Elisa había tenido una infancia feliz. Siempre había sido más bien delgada, con la tez muy blanca y una melena larga y rubia. Siempre sonreía. No tenía motivos para no hacerlo. Hija única de un acaudalado hombre de negocios, nunca le había faltado de nada. Su madre la adoraba, pero ella tenía debilidad por su padre. Cuando éste volvía de sus viajes de negocios, que a veces duraban meses, intentaba pasar todo el tiempo posible a su lado.
Cuando escuchaba llegar el carruaje salía a esperarlo. Su padre la levantaba en volandas y giraba y giraba con ella llamándola por el mote que le había puesto de pequeña: Safo. Nunca supo por qué la llamaba así, pero le gustaba.
Todo eran risas, abrazos y besos. Luego le daba el regalo que le habría traído que siempre fascinaba a la pequeña.
Pero Elisa fue creciendo y se convirtió en una muchacha muy guapa. Su padre comenzó a buscarle un buen marido.
Ella los rechazaba a todos. No quería casarse. No quería un marido que le diera órdenes y le cortara las alas. Quería estudiar, ver el mundo. No quería estar atada a ningún compromiso.
Después de rechazar el último candidato que su padre había invitado a comer, las cosas cambiaron en aquella casa. Su padre se volvió huraño hacia ella, evitaba estar en la misma habitación que ella. No le dirigía la palabra y pasaba más tiempo fuera de casa. Se convirtió en el monstruo de los cuentos que de pequeña le leía su progenitor antes de dormirse.
Una noche aquel monstruo entró en su habitación.
Por la mañana se había ido.
El tiempo pasó y Elisa se encontraba muy mal. No paraba de vomitar y pasaba casi todo el tiempo en la cama mareada y sin fuerzas.
Cuando regresó su padre, se dio cuenta de lo que pasaba.
Le dio un ultimátum: se casaría o se iría de casa. Pronto se le notaría el embarazo y si no tomaban medidas rápido destruiría por completo su reputación y la de toda su familia.
Elisa no lo dudó y aquella noche huyó de su hogar.
Caminó durante días. Hasta que las fuerzas la abandonaron y se desmayó en el borde de un camino.
Cuando se despertó estaba tumbada en una cama.
La habían recogido unas monjas y la habían llevado al convento. Llevaba dos días inconsciente.
Le preguntaron su nombre. Ella respondió: Safo.
Los días pasaron. Sabía que el ser que crecía en su vientre era de aquel monstruo.
Safo tiñó las sábanas con el rojo líquido de su bebé.