El depredador acecha entre las sombras de
la noche a su presa, pacientemente, esperando que ésta se acerque, ajena a lo
que está pasando, para abalanzarse sobre ella.
Luis, un treintañero adicto a los
videojuegos, se calzó las zapatillas de deporte y salió a la calle como cada
noche para correr por el parque que había frente a su casa. Lo hacía durante
una hora más o menos. Empieza con unos estiramientos, se coloca los cascos y
comienza la carrera.
Luna, una adolescente que vivía en el
portal de al lado, salió con su perro para el último paseo del día. Le quitó la
correa y este empezó a correr como un loco, de un lado para otro, siguiendo
algún rastro que había llamado su atención. Ella lo seguía de cerca mientras
jugueteaba con su móvil.
Eran las 11 de la noche. Hacía fresco.
Acababa de comenzar el otoño y el suelo estaba cubierto de hojas. Una ligera
brisa hizo que éstas se movieran, cambiándolas de sitio como si se tratara de
un juego. Luna se abrochó el anorak hasta arriba y siguió caminando.
El depredador, escondido, espera el
momento justo para cazar a su presa. No tiene prisa, sabe que en la paciencia
está el éxito. Y él es un ganador.
Luis llevaba 15 minutos de carrera cuando
sintió un pinchazo en la pierna derecha. Se apoyó en un árbol esperando que el
dolor remitiera.
Luna escuchó ladrar a su perro a lo
lejos, levantó la cabeza de la pantalla de su móvil, expectante, en alerta. El
ladrido cesó. Ahora se oían aullidos de dolor. Luna echó a correr en su busca,
la preocupación se dibujaba en su rostro.
Luis se despertó. Le dolía la cabeza.
Abrió los ojos. Una luz mortecina cubría como un manto la oscuridad, provenía
de una única bombilla en el techo. Intentó levantarse pero no pudo. Estaba
sentado en una silla, tenía los pies y las manos atadas fuertemente con una
cuerda. Intentó liberarse pero cuanta más fuerza hacia más se clavaba en las
muñecas y en los tobillos.
Miró a su alrededor. Justo a su lado había
una chica rubia de pelo corto de no más de 16 años. Tenía los ojos cerrados,
así que supuso que todavía seguía inconsciente. Él le gritó para que se
despertara y ella poco a poco fue abriendo los ojos.
Luna logró girar la cabeza hacia dónde
venían los gritos, confusa, sin entender qué pasaba. Vio a un hombre con ropa
de deporte y con cara de loco que le gritaba algo que no lograba entender. Le
dolía mucho la cabeza.
Podía descifrar alguna palabra de las que
salían de la boca de aquel tipo. ¡Estamos atados!, ¡nos han secuestrado!, creía
entender.
Entonces, su cuerpo se puso en alerta.
Intentó moverse, pero se dio cuenta de que no podía. La habían atado a la
silla. Entró en pánico. Se puso a gritar.
Se escuchó un chirrido al fondo, como de
una puerta metálica al abrirse. Luis y Luna dejaron de gritar, como si les
hubiesen dado un bofetón con la mano abierta. Giraron sus cabezas en dirección
a aquel ruido, pero no lograron ver quien había entrado. Aquella luz apenas
iluminaba lo que tenían delante. Todo eran sombras y oscuridad.
Escucharon unos pasos que se acercaban.
Quien hubiese entrado allí, no tenía prisa, su paso era lento y acompasado como
quien está dando un agradable paseo, disfrutando de una bonita tarde de verano
por la orilla de una playa.
Ellos podían escuchar los latidos de sus
corazones, que sonaban tan fuerte que les parecía que se podían oír a
kilómetros. En unos segundos que a ellos les parecieron horas, un hombre alto,
delgado, con el cabello rubio recogido en una coleta se puso delante de ellos.
Luna había comenzado a gimotear. Luis
estaba tenso, expectante. Aquel hombre esbozó una sonrisa que dejaba ver una
dentadura perfecta, inmaculadamente blanca. Y comenzó a hablar:
-Bienvenidos a mi casa. Bueno, más
concretamente, bienvenidos a mi sótano. Me llamo Eduardo. Sois mis
invitados. No todos los días tengo el placer de tener invitados. Aunque
disfruto mucho de la compañía de otras personas, no siempre tengo la necesidad
de invitar a gente a mi sótano, sólo de vez en cuando. Pero hoy podéis sentiros
afortunados de estar aquí. Quiero que os sintáis como si estuvierais en vuestra
casa. Poneos cómodos. -Y tras esta perorata se echó a reír como si hubiera
contado el mejor chiste del mundo.
Luis y Luna se miraron entre ellos.
Estaban ante un loco. Se veía a leguas que ese hombre no estaba en sus cabales.
Nadie va por ahí secuestrando gente y metiéndola en su sótano. Aquello era
demencial.
-Bueno, yo os he dicho mi nombre -les dijo el
hombre- ahora me gustaría conocer el vuestro, si no es mucha molestia.
A medida que iba hablando se fue acercando
a ellos. Se puso tan cerca que sentían el aliento en sus caras. Observaron que
tenía unos ojos negros como el azabache, que si los mirabas fijamente podías
llegar a ver la oscuridad absoluta tras ellos.
-
A
ver, señorita, -se dirigió a la chica señalándole con el dedo- ¿cómo te llamas?
Que se
dirigiera a ella hizo que el corazón le diera un vuelco. Le dijo su nombre con
un hilo de voz.
-
Lo
siento señorita, ¿no lo he entendido bien? ¿Me lo puede repetir? –le pidió el hombre amablemente.
-
Luna…
me llamo Luna, -logró responder la chica en un tono más alto.
-
¡Luna!
Pero qué nombre más maravilloso -exclamó- ¿y usted, caballero, quiere compartir
su nombre con nosotros? –le preguntó al hombre atado en la silla.
-
Me
llamo Luis -respondió.
-
Perfecto,
ya no somos desconocidos, nos hemos presentado- le debió hacer mucha gracia lo
que había dicho porque se puso a reír como un poseso.
Luis y Luna
se miraban entre ellos, asustados, aterrados, temerosos de lo que ese hombre
quisiera hacer con ellos.
-
Me
imagino que tenéis muchas preguntas y que queréis una respuesta por mi parte.
Pues os las voy a responder a todas. Somos amigos, ¡qué menos que resolver
vuestras dudas! ¿Quién quiere
empezar? –les preguntó mientras los
contemplaba regocijándose con el miedo que emanaba de ellos.
Los rehenes se miraron entre ellos, como
decidiendo quién iba a empezar esa ronda de interrogatorio. Eduardo los estaba
observando, empezaba a impacientarse. No solía perder la paciencia fácilmente,
pero esos dos eran unos auténticos idiotas. Dio una patada en el suelo que hizo
que los dos chicos dirigieran su mirada hacia él.
-No tengo
toda la noche, tengo muchas cosas que hacer. Os diré yo lo que pasa,
¿entendido? Porque veo que ninguno quiere preguntar nada. -les espetó- Ya
sabéis que estáis en un sótano, en mi casa. Os he secuestrado, pero no voy a
pedir nada a nadie por vosotros. –hizo una pausa como sopesando la idea y
continuó- De hecho, uno de vosotros saldrá de este sótano
Luna comenzó a llorar. Luis tensó la boca
en un ademán de asco. El hombre continúo hablando. El que no pase la prueba que
os tengo preparada formará parte de una cena que daré en un par de días con
unos cuantos amigos que he invitado.
Luis carraspeó y se aventuró a hacerle una
pregunta a aquel hombre.
-Entonces el que pierda, ¿se quedará a
cenar?, ¿pero qué tonterías está diciendo?
-Amigo mío, amigo mío- le respondió
Eduardo- el que pierda no cenará, será la cena. Y comenzó a reírse a
carcajadas. – ¿lo pilláis? Lo cortaré en filetitos, lo cocinaré y se lo daré a
mis amigos.
Luna se puso a gritar pidiendo auxilio Luis se
unió a ella.
-No vale de nada que gritéis, nadie os va
a escuchar. No hay una sola casa en dos kilómetros a la redonda, así que
guardad fuerzas para descifrar el enigma que os voy a poner –les dijo el hombre
con toda la calma del mundo.
-Escuchadme bien. Os doy 5 minutos para
que penséis en la respuesta correcta al acertijo que os voy a decir. El que me
dé la respuesta acertada será el ganador. ¿Entendido? -les preguntó el hombre?
Luis y Luna
asintieron con la cabeza.
-Muy bien, ahí va el acertijo.
-UN HOMBRE MAYOR MUERE DEJANDO ATRÁS DOS
HIJOS. EN SU TESTAMENTO. PIDE QUE LOS HIJOS COMPITAN CON SUS CABALLOS, Y EL
DUEÑO DEL CABALLO MÁS LENTO RECIBIRÁ LA HERENCIA. LOS DOS HIJOS CORREN, PERO
COMO AMBOS ESTÁN INTENTANDO RALENTIZAR A SUS CABALLOS NO LLEGAN A UN CONSENSO.
ACUDEN A UN SABIO PARA PREGUNTARLE QUÉ DEBERÍAN HACER. DESPUÉS DE ESO, LOS
HIJOS COMPITEN DE NUEVO, ESTA VEZ A TODA VELOCIDAD. ¿QUÉ LES DIJO EL SABIO?
-Tenéis cinco minutos para resolverlo –
sentenció aquel hombre.
Alguien
había llamado a la policía porque había un perro en el parque que no paraba de
ladrar. Llegaron un par de agentes uniformados, dejaron aparcado el coche en la
entrada del parque, cogieron sus linternas y se dirigieron hacia el lugar de
donde provenían los ladridos del can.
Cuando
llegaron, vieron un cuerpo tirado en el suelo. Se acercaron, lo iluminaron con
sus linternas y descubrieron que se trataba de una chica de entre 15 y 17 años.
Pidieron una ambulancia.