Silenciar
aquellas voces que había en mi cabeza, era el propósito de las pastillas que me
daba mi marido cada día. Lo que él no sabía es que esas voces no me inducían a
hacer daño, me decían lo que iba a pasar y cómo tenía que solucionarlo. También
me decían que estuviera atenta porque quería deshacerse de mí. Tomé entonces la
determinación de no tomarlas más, fingía delante de él que sí lo hacía, luego
las tiraba por el retrete. Una mañana sonó el timbre, yo estaba en la cama. Mi
marido abrió la puerta. Lo oí cuchichear con alguien. Luego escuché un ruido
muy fuerte. Me levanté y fui hacia la puerta. Vi a una mujer desplomada en el
suelo en medio de un gran charco de sangre. Me puse nerviosa y le dije a mi
marido que llamara a una ambulancia. Él rehusó. Se le veía enfadado y me culpó
de aquello, acusándome de haberla matado. Pensé que era un sueño, no podía
creer lo que estaba pasando. Hablaba de internarme en un centro donde me
pudieran prestar la ayuda que necesitaba, que sería lo mejor para mí. Pero no
decía nada de llamar una ambulancia o a la policía. Se puso a limpiar el suelo.
Las voces me alertaron, me dijeron que aquella mujer era su amante, que estaban
mintiendo, que todo aquello era una farsa que se estaban montando entre los dos.
Me agaché, pasé el dedo por aquella sustancia roja lo llevé a la boca y
descubrí que era salsa de tomate. Me quedé quieta, esperando el siguiente
movimiento de él. Estaba hablando por teléfono, decía que vinieran cuanto antes
que estaba sufriendo un ataque psicótico. Algo le dijeron al otro lado de la línea
que no le gustó mucho, porque se enfadó y les gritó reclamando aquella plaza
para mí. O sea que era cierto, lo tenía todo planeado, me iba a encerrar en
alguna clínica para enfermos mentales. Me levanté y actúe como si estuviera
ida, confusa, no quería que sospechara que realmente estaba más cuerda que
nunca. Me vestí mientras él seguía limpiando la supuesta “sangre” del suelo. Marqué
aquel número. “Solo para emergencias” me había dicho. Respondió al segundo
tono. “Voy para allá” dijo y colgó. Ahora sólo tenía que esperar. Mi marido es psiquiatra,
los últimos años cambiamos mucho de ciudad. Lo habían acusado de abusar
sexualmente de sus pacientes, pero siempre salía impune de todos los cargos. Yo
sospechaba algo, y se lo hice saber varias veces, un día tuvimos una discusión muy
grande, y le comenté lo de las voces, él vio en aquello, un motivo para
librarse de mí, era una lacra en su alocada vida y una posible testigo de sus fechorías.
Empezó a medicarme para calmar aquellas voces, pero fueron ellas las que me
alertaron de que algo no iba bien. La policía llevaba tiempo siguiéndonos y un día
me abordaron en una cafetería, fueron muy amables conmigo y me ofrecieron ayuda
si colaboraba con ellos para atraparlo. Accedí, estaba cansada de tantas
mentiras. Necesitaba paz en mi vida. Entonces urdieron un plan. Pondrían un topo
en su consulta, una nueva secretaria. Lo vigilaría de cerca, pero para ello tendría
que seducirlo. La verdad es que la chica era muy guapa y mi marido acabó
cayendo en aquella trampa. Como no. Le hizo creer que colaboraba con él en
deshacerse de mí, era una buena policía y una muy buena actriz. Había marcado
aquel número y no tardarían nada en llegar. El seguía abajo limpiándolo todo, la
mujer lo ayudaba, podía escuchar las sirenas de los coches patrulla
acercándose. Él comenzó a gritarme enfurecido, fuera de sí, para su sorpresa la
mujer que hasta entonces pensaba que era su cómplice en todo aquello y que lo amaba,
lo esposó. Por fin se había acabado todo. El ratón pilló al gato.