En su interior se estaba desatando una gran batalla. Una
titánica guerra moral. ¿hacerlo o no hacerlo?
El mero hecho de pensar en volver a intentarlo, después
de tantos años, la hacía estremecer de angustia, de terror absoluto, porque
sabía que no fallaría, como no había fallado aquella primera y aquella segunda
vez.
Pero… si no lo hacía tendría que llevar aquel miedo sobre
sus espaldas de por vida. Preocupada siempre por su bienestar y el de su hija. No
podía morir, no, ese no era el camino, tenía que luchar por la vida de las dos
y para ello tenía que…. Hacerlo.
La primera vez que lo hizo, cuando escribió el nombre de
aquella niña en una hoja de papel mientras lloraba de rabia, impotencia y odio,
recordando los insultos, empujones y algún que otra agresión física, no sabía
lo que iba a pasar. Aun así, encendió una cerilla y quemó aquel papel y con él
aquel nombre. Sólo tenía 9 años, pero lo que deseó con todas sus fuerzas, se
cumplió. Dos días después de aquello, se cancelaron las clases en su colegio en
señal de luto por la muerte de una alumna. La había atropellado un coche cuando
cruzaba un paso de peatones con unas amigas. Sólo ella murió, a pesar de que se
llevó por delante a dos niñas más.
Pensó que no podría vivir con los remordimientos, al
saber que ella era la responsable de su muerte. Pero se sorprendió al comprobar
que no los tenía. Se sorprendió al comprobar que se sentía feliz. No era un
monstruo. Era una niña que deseaba vivir libre de amenazas.
La segunda vez hizo lo mismo con su padrastro. Un nombre
que maltrataba a su madre y a ella misma. Un hombre manipulador, borracho y
abusador. Esta vez le resultó más fácil escribir su nombre en aquella hoja en
blanco. Y disfrutó cuando le prendió fuego. Sonreía. Feliz porque sabía que a
partir de entonces su madre no volvería a llorar, ella no volvería a llorar,
porque él ya no estaría en sus vidas.
Pasaron muchos años desde entonces. Y nunca volvió a necesitar
escribir otro nombre en una hoja en blanco.
Estaba sola en casa. Hoy no iría a trabajar, era su día
libre. Su niña estaba en el colegio. Sentada ante la mesa de la cocina con un
bolígrafo en la mano y un folio blanco delante de ella, no le tembló el pulso
cuando escribió el nombre de su marido en él. Había tomado una decisión. No se
echaría atrás. Ya no.
Lloraba mientras lo hacía, no por pena, sino porque sabía
que la felicidad comenzaría en el momento justo en que quemara aquel papel.
Sería cuestión de horas, o días, pero sucedería. Como si de un rito se tratara
pronunció unas palabras mientras trazaba aquellas letras, una tras otra,
formando un nombre al terminar de escribirlas:
- “Cuando descubrí tu perverso juego y tu infinita
variedad de formas de herir, me dije: eres pasado”.
A continuación, prendió fuego a la hoja.