Abrió los ojos lentamente. Le dolía la cabeza una
barbaridad.
Un pequeño grito se escapó de su garganta. Alguien la
observaba. Podía oler su aliento, para
nada agradable. A rancio. A comida pasada. Sea quien fuere estaba a escasos
centímetros de su cara. Levantó la
mirada. Un hombre le sonreía. Una sonrisa pegada a una cara, pensó. Le recordó a la de un payaso, amplia,
queriendo parecer cordial, amable pero que en el fondo era siniestra, malvada.
Sobre esa sonrisa surgía una pelusilla que quedaba a
muchos años luz de ser un bigote, pero parecía que al dueño no le importaba. Lo
lucía con cierta coquetería pensando que lo hacía parecer más mayor de lo que en
realidad era. Ella pensó que era ridículo. Lo pensó. Pero no lo dijo. No quería
ser descortés dadas las circunstancias en las que se encontraba. Aquello no
haría más que empeorar las cosas que ya de por sí no pintaban bien.
Intentó moverse, pero descubrió, muy a su pesar, que
estaba amordazada y atada de pies y manos a una silla.
Volvió a fijar su mirada en la cara de aquel individuo
que distaba mucho de ser un hombre como pretendía que lo vieran. Tenía la tez
muy blanca, surcada de pecas. Sus ojos grandes y azules tenían un brillo que
ella le recordó a los que tenían los locos en las películas de terror que veía
y que tanto le gustaban. Desorbitados, fuera de sí.
A pesar de su incertidumbre, su sorpresa, su dolor, y el
miedo que la embargaba, lo reconoció.
-¡¡¡Buenos días princesa!!! –le dijo él sin dejar de
sonreír.
Era el chico de la cafetería donde acudía cada mañana a
buscar un café después de correr sus diez kilómetros diarios.
Recordó que aquella mañana el chico todavía estaba abriendo
la cafetería cuando ella llegó. Era la única cliente que esperaba por su
ansiada dosis de cafeína en la calle a que abriera la puerta.
Era el chico que veía cada mañana desde hacía meses.
Siempre sonriente y muy amable.
Él le sirvió su café con leche desnatada y se lo dio, obsequiándola
con una galleta de chocolate que ella aceptó de muy buena gana. Fuera había comenzado
a llover así que esperando a que arreciara para irse a casa, ducharse y
prepararse para irse al trabajo (iba con tiempo de sobra para todo aquello) se lo
tomó tranquilamente en el local.
Luego…. no supo lo que había pasado. Hasta ahora.
Miró a su alrededor. Estaba en un lugar iluminado solo en
parte por una única bombilla desnuda que colgaba del techo arrojando sobre ella
un potente haz de luz.
Lo miró. Seguía sonriéndole. Aquella sonrisa le ponía la
piel de gallina y la hacía estremecer de pies a cabeza.
Entonces se levantó y se separó de su lado. Ella respiró
con cierto alivio.
Accionó un interruptor escondido entre las sombras,
iluminándose con ello la otra parte del lugar donde estaba. Se dio cuenta de
que era un sótano. Había una mesa de acero inoxidable similar a las que se
utilizaban para realizar las autopsias. Y otra más pequeña donde descansaban
instrumentos diversos que se utilizaban para tal fin.
-Quedarás preciosa cuando termine mi trabajo contigo.
Vivirás por siempre a mi lado.
Comenzaremos este amor al revés: me dirás adiós y te quedarás a mi lado
para siempre
Ella presa del pánico adivinando las malvadas y perversas
intenciones de aquel loco, intentó desesperadamente desatar las cuerdas que la
mantenían aferrada a aquella silla.
Escuchó los pasos de su verdugo acercándose a ella.
Llevaba algo en la mano. Una jeringuilla. El miedo la paralizó. No se movió
mientras él inyectaba aquel liquido letal por sus venas. Su hora eterna había
llegado.