sábado, 20 de marzo de 2021

APOCALIPSIS

 


 

 

Unas naves espaciales, se dirigían a la tierra. En el centro de control empezó a sonar una alarma. Todavía estaban lejos, pero a la velocidad que llevaban no tardarían ni una hora en llegar a la Tierra. Eran las 9 de la mañana.

A esa hora, un exorcista, estaba realizando la ardua tarea de expulsar un demonio del cuerpo de una joven. Llevaba toda la noche, estaba amaneciendo y desde entonces no había conseguido que aquel ser oscuro abandonara aquel cuerpo. El sacerdote estaba exhausto. Las fuerzas le flaqueaban. Era una lucha titánica, un mano a mano, con aquel ente, de momento no había un vencedor claro. A las 9 cuando los expertos del centro de control detectaron unos objetos no identificados aproximándose a nuestro planeta, aquel demonio decidió hablar. Ojalá no lo hubiera hecho, porque lo que estaba profetizando sería el fin de la humanidad. El fin de todo y de todos. El Apocalipsis.

El demonio abandonó el cuerpo de la joven, el exorcista se había acurrucado en una esquina de la habitación, balanceándose de un lado a otro en estado de shock, la joven se despertó y a pesar de las magulladuras que tenía en todo su cuerpo logró salir de la cama en la que había estado postrada, acercándose al hombre de la sotana que mascullaba algo entre dientes. Lo zarandeó sin resultado. No quería hacerlo, pero le propinó una bofetada para que reaccionara. El sacerdote salió del trance, la miró, sin comprender en un primer momento, que había pasado, para luego pedir a gritos un teléfono. Tenía que avisar al Vaticano de lo que estaba a punto de suceder.

A las 10 en punto, se atisbaron naves de origen desconocido, en todo el planeta. Cientos de ellas. Miles, decían algunos. La humanidad no estaba sola. La incertidumbre de aquello les llevó a la curiosidad, haciendo que la gente saliera de sus casas a contemplarlas. Aquellas naves no se movían, estaban inmóviles sobre ellos. Esperaban pacientemente, pero ¿qué? Si venían en son de paz, no tenía sentido aquel silencio, a no ser que aquellas no fueran sus intenciones.

Entonces, la Tierra tembló. El suelo se abrió. La gente empezó a correr despavorida intentando buscar un lugar seguro donde guarecerse, pero pocos consiguieron no caer en las grietas que se iban formando a su paso. Los que sobrevivieron, desearon no haberlo hecho, cuando vieron como unos seres oscuros, procedentes del inframundo, salían al exterior. Era una visión dantesca, grotesca, horrible, escalofriante. Demonios de distintas formas y tamaños empezaron a ascender hacia aquellas naves. Eran muchos, incontables, podían ser cientos, miles, nadie lo podía saber con certeza porque los que los estaban viendo enloquecían ante tal visión.

Eran las 11 de la mañana cuando aquellas naves tomaron tierra. La invasión de nuestro planeta era un hecho. Las fuerzas de seguridad estaban avisadas. El ejército provisto de las armas más sofisticadas que poseían, tomaron posiciones. Los gobiernos mundiales, por primera vez en la historia, se unieron para hacer frente a aquella crisis mundial.

De cada nave situada en cada ciudad importante del mundo, un ser vestido con un mono entero, que le cubría el cuerpo de pies a cabeza, de color blanco, salía del interior. Tenía un mensaje que dar. No era muy halagüeño. Aquellos seres tenían aspecto de humanos. Incluso podían pasar por uno de ellos sin levantar la mínima sospecha. Pero había algo diferente en ellos. Los ojos. Estaban desprovistos de vida. Eran negros como la oscuridad más absoluta y hablaban y se movían como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles. Los altos mandos de todo el mundo, el Vaticano y la mayoría de las personas, seguían este contacto alienígena por medio de pantallas de televisión. Pocos fueron los atrevidos que se aventuraron a estar en primera línea, a excepción de periodistas y fuerzas de seguridad. Las distintas religiones de todo el mundo también se consensuaron entre ellas. Todas coincidían en que aquellos extraterrestres estaban poseídos por las fuerzas del mal. El mensaje fue claro, era el principio de una nueva Era, en la que Dios sería desbancado y el Mal, en su estado más puro, tomaría aquel planeta y a todo y todos los que en él vivían. No darían tregua a aquellos que se opusieran a tal conquista, los que acataran sus órdenes formarían parte del ejército capitaneado por Satán. Tenían menos de una hora para darles una respuesta. O se rendían o acabarían con el mundo en su totalidad.

A las 12 en punto, al ver que la respuesta no llegaba, aquellas naves elevaron su vuelo colocándose estratégicamente sobre todo el planeta. La gente se refugió en los lugares de culto, rezando, a la espera de un milagro.

Lanzaron la primera bomba. Los humanos intentaron derribarlos con las armas que tenían a su alcance, pero en menos de una hora, la Tierra tal y como la conocemos, quedó destruida, no quedando en pie, ni una persona, ni animal, ni vegetal. El sol se oscureció, la vida, en su totalidad, dejó de existir. Nuestro planeta quedó reducido a cenizas. Los demonios habían vencido. Era el Apocalipsis.

 

 

 


viernes, 19 de marzo de 2021

EXTRAÑA LLAMADA

 

 

 

Es una tarde de viernes lluviosa, abro el paraguas. Mi hermano y yo quedamos con unos amigos. La noche anterior, a la salida de clase, le habían dicho que habían encontrado algo que teníamos que ver. La intriga nos estaba matando. Éramos los descendientes de la gran guerra. El mundo había quedado asolado y solo un puñado de gente había sobrevivido. Vivíamos en una colonia, somos unas quinientas personas, mujeres, hombres y niños que tratábamos de sobrevivir al día a día. Cultivamos las tierras, habíamos hecho un sistema de regadío, aprovechando un río que teníamos muy cerca. Reconstruimos casas, hicimos una escuela y un hospital, adquirimos conocimientos gracias a libros que hemos ido encontrando y recopilando de generación en generación, así como grabaciones de audio. Logramos volver a tener electricidad y teléfono. Pero aquel virus que nos llevó al desastre mundial, todavía pululaba entre nosotros. Las vacunas no habían funcionado y no teníamos unas nuevas, por lo menos de momento. De vez en cuando salían partidas, de gente, que tardaban más en regresar a casa, porque cada vez que salían iban un poco más lejos. Llegaban con descubrimientos nuevos, vestigios del pasado, de hacía mil años, y gracias a ellos intentábamos avanzar, paso a paso. Pero todavía nos quedaba mucho por hacer. Necesitábamos recursos y sobre todo esperanza porque estábamos a las puertas de la extinción total del ser humano.

Cuando llegamos al lugar de encuentro, las ruinas de una casa, que algún día fue un lugar de culto, nos dirigimos hacia el fondo del recinto, allí había una trampilla en el suelo, metálica, cubierta por una ajada alfombra de color rojo. La habíamos descubierto tiempo atrás, de casualidad, mientras pasábamos el rato tirando piedras a los pocos cristales que todavía quedaban. No nos juzguen, somos apenas unos adolescentes, sin mucho donde divertirnos. Allí abajo no había electricidad, habían encendido unas velas, tenían algo entre las manos. Como un libro, eran un álbum de fotos tomadas con una cámara, sabíamos cómo eran, teníamos algunas en la colonia, aunque no funcionaban. Mostraban ciudades, monumentos, fuentes, niños jugando, mayores preparando la comida, siempre salía la misma gente, seguramente se trataba de una familia que se había ido de vacaciones. También había fotos de caballos y herraduras. Estábamos hipnotizados ante aquella visión. Qué bonito se veía todo. No pudimos evitar derramar unas lágrimas por la emoción que nos embargaba. Ninguno de los presentes había vivido algo así y los que lo hicieron, llevaban mucho tiempo muertos y no podían contarlo. Nos quedamos en silencio. Entonces se me ocurrió algo y se lo hice saber a ellos. Era escalofriante, pero podía resultar. Me dijeron que aquello era una locura.

Aquel lugar estaba lleno de cosas que habíamos ido recopilando los cuatro, a lo largo de los años, y habíamos ido construyendo, casi sin darnos cuenta, un santuario de reliquias de todo tipo de aquella época. Una de ellas era un libro muy gordo, lleno de números de teléfono. Un listín telefónico. Estaba lleno de anuncios que nos asombraban, uno de ellos era el de una mujer con el hábito de fumar. Nosotros teníamos un teléfono fijo en la colonia. Se utilizaba para comunicarnos con otras comunidades que había a lo largo y ancho del mundo. No eran muchas, tal vez una docena a lo sumo. Pero gracias a ello podríamos saber cómo les iba, la gente que sucumbía al virus, y todo lo que nos quisieran contar.

Arranqué una página de aquel listín que era de una ciudad que había existido allí, donde vivíamos nosotros y de la que ahora sólo quedaban ruinas, y la guardé en mi bolsillo. Regresamos a la colonia, olía a tarta de arándanos. Entramos en el despacho de René que era nuestro presidente. La puerta siempre estaba abierta. Ahora teníamos que dar el mensaje. Y esperábamos que nos creyeran. Que nos hicieran caso. Teníamos que viajar en el tiempo para avisar a la gente, de mil años atrás, de lo que iba a suceder. Sabíamos cómo hacerlo, había que aprovechar el equinoccio que se produciría aquel día y que era una puerta para viajar en el tiempo. Llamamos al primer número de aquella hoja. Estábamos muy nerviosos. Nos contestaron al segundo tono. Una voz somnolienta nos respondió al otro lado de la línea. Yo era la que había marcado y a la que le tocaba hablar. Me presenté y le dije que tenía un mensaje que darle. Le empecé a contar lo que iba a pasar y la línea se cortó. Me había colgado. En vez de desesperarme marqué otro número. Esta vez no me colgaron. Un silencio bastante incómodo, se produjo al otro lado del teléfono. Al final cuando aquella persona me habló, me pidió pruebas. Teníamos unas cuantas.

Aquel hombre que recibió aquella extraña llamada se quedó de piedra ante lo que le habían contado. Su primera reacción fue la de colgar el teléfono. Pero no sabía por qué no lo había hecho. Aquello sonaba a ciencia ficción. La persona que hablaba parecía una chiquilla desesperada. Pero tenía pruebas y se las iba a dejar a las 10 de la mañana en un parque cerca de su casa. No perdía nada por ir hasta allí y ver por sus propios ojos si era verdad o no. Lo que encontró fue un gran sobre, pero ni rastro del que lo había dejado. Se sentó en un banco, lo abrió y empezó a sacar las probables pruebas que había dejado. Quedó estupefacto ante lo que estaba viendo. Aquello, si era verdad, era de una gravedad a nivel mundial, terrible. Sabía a quién recurrir, tenía muchos medios a su alcance, por algo era el primer ministro de la Nación. Había que tomar medidas urgentemente.


martes, 16 de marzo de 2021

ESCALOFRIANTE

 




Escalofriante lo que me contó una amiga la otra noche. Marta vive sola en un apartamento más bien pequeño, tiene un perro llamado Roco. El perro duerme a los pies de su cama. Por las mañanas, en cuando un rayo de sol se filtra por la persiana, le lame la cara para despertarla. Lo viene haciendo cada mañana, de cada día, desde muy cachorro. Tiene comprobado que Roco es el mejor despertador del mundo. Una mañana nota el lametazo habitual. Somnolienta entreabre los ojos. En el cuarto hay una oscuridad total. Se da cuenta de que no fue Roco quien le lamió, es más, siente una presencia muy cerca de ella, en su cama. Se queda paralizada a causa del miedo que siente. Nota un aliento cerca de su oreja derecha. Luego un susurro: "los monstruos también sabemos lamer". Me cuenta, que no sabe de dónde sacó las fuerzas para levantarse de la cama de un brinco. Va a mirar si Roco sigue en su sitio, el perro está gimiendo, inquieto, la está mirando y puede ver miedo y angustia en sus pequeños ojos, está claro que él también sintió algo. Abre la puerta de su cuarto y sale, seguida del perro que no se separa de ella, pisándole los talones. Enciende las luces de la casa, todas y cada una de ellas, menos las de su habitación, no se atreve a volver allí. Bebe un vaso de agua, la mano que lo sujeta le tiembla y el agua se derrama por su pijama. Me llama. Mientras no le contesto, se pone a buscar el tabaco, tal vez pensando que un cigarro la tranquilizaría un poco, sin darse cuenta de que había dejado de fumar hacía más de dos años. Le respondo al tercer tono, no entiendo lo que me dice, habla atropelladamente, mientras llora. Oigo ladrar a Roco. Por fin puedo entender algo, “ven, por favor, tengo miedo”. Su tono es suplicante, llora desconsoladamente, sus llantos y sus gritos se mezclan con los ladridos del perro. Le pregunto qué le pasa, me dice algo de un monstruo que la lamió. No entiendo nada, trato de calmarla, pero es en vano. Está muy alterada. Salto de la cama, cojo las llaves del coche y salgo en su busca, con el corazón encogido y rezando para que estuviera bien. Cuando llego, la encuentro fuera de su apartamento, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta y Roco a su lado. Los llevo hasta el coche. Se sube, seguida por su fiel compañero, parece un poco más tranquila. Entonces me lo cuenta, con todo tipo de detalles. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo. De camino a mi casa, me sorprendo mirando varias veces por el retrovisor, temerosa de que aquel monstruo nos estuviera siguiendo. No hay nada, salvo oscuridad.  Nunca más volvió allí.


sábado, 13 de marzo de 2021

SUCESO EN EL HOSPITAL

 


 

Estaba en el hospital, mi madre llevaba días ingresada a causa de un fuerte dolor en el abdomen. Los médicos, después de días observándola, decidieron operarla. Hablaron conmigo y me informaron que dicha operación era bastante arriesgada para una persona de su edad (80 años) y que podría tener un desenlace fatal. Pero, por otra parte, si todo salía bien podría tener una buena calidad de vida durante bastantes años más. Así que después de pensármelo y sopesar los pros y contras les di el consentimiento para la intervención quirúrgica.

El día de la operación estaba bastante nerviosa, el cirujano me dijo que podría demorarse varias horas, que intentara relajarme un poco y me aconsejó ir a dar un paseo, si era fuera del hospital mejor que mejor, que en cuanto terminasen se pondrían en contacto conmigo.

Le hice caso, y en cuanto mi madre entró en quirófano decidí salir a la calle y dar una vuelta. Desde las ventanas del hospital podía ver el día tan estupendo que hacía fuera. Un paseo no me haría daño.

Cogí mis cosas y me puse a caminar por el largo pasillo que desembocaba en el ascensor. Se abrieron las puertas y al fondo, apoyada contra la pared, había una adolescente, calculé que no tendría más de quince años. Muy guapa, con una larga melena rubia y bastante alta. Me saludó y se hizo a un lado para dejarme espacio. Tras de mí un hombre vestido con una bata blanca, uno de los muchos médicos del hospital, entró corriendo. Nos saludó cortésmente a la joven y a mí y pulsó la planta a la que se dirigía, curiosamente iba a la planta principal como yo, y el ascensor se puso en marcha. Se hizo un silencio incómodo y para romper el hielo le pregunté a la chiquilla si venía a ver a alguien. El ascensor parecía que no tenía mucha prisa por llegar al destino que le habíamos indicado, porque hacía paradas en cada planta, tomándose su tiempo, que me parecía eterno. La joven en cuestión me dijo que venía a recoger a su abuela. Le hice saber que me alegraba que se hubiera recuperado y que pudiera irse a casa. El médico no hablaba, pero me fijé en su cara y vi incertidumbre en ella y algo parecido a miedo, quizá. El ascensor se pasó nuestra planta de destino y siguió subiendo. Miré incrédula hacia los botones por si se habían desactivado, pero la planta 0 seguía marcada. No entendía nada. Llegado a este punto, el médico se puso visiblemente nervioso, unas gotas de sudor resbalaban por su frente. Por fin el ascensor se detuvo, y lo hizo en el piso sexto. Se abrieron las puertas y una ancianita vestida con el camisón del hospital apareció en el umbral. La joven la abrazó con ternura, mientras la colmaba de besos, luego la ayudó a entrar en el ascensor. En un visto y no visto, el médico desapareció. Desconcertada dirigí la mirada hacia el pasillo y lo vi alejarse con paso ligero, casi corriendo. No lo pensé y corrí tras él. Lo llamé, pero parecía que no me escuchaba o que tenía mucha prisa para llegar a donde fuera que iba y no quería pararse. Finalmente lo alcancé, su aspecto era terrible, estaba sudando copiosamente, su cara se había puesto lívida y cuando me miró vi miedo, pánico, desconcierto, en su mirada, se tambaleaba como si estuviera borracho, lo agarré a tiempo, antes de que se desplomara en el suelo. Vi una sala de espera cerca de donde estábamos y lo llevé hasta allí, no había nadie. Lo conduje hasta una silla para que se sentara. Le serví un vaso de agua del dispensador, se lo bebió a pequeños sorbos, por fin, el color volvió poco a poco a sus mejillas. Al cabo de un rato, todavía conmocionado, logró contarme lo siguiente: el día anterior, ya entrada la tarde, había llegado en una ambulancia una chiquilla, víctima de un atropello. La joven ingresó cadáver. Su abuela que acudió al hospital en cuando la hubieron llamado, no pudo soportar la noticia y le dio un infarto, muriendo casi en el acto. Intentaron reanimarla, pero no pudieron hacer nada por salvarle la vida.

Luego añadió algo que cambiaría mi vida para siempre.

La joven del ascensor, era la víctima del atropello y la anciana a la que abrazó, su abuela.

El móvil sonó en mi bolso, con el pulso tembloroso, respondí, el cirujano había terminado de operar a mi madre, todo había salido bien.

 


EL TENDERO

 


Quesos por todas partes. Aquello era el paraíso para los amantes de aquel producto. Yo lo odiaba. Pero a mi marido le encantaba y yo, como no, era la encargada de comprárselo. Cerca de casa vi esa tienda. El escaparate estaba hasta arriba de quesos. Era el primer día que abría. Entré. Era la típica tienda de barrio y el tendero, un señor mayor, llevaba un delantal blanco, impoluto. Al otro lado del mostrador me recibió con una gran sonrisa. Le expliqué la obsesión de mi marido por los quesos y muy amablemente me hizo una bandejita, muy chula, por cierto, con una gran variedad de ellos. Repetí la visita todas las semanas, mi marido estaba encantado con aquellos quesos que le llevaba. Un día, entré y el tendero no estaba tras el mostrador, lo llamé, pero no recibí respuesta. Me parecía extraño que hubiese dejado la tienda sola. Así que me adentré en la trastienda, pensando que, tal vez, se encontraba mal y necesitaba ayuda o que no me había escuchado entrar, a pesar de que una campanita colgada sobre la puerta avisaba de la entrada de los clientes. No pensé, en ese momento, que estaba siendo una fisgona y estaba violando su intimidad. Pesaba más mi preocupación por aquel anciano, que tan amablemente se había portado siempre conmigo, que el hecho de colarme en una parte privada. Entré. Tampoco estaba. Pero me sorprendió algo, que a simple vista parecía que estaba fuera de lugar. Había tres puertas al fondo, cada una pintada de un color distinto, eso es lo que me llamó la atención, ¿quién pinta las puertas distintos colores? Yo no lo haría. Una era verde, otra roja y la otra blanca. Nerviosa, miré hacia ambos lados. Como si fuera a cometer un delito. Al fin y al cabo, iba a dar un paso más en violar la intimidad de aquel hombre. No sé por qué, pero me puse nerviosa. Nadie. Abrí la verde, había un baño, luego abrí la roja, era un almacén lleno de cajas, muy desordenado y sucio y por último abrí la blanca, una gélida brisa me dio de lleno en la cara como una bofetada y delante de mí vi pingüinos. Un carraspeo a mis espaldas hizo que me girara. El anciano me observaba desde el otro extremo de la habitación. El corazón me latía muy deprisa en el pecho. Lo miré asustada, como si fuera una niña pequeña que la acaban de pillar haciendo una trastada, él me miró, pero no vi enfado en su cara, en ella estaba aquella sonrisa amable y bonachona con la que siempre me recibía. Aquel detalle hizo que me relajara, por lo menos un poco. Aunque esperaba, como no, y con todo su derecho a hacerlo, una regañina por su parte. Pero no fue así. Me mostró una silla de madera, ajada por el paso de los años y con un ademán me indicó que me sentara, así lo hice, él hizo lo propio en otra que colocó muy cerca de mí. Seguía mirándome sin mediar palabra. Abrí la boca para pedirle disculpas por mi atrevimiento, pero él amplió más su sonrisa dándome confianza. Entonces habló. Y lo hizo de manera pausada, como si le relatara una historia a un niño pequeño antes de irse a dormir.

-Lo que has visto tras esa puerta te dejó desconcertada. Pero no temas, todo tiene una explicación. La primera puerta, la verde, es tu pasado, un tiempo que se esfumó y despareció por el retrete y no volverá jamás, lo que hayamos hecho, bueno o malo, determinará el presente, que es la puerta roja. Has visto un almacén, sucio y desordenado, porque así es como te sientes ahora mismo, en tu vida falta algo, algo que necesitas tanto como el aire que respiras pero que no puedes conseguir. Tu futuro, la puerta blanca, se presenta así, frío, inhóspito, sino enmiendas tu presente.

Lo miré desconcertada. Él continuó hablando.

-Deseas sobre todas las cosas ser madre. Y ese deseo te fue denegado.

Unas lágrimas empaparon mis mejillas. Había acertado.

-Yo puedo solucionar eso. Pero todo tiene un coste. Si aceptas mi ayuda, aceptarás lo que quiero. Depende de ti aceptar mi proposición. Eres libre para hacerlo.

Estuvo hablando un rato más y yo acepté las condiciones de aquel “contrato”.

Meses después tuve mi primer hijo, aquel fue un momento inolvidable, maravilloso, un sueño hecho realidad, mi marido y yo estábamos pletóricos. Un par de años después vino una niña a colmar de felicidad nuestro hogar. A aquel anciano no lo volví a ver, de hecho, la tienda de quesos que regentaba pasó a convertirse en una tienda de ropa. A medida que pasaban los años, me fui relajando. Tal vez aquella conversación en la trastienda con aquel anciano hubiera sido un sueño, o tal vez, el “contrato” había expiado. Pero me volví a quedar embarazada. Entonces supe que lo volvería a ver.

El día del parto, en la maternidad, un parto difícil, porque el niño venía de nalgas, lo vi. Aquella sonrisa amable dibujada en su cara no me inspiró la confianza de años atrás, esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Parecía que nadie más lo veía salvo yo. Grité desesperada mirando hacia la pared donde estaba aquel hombre apoyado, sonriéndome, pero nadie me podía ayudar. Se acercó a mí y me susurró al oído “vengo a cobrar lo que me debes”. Sabía lo que eso significaba, venía a buscar el alma de mi pequeño recién nacido, eso era lo que quería, porque él mismo me lo había dicho aquel día en la trastienda. “El pago será el alma de tu último hijo”.


viernes, 12 de marzo de 2021

AMOR ETERNO

 


 

Hora de sembrar el trigo. Para ese otoño se preveían grandes lluvias. El hombre estaba haciendo la siembra en un terreno muy cerca de la casa, donde su mujer, estaba preparando la comida. En el salón había una fotografía enmarcada, donde se veía a un joven rodeado de pingüinos, era el hijo del matrimonio, en las vacaciones del año anterior. Se le veía feliz, disfrutando de aquella aventura. El hombre regresó de su trabajo en el campo, se le veía cansado. Se quitó las botas en la entrada de la casa y se dirigió a la cocina donde le esperaba un gran plato de guiso en la mesa. En el televisor, uno pequeño, que habían puesto en la cocina a petición de la mujer, se veía a un joven haciendo malabarismo con unas pelotas pequeñas de color rojo, mientras montaba en un monociclo. Al finalizar de comer, decidió echarse una siesta, por la tarde si tenía fuerzas, cortaría algo de leña para el invierno. Pero eso sería más tarde, ahora necesitaba descansar un poco su dolorida espalda. Y luego, tal vez, entrada la noche, echaría una partida de dominó con su esposa, sabía que ella adoraba esos momentos que pasaban juntos y él haría cualquier cosa por ella con tal de verla feliz. Se metió en la cama, cerró los ojos y esperó a que el sueño se adueñara de él. Al cabo de un rato se dio cuenta de que no se dormiría. Echaba la culpa a su espalda dolorida pero no quería reconocer que era otra cosa lo que le rondaba por la cabeza y no le dejaba descansar. Se había levantado con una sensación extraña en el cuerpo, que le provocaba nerviosismo y malestar, era un presentimiento. No creía en esas cosas, ni nunca había tenido uno. Dejó volar su cabeza y sus pensamientos le llevaron al día en que conoció a aquella chiquilla tan guapa y encantadora, que llevaba un par de quesos a la feria para venderlos. Él iba ufano en su flamante motocicleta que se había comprado recientemente. Fue amor a primera vista, sabía que aquella jovencita sería su mujer y que cada día que estuviera con ella, viviría para hacerla feliz. Se casaron. El día de la boda, sus amigos hicieron un campamento junto al río y celebraron un partido de rugby. Fue el mejor día de la vida de ambos. Arropados por familiares y amigos que los querían, comenzarían a caminar juntos por el sendero de la felicidad. Se abrieron muchas botellas de champán, los corchos volaban por todas partes, entre risas y aplausos de los asistentes. Un fuerte ruido lo sacó de sus recuerdos. Sonó en la parte de abajo, tal vez en la cocina. Se levantó de un salto, obviando su dolor de espalda y corrió lo que sus viejas y cansadas piernas le permitieron, hasta llegar a la planta de abajo. Sobre el frío suelo de baldosas yacía su amada esposa. Todo hacía indicar que había resbalado. El suelo estaba mojado. Se acercó a ella, mientras unas lágrimas afloraban a sus ojos. Le tomó el pulso y vio que no tenía. Un gran charco de sangre se estaba formando debajo de su cabeza. Estuvo mucho tiempo tendido sobre ella llorando, mientras le cubría la cara de besos y le decía, le suplicaba que no lo dejara solo, que no podría vivir sin ella. El murió pocos días después, era tal la pena que le embargaba el corazón que se dejó llevar. Murió de amor. Al vivir en una granja bastante apartada del pueblo, los vecinos no se enteraron, a veces tardaban días en verlos, bajaban uno o dos veces al mes al pueblo para hacer las compras y luego no se les volvía a ver en varias semanas. Pero su hijo sí se preocupó. Había llamado varias veces a la casa sin recibir respuesta. No era normal en su madre, que siempre estaba pendiente de una llamada suya y descolgaba casi al primer tono. Así que fue hasta allí. Vivía a dos horas de viaje. Cuando llegó se llevó una gran sorpresa al no encontrar a nadie. La casa parecía vacía. Los llamó, pero no recibió respuesta. Subió al piso de arriba y fue directo a la habitación de sus padres. Su padre yacía en la cama, se le veía muy delgado y demacrado. Estaba frío y los signos de descomposición eran evidentes en su cuerpo. Sin embargo, la habitación olía muy mal y ese olor no provenía del cuerpo de su padre porque dedujo que no llevaría más de un día muerto. Entonces, ¿de dónde provenía? Llamó a la policía y éstos llegaron seguidos por una ambulancia. Levantaron el cuerpo de su padre y lo metieron dentro de una bolsa negra, de esas que se utilizan paras los cadáveres y se lo llevaron. El hijo que estaba en la habitación con dos policías, mientras los sanitarios se hacían cargo de su padre, se fijó en algo que había en el colchón. Se acercó. Notó que no estaba uniforme, el lado derecho sobresalía un poco. Levantó la sábana bajera y vio que estaba roto, rajado por la mitad con un cuchillo o algo punzante.  Los policías, que lo estuvieron observando le dijeron que no siguiera, que ya lo hacían ellos. Y así fue. Quitaron la sábana y lo que encontraron allí no lo olvidarían mientras les quedara un halo de vida. El anciano había rajado el colchón paras luego vaciarlo y dentro había metido a su difunta esposa. De ahí el olor a podrido de la habitación. Se habían jurado que estarían juntos incluso cuando la muerte los sorprendiese. Cumplió su promesa.


sábado, 6 de marzo de 2021

HISTORIA DE UNA GUERRA

 


 

Aquellos tres jóvenes habían sido llamados a alistarse al ejército. Tenían 18 años, vivían en el mismo pueblo y eran amigos desde muy pequeños, siempre andaban juntos. Tenían muchos planes para cuando acabaran el instituto, uno de ellos quería ser mecánico como su padre y trabajar con él en el taller, a otro le fascinaba el mundo de las leyes, tal vez llegaría a ser un gran abogado y el tercero soñaba con ser una estrella del cine, algún día. Aquel fatídico día en el que tenían que partir hacia una guerra que les quedaba grande, sus familias y amigos los fueron a despedir al tren. Hubo lágrimas, abrazos y buenos deseos. Cuando llegaron a su destino, tuvieron unos meses de entrenamiento militar, les enseñaron a formar y a disparar. Hubo una selección entre los soldados recién llegados y más jóvenes, y quiso el destino que los tres fueron escogidos para pilotar. Que no tuvieran ni idea de manejar un bombardero no fue impedimento, unas cuantas clases rápidas y los declararon aptos para tal fin. Sus primeras salidas solos, fueron de infarto, ninguno de los tres esperaba aterrizar sanos y salvos, pero sí lo hicieron. Las siguientes salidas fueron más relajadas y poco a poco fueron ganando en experiencia y seguridad.  Un día les dieron una misión, tenían que entrar de lleno en las defensas del enemigo y bombardearlas. Fue un día de locos, fueron a por todas y no le dieron tregua al enemigo, éste ante tal ofensiva, optó por retirarse. Habían ganado esa batalla. Tras la misión los tres jóvenes pilotos regresaron a la base, en sus caras llevaban reflejado el terror absoluto.

El capitán al mando que estaba esperando el regreso de los aviones, les dio una cálida bienvenida, había tenido muchas bajas y ver a aquellos jóvenes con vida era todo un acontecimiento. Les dijo que elaboraran un informe detallado de lo que había pasado y luego les dio un permiso para que se relajaran y tomasen unas cervezas.

El capitán siguió esperando la llegada de más soldados que había enviado a esa misión. Llegaron dos más. Estaban exhaustos, aterrados ante la batalla sangrienta que habían vivido, pero al mismo tiempo contentos por haberla ganado. La pérdida de compañeros no había sido en vano. Le preguntaron al capitán si habían llegado más compañeros. Les habló de los que habían llegado hacia una media hora y que estaban realizando el informe. Los soldados se miraron entre ellos, pensando que aquello no era posible. El capitán les iba a preguntar qué pasaba cuando el ruido de unos pasos a sus espaldas hizo que se giraran para ver quien llegaba. Y allí estaban aquellos muchachos, con el informe en la mano. Se lo entregaron al capitán sin mediar palabras. Sus semblantes estaban pálidos, los ojos sin brillo y mirando hacia un punto lejano situado entre las montañas que les rodeaban. Se alejaron de allí con paso lento y cansado como si hubieran envejecido sesenta años durante esa media hora. El capitán leyó el informe, bajo la atenta mirada de los otros dos soldados. En él se detallaba con todo tipo de detalles lo que habían vivido en aquella batalla, incluso…. Levantó la mirada hacia el lugar por donde se habían ido los jóvenes, estaba pálido y con el pulso tembloroso, pero no había rastro de ellos, era como si se hubieran desvanecido. Luego miró a los dos soldados que estaban con él, esperando una respuesta. Los muchachos le dijeron que habían visto como derrumbaban los aviones de los tres jóvenes, era imposible que estuvieran con vida. El capitán les mostró el informe que habían hecho, lo leyeron atentamente. Un escalofrío les recorrió el cuerpo, en él relataban con pelos y señales cómo habían muerto.


REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...