Corría el año 1845, Amandine, la baronesa Dudevant,
ayudada de su hijo Maurice, creó su propio teatro de títeres en el castillo
Nohant donde había pasado su infancia. Sus representaciones se convirtieron en
una cita a la que acudía un público cada vez más grande, en la que los
representantes de la alta sociedad se mezclaban con la gente del pueblo
invitados.
La baronesa tenía la ayuda de una jovencita, Luna, de
apenas quince años, que habían rescatado de los bosques donde la habían
abandonada de niña. Tras más de un año bajo su tutela y gracias a la paciencia
y al amor que Amandine le profería, la jovencita se fue adaptando a pasos
agigantados a su nueva vida. Adoraba ayudar a la baronesa en la tarea de
confeccionar los vestidos para aquellos títeres y lo hacía con gran destreza y
maestría. Sin embargo, no todos los habitantes del castillo estaban contentos
con la presencia de aquella joven en el castillo. Algunos pensaban que tras
aquella fachada de joven frágil se escondía la maldad de una bruja. Pero la
baronesa hacía caso omiso de las habladurías y la trataba como si de una hija
se tratara. La joven Luna, quería a
aquellos títeres como si fueran parte de ella. Les hablaba con ternura, los
abrazaba y besaba. Cuando la muchacha estaba presente parecía que aquellos
muñecos hechos de madera y piel cobraban vida.
El día de Navidad el salón donde estaba ubicado el teatro
se había llenado por completo. Se hablaba tanto de las representaciones en el
castillo que su fama había traspasado fronteras. Incluso el Rey se había
interesado por ellas y tenía intenciones de acudir en persona para cerciorarse
de que aquella fama no era infundada.
Pero no todos estaban interesados en aquellas reuniones
como un modo de distracción y entretenimiento. Había algunos que las veían como
una manera fácil de agenciarse de lo ajeno.
La función había comenzado. Había un silencio total en el
salón mientras los títeres representaban la obra escrita por el gran escritor
Balzac, para aquel día.
Se escucharon unos gritos tras las puertas cerradas del
salón. Todos giraron la cabeza. En ese momento irrumpieron un grupo de media
docena de forajidos armados hasta los dientes, dispuestos a matar a todo aquel
que se interpusiera en su camino.
Los gritos no tardaron en dejarse en escuchar de hombres,
mujeres y niños atemorizados. Sin miramientos
aquellos hombres amenazaban con matar a todo aquel que opusiera resistencia a
entregar sus pertenencias en un gran sombrero de copa que iban pasando entre
los asistentes. Un hombre se resistió. Un cuchillo rajó su cuello. Los títeres
fueron testigos de la tragedia.
Las luces se apagaron. Aquello provocó el pánico total y
absoluto entre los presentes.
Se escucharon unos gritos ensordecedores, desgarradores,
que provocaban escalofríos a todos aquellos que los escucharon.
Al cabo de unos minutos cuando la luz volvió, dejó ver
una masacre sin parangones.
Los forajidos habían sido aniquilados sin miramientos. La
visión era dantesca. Como si de una carnicería se tratara, los seis hombres
colgados del techo por ganchos, estaban abiertos en canal. Las tripas, libres
de su atadura, colgaban fuera de los cuerpos cubiertas de sangre. En sus
rostros se veía reflejado el horror y terror que sintieron en el momento de
morir.
Tras el telón, Luna se afanaba en limpiar la sangre que
cubría los cuerpos de los títeres mientras les abrazaba y hablaba con dulzura.