Aquel hombre, sentado en aquella cafetería, delante de un
plato con una pasancalla dentro y
una taza de café a su lado, arrastraba desde hacía varios años, una tristeza y
una melancolía que cada día que pasaba, le oprimían más y más el corazón. El
origen de aquella tristeza se remonta a cinco años atrás en la que su vida,
aunque no plenamente, podía considerarse feliz. Había conocido una chica
estupenda con la que se iba a casar. Su familia había acogido aquella noticia
con felicidad y aquel recelo con el que le miraban había desparecido. Desde muy
pequeño se había sentido diferente a los demás, sentía una gran atracción
física por los chicos de su mismo sexo. Aquello le llevó a sufrir discriminación por parte de sus
compañeros, tuvo que aprender a ocultarlo y a fingir que le gustaban las
chicas. El tiempo pasó, creció y tuvo su primer encuentro, su primer bautismo como gay. Aquel había sido el
mejor día de su vida. Pero aquella aurora
resplandeciente, como el preludio de la vida que tanto deseaba, tenía que
morir. El porqué estaba claro, debía
reprimir sus impulsos sexuales por la aceptación de su familia. El día de la
boda, la novia no apareció, en su lugar, vio fulgurar un objeto sobre la cómoda. Era el anillo de prometida.
Debajo había una nota escrita por ella. Le decía que sabía que él la quería, pero
que aquella boda era una farsa, conocía su secreto y quería que fuera feliz,
pero con la persona adecuada. Aquello lo destrozó y lo sumergió en el pozo de
la depresión. Su corazón, antaño, rebosante de alegría y amor, se había
convertido en un bloque de hielo. Se
había ido de casa de sus padres para vivir en Buenos Aires. Ya no se escondía,
aunque hasta el momento no había encontrado a la persona que hiciera derretir
su corazón helado. Una voz que le hablaba, lo devolvió a la realidad. Era un joven,
alto, moreno y muy guapo. Llevaba un delantal negro, razón por la cual, supo
que era uno de los camareros de aquel local. Se sentó en la silla vacía al otro
lado de la mesa y se pusieron a hablar. La conexión fue instantánea. Por las
venas de aquel joven corría el cubanismo
a raudales. Se vieron más veces y comenzaron una relación seria. Un día, el
joven le pidió que se fuera con él a Cuba. Estaban en el salón de la casa que
compartían. En la televisión hablaban de un grupo de personas dispuestos a complotar, no podía acordarse de nada
más, porque lo que le acababa de pedir lo había dejado desconcertado. No tuvo
que pensarlo mucho para darle la respuesta. Separarse de él, sería como morir
en vida. Él se quedaría un tiempo para arréglalo todo antes de marcharse. Como
si su familia tuviera un radar recibió
una llamada de su madre. No era muy halagüeña, su padre, estaba gravemente
enfermo, su madre más que pedirle, le suplicaba que fuera a verlo antes de su
fallecimiento que tenía todas las trazas de ser inminente. A pesar del
distanciamiento, nunca los había dejado de querer. Las llamadas no eran muy frecuentes,
la decisión que había tomado, pesaba como una losa sobre ellos, y siempre se producían
unos silencios muy incómodos al teléfono. Aprovecharía para despedirse de ellos
y darles la noticia. Y esta vez sabía que no les importaba lo que le pudieran
decir, había tomado la determinación hacía muchos años, de llevar la vida que
realmente le llenaba y quería y al lado de aquel chico se sentía completo y
feliz. Le ilusionaba irse a otro país y empezar desde cero con él. La despedida
fue dura, su padre como esperando que su único hijo fuera a despedirse de él,
murió pocas horas después. Su hermana y su madre, eran la viva imagen de la
pena y el dolor. Después del funeral, les habló de sus planes y para su
desconcierto, su madre, no le reprochó nada, e incluso le abrazó y le pidió
perdón por no haberlo comprendido antes y le rogó que no dejara de llamar y de
ir a visitarlas. Regresó a casa eufórico y feliz. Su novio cuando supo la noticia
también se alegró mucho y le pidió que se reuniera con él cuanto antes, porque
lo echaba de menos.
El otoño se hacía
ver por doquier, la desnudez de los árboles y una fría brisa indicaban que el
otoño ya estaba ahí. El viaje fue más lento de lo que pensaba. Tal vez el
inminente reencuentro, las ansias por ver a su amado, hacían que los minutos se
convirtieran en horas. Presagiaba que aquel viernes sería el más especial, sin
duda, de toda su vida. Un nuevo comienzo. A la llegada al aeropuerto lo vio, se
fundieron en un abrazo y sus labios se juntaron ansiosos por besarse. Pero no
estaba solo, a su lado había una pareja de mediana edad. Se fijó bien en ellos,
habían cambiado, pero no lo suficiente como para no reconocerlos. Aquello lo
desconcertó enormemente. Aquella pareja eran los padres de aquella chica que lo
había abandonado el día de su boda. No lograba entender qué hacían allí. Pero
para todo hay una explicación y para aquella pregunta también había una
respuesta. Aquel hombre del que se había enamorado locamente, era la que en su
día fue su prometida. Se había cambiado de sexo. No lo había dejado sólo porque
el fuera gay, sino porque ella también tenía dudas de su sexualidad. Ahora todo
tenía sentido, sólo ella podría haberlo sacado de aquel pozo de pena y tristeza
en el que se había lanzado de cabeza, sólo ella podría hacer que se volviera a
enamorar.