, aunque llevemos años conviviendo
con ella?
Volvió a colocar todo en su sitio y bajó a la cocina.
Necesitaba pensar. Miró el reloj era la hora de comer. Pero ella sentía nauseas
cada vez con más intensidad. Corrió al baño y echó el café que había tomado por
la mañana. Se estaba lavando la cara cuando escuchó un ruido. Provenía del
desván. Tal vez se habría caído algo. Fue hasta allí y a tan solo un par de
escaleras para alcanzar la puerta ésta se abrió lentamente de par en par. Un
escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Algo le decía que no entrara. Pero la
curiosidad era más fuerte que las ganas de huir. Entró.
Lo primero que vio fue su reflejo en el gran espejo que
descansaba sobre la cómoda. Misteriosamente la sabana que lo había estado
cubriendo estaba tirada en el suelo. Pero no se reconoció en aquella imagen.
Supo que no era ella. Podía ver con claridad a una anciana, con el pelo blanco
como la nieve y la cara surcada de arrugas. Tenía el pelo recogido en un moño y
vestía completamente de negro. Le estaba
sonriendo mientras le tendía una mano.
Hipnotizada comenzó a caminar hacia ella. Aquella mano
tendida sobresalía del espejo. Ella la agarró. No sintió miedo a hacerlo. No
sentía nada. Flotaba. Sus pies no tocaban el suelo. Se adentró en aquel espejo
junto a la mujer.
Estaban en una gasolinera perdida en lanada. Había un coche
repostando. Lo reconoció era el de su marido. Ella se sobresaltó. La anciana le
dijo que no podía verlas.
El coche arrancó. No sabía cómo lo habían hecho, pero
estaban sentadas en el asiento de atrás. A pesar de la música que sonaba pudo
escuchar perfectamente ruidos provenientes del maletero. El coche se desvió por
una carretera sin asfaltar que atravesaba un tupido bosque. Poco después se
desvió por un sendero de tierra. Su marido se apeó del coche y se encaminó
hacia la parte de atrás, el maletero. Ella ya estaba fuera contemplando la
escena. Había una mujer atada y amordazada en él. Se tapó la boca para evitar
que un grito saliera de su garganta. La reconoció. Era su mejor amiga. Era
Laura. Él se reía a carcajadas. La sacó del maletero y la dejó marchar. Luego
cogió una escopeta. ¡La escopeta que había desaparecido del desván! Su mujer se
abalanzó sobre él. No sabría si aquello serviría de algo. Pero vaya si sirvió.
El hombre perdió el equilibrio y se cayó. La escopeta salió disparada
perdiéndose entre unos matorrales. Laura volteó la cabeza una sola vez justo a
tiempo para ver al hombre tendido en el suelo mientras una piedra de gran
tamaño flotaba en el aire para luego caer sobre su cabeza.
El timbre de la puerta la despertó. Seguía en el desván.
Se había quedado dormida tumbada en el suelo. Estaba muy cansada. Bajó despacio
las escaleras para abrir la puerta. Fuera las luces de un coche de policía
iluminaban la casa en penumbra.
Habían encontrado el cuerpo sin vida de su marido.