-Canelones, por favor, le
pidió al camarero sin apenas mirarlo, cuando se acercó a su mesa. Estaba
sentado en un rincón al fondo del local, lejos de las miradas curiosas del
resto de comensales.
Estaba encorvado sobre la mesa,
con unas gafas de sol puestas y visiblemente nervioso. Estuvo tentado un par de
veces en levantarse e irse de allí, pero el ruido de su estómago lo hizo
cambiar de idea. Así que, pacientemente,
siguió esperando su comida. Había mucho barullo, mucho movimiento de gente,
unos se iban y otros entraban, los camareros iban con prisas, casi volaban de
una mesa a otra tomando nota de los pedidos y sirviendo la comida. Él no
miraba, no había cambiado su postura inicial, seguía encorvado sobre la mesa,
podía deducir todo eso con tan sólo el ruido que había en el restaurante.
Un hombre se sentó en su mesa.
Sorprendido lo miró. Era alto, delgado, con el pelo canoso y vestido totalmente
de negro.
Se miraron durante un rato sin
mediar palabra, luego aquel hombre se inclinó hacia él como si fuera a contarle
el secreto mejor guardado del mundo y le dijo:
–Sé lo que ves cuando
miras a la gente si te quitas esas gafas.
Él no le respondió.
El otro hombre no se rindió
ante su silencio y prosiguió:
-Ves la parte oscura de
la gente.
Hizo ademán de levantarse, pero
aquel hombre le agarró el brazo con fuerza y con un gesto le indicó que
permaneciera sentado. Así lo hizo y siguió en silencio.
Le sirvieron la comida, pero el apetito se
había esfumado. El hombre pidió un café solo, doble.
- ¿Qué sabrás tú? -le
espetó.
-Dime qué ves y te
diré si estoy equivocado.
Tras un rato en silencio, lo
miró tras sus gafas de sol y le respondió:
–Veo los demonios que
habitan en ellos.
El hombre sonrió y asintió.
- ¡Descríbemelo, y no acepto un no! -le
dijo, y por el tono de sus palabras se dio cuenta de que no bromeaba.
El hombre notaba gotas de
sudor bajando por su frente, las manos húmedas, calor y ahogamiento a causa de
la ansiedad que crecía a pasos agigantados en su interior. No podía moverse de
la silla, sentía una gran fuerza haciendo presión sobre sus piernas. Haciendo
un esfuerzo casi sobrenatural al fin pudo contestarle:
-Cuando miro a la
gente que está a mi alrededor como, por ejemplo, ahora comiendo aquí, no los
veo a ellos realmente, veo unos demonios grises, que están en su interior y que
mastican y engullen la comida de manera grotesca, salivando y haciendo mucho
ruido.
-Bien, ¿y dime
esos demonios los ves en toda la gente? –le preguntó aquel hombre, mientras
echaba azúcar al café que el camarero le había traído hacia unos minutos.
-No, no todos, pero sí la mayoría –le
respondió.
Revolvía el café
con la cucharilla lentamente, mientras parecía que estaba pensando sobre todo
aquello, aunque a él le parecía que, simplemente estaba haciendo teatro, le
recordó a un mago a punto de realizar su número final, buscaba que la audiencia
estuviera pendiente, anhelante, para luego sorprenderlos.
-Bien, ahora
quítate las gafas y mírame.
El hombre lo hizo
sin rechistar. Se quitó las gafas de sol despacio, tímidamente, como si se
desprendiera de una máscara y al hacerlo quedara desnudo mostrando sus
intimidades más profundas.
- ¿Dime
qué ves?
No hubo
vacilación en su respuesta, fue directa y rápida.
-A Satán.