sábado, 17 de abril de 2021

VALERIA

 



 

 

 

La vida de aquella joven, de apenas 17 años se vio truncada de un día para otro. Todo comenzó una mañana en la que se despertó con un fuerte dolor de cabeza, se tomó un par de aspirinas y el dolor remitió. Pero al atardecer, volvió y esta vez con más fuerza. La llevaron de urgencias al hospital, le hicieron diversas pruebas. Determinaron que lo que le pasaba es que tenía migraña, le recetaron unos medicamentos que le aliviarían el dolor, e incluso con el paso del tiempo remitiría completamente. Durante la semana siguiente se sintió mejor, los dolores de cabeza ya no eran tan persistentes. Pero al cabo de esa semana, volvieron y esta vez con más intensidad, era tal el sufrimiento que padecía que llegaba a perder el conocimiento. Volvieron al médico. Decidieron hacerle una resonancia. Los resultados de la prueba eran fatídicos, tenía un tumor bastante grande en una parte del cerebro inoperable. Dos meses después, una madrugada, mientras dormía, después de haberle suministrado un fuerte sedante, la joven fallecía.

Era tal la consternación, la impotencia y el dolor de aquellos padres que el pueblo entero se volcó con ellos, ayudando en todo lo que pudieran para hacer más llevadero aquel día tan fatídico. Se hicieron los preparativos para el entierro. A la joven se la vistió con un vestido blanco. Le pusieron un ramo de rosas rojas entre sus manos, sus flores preferidas. Colocaron el ataúd abierto en la iglesia y toda la gente del pueblo pasó a despedirse de ella. El comentario, entre los allí presentes era siempre el mismo, parecía un ángel. Daba la impresión de que estaba durmiendo. No mostraba ningún signo del sufrimiento que había padecido los últimos días antes de su muerte. El oficio se prolongó hacia bien entrada la tarde, porque todos querían hablar sobre ella, lo buena persona que había sido y lo que la iban a echar de menos.

Cuatro compañeros del instituto portaron su féretro hasta el cementerio, seguidos por los padres y la gente del pueblo. El sacerdote, estaba visiblemente emocionado. Había visto crecer a aquella chiquilla, la había bautizado y le había dado el sacramento de la comunión y ahora la tenía que enterrar. Terminó el oficio y el cementerio se fue quedando, poco a poco vacío, los cientos de flores y ramos, que habían dejado en su tumba, eran los únicos acompañantes en su primera noche en el camposanto.

Pasaron los meses y llegó el verano. La vida siguió para todos. Sus amigos intentaban reponerse de aquella dolorosa pérdida. Decidieron hacerle un homenaje al finalizar el curso. Celebrarían una fiesta en su honor. A ella le encantaban las fiestas cuando estaba viva. Los profesores estuvieron de acuerdo y decidieron que se celebraría en el pabellón de deportes el día de San Juan. Todos colaboraron en los preparativos. Una orquesta se ofreció a tocar gratis para ellos ese día, aportando así, su granito de arena en aquel homenaje póstumo. Antes de la fiesta habría un partido de fútbol amistoso entre el equipo local y otro que invitaron de un pueblo cercano.

Llegó el gran día. Se celebró el partido de fútbol. La victoria la llevó el equipo del pueblo. Al atardecer comenzó la fiesta.

 Llegó un joven en una moto, aparcó delante del pabellón, fuera se escuchaba la música y alboroto de la gente que estaba dentro. La fiesta estaba en pleno apogeo. Entró. A lo lejos vio a algunos amigos suyos y se acercó a saludarlos. Entonces la vio. Era la chica más guapa que había visto nunca. Y lo estaba mirando. Antes de decidirse a ir a hablarle, los pies ya avanzaban en su dirección. De cerca era todavía más guapa. Tenía una sonrisa adorable. Parecía un ángel con aquel vestido corto, de color blanco que dejaba ver sus largas piernas bronceadas. Sus ojos eran azules como el cielo. Congeniaron desde el primer momento, charlaron, bebieron, bailaron y el mundo se paró para ellos, en aquel pabellón solo existían ellos dos. Él supo, en ese instante, que se había enamorado de ella. Ella le pidió que la acompañara a casa porque se estaba haciendo tarde. Salieron al exterior. Fuera hacía fresco, él le ofreció su cazadora de cuero, para que se abrigara, ella aceptó. Se subieron a la moto y la dejó delante de su casa. Le peguntó cuando la volvería a ver. Recibió una sonrisa por toda respuesta. Esperó a que entrara en casa antes de irse. Cuando regresó a la fiesta, se dio cuenta de que aquella chica, Valeria, no le había devuelto la cazadora, se alegró por aquello, sería una buena excusa para volver a verla. Iría por la mañana a buscarla.

A la mañana siguiente, fue hasta la casa de la chica, llamó a la puerta. Una señora de mediana edad le abrió la puerta. Él, muy amablemente le explicó que venía a recoger la cazadora que le había prestado a la chica que vivía allí, la noche anterior.

La cara de la señora demudó de color. Se puso lívida y comenzó a llorar. El joven desconcertado le preguntó qué pasaba. Ella lo dejó pasar a la casa, lo llevo hasta el salón y le señaló un retrato que había colgado de la pared, le preguntó si reconocía a la chica. Él le dijo que sí, esa chica es Valeria. Lo que le dijo la señora lo dejó en shock, la joven llevaba muerta unos seis meses. Fueron hasta el cementerio, la madre quería mostrarle a aquel joven la tumba donde estaba enterrada su hija. La cazadora que le había dejado la noche anterior, estaba sobre la lápida.

 

 

 

 


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