Unas naves espaciales, se dirigían a la tierra. En el
centro de control empezó a sonar una alarma. Todavía estaban lejos, pero a la
velocidad que llevaban no tardarían ni una hora en llegar a la Tierra. Eran las
9 de la mañana.
A esa hora, un exorcista, estaba realizando la ardua
tarea de expulsar un demonio del cuerpo de una joven. Llevaba toda la noche, estaba
amaneciendo y desde entonces no había conseguido que aquel ser oscuro
abandonara aquel cuerpo. El sacerdote estaba exhausto. Las fuerzas le
flaqueaban. Era una lucha titánica, un mano a mano, con aquel ente, de momento
no había un vencedor claro. A las 9 cuando los expertos del centro de control
detectaron unos objetos no identificados aproximándose a nuestro planeta, aquel
demonio decidió hablar. Ojalá no lo hubiera hecho, porque lo que estaba
profetizando sería el fin de la humanidad. El fin de todo y de todos. El
Apocalipsis.
El demonio abandonó el cuerpo de la joven, el exorcista
se había acurrucado en una esquina de la habitación, balanceándose de un lado a
otro en estado de shock, la joven se despertó y a pesar de las magulladuras que
tenía en todo su cuerpo logró salir de la cama en la que había estado postrada,
acercándose al hombre de la sotana que mascullaba algo entre dientes. Lo
zarandeó sin resultado. No quería hacerlo, pero le propinó una bofetada para
que reaccionara. El sacerdote salió del trance, la miró, sin comprender en un
primer momento, que había pasado, para luego pedir a gritos un teléfono. Tenía
que avisar al Vaticano de lo que estaba a punto de suceder.
A las 10 en punto, se atisbaron naves de origen desconocido,
en todo el planeta. Cientos de ellas. Miles, decían algunos. La humanidad no
estaba sola. La incertidumbre de aquello les llevó a la curiosidad, haciendo
que la gente saliera de sus casas a contemplarlas. Aquellas naves no se movían,
estaban inmóviles sobre ellos. Esperaban pacientemente, pero ¿qué? Si venían en
son de paz, no tenía sentido aquel silencio, a no ser que aquellas no fueran
sus intenciones.
Entonces, la Tierra tembló. El suelo se abrió. La gente
empezó a correr despavorida intentando buscar un lugar seguro donde guarecerse,
pero pocos consiguieron no caer en las grietas que se iban formando a su paso.
Los que sobrevivieron, desearon no haberlo hecho, cuando vieron como unos seres
oscuros, procedentes del inframundo, salían al exterior. Era una visión
dantesca, grotesca, horrible, escalofriante. Demonios de distintas formas y
tamaños empezaron a ascender hacia aquellas naves. Eran muchos, incontables,
podían ser cientos, miles, nadie lo podía saber con certeza porque los que los
estaban viendo enloquecían ante tal visión.
Eran las 11 de la mañana cuando aquellas naves tomaron
tierra. La invasión de nuestro planeta era un hecho. Las fuerzas de seguridad estaban
avisadas. El ejército provisto de las armas más sofisticadas que poseían,
tomaron posiciones. Los gobiernos mundiales, por primera vez en la historia, se
unieron para hacer frente a aquella crisis mundial.
De cada nave situada en cada ciudad importante del mundo,
un ser vestido con un mono entero, que le cubría el cuerpo de pies a cabeza, de
color blanco, salía del interior. Tenía un mensaje que dar. No era muy halagüeño.
Aquellos seres tenían aspecto de humanos. Incluso podían pasar por uno de ellos
sin levantar la mínima sospecha. Pero había algo diferente en ellos. Los ojos. Estaban
desprovistos de vida. Eran negros como la oscuridad más absoluta y hablaban y
se movían como si fueran marionetas movidas por hilos invisibles. Los altos
mandos de todo el mundo, el Vaticano y la mayoría de las personas, seguían este
contacto alienígena por medio de pantallas de televisión. Pocos fueron los
atrevidos que se aventuraron a estar en primera línea, a excepción de
periodistas y fuerzas de seguridad. Las distintas religiones de todo el mundo
también se consensuaron entre ellas. Todas coincidían en que aquellos extraterrestres
estaban poseídos por las fuerzas del mal. El mensaje fue claro, era el
principio de una nueva Era, en la que Dios sería desbancado y el Mal, en su
estado más puro, tomaría aquel planeta y a todo y todos los que en él vivían.
No darían tregua a aquellos que se opusieran a tal conquista, los que acataran
sus órdenes formarían parte del ejército capitaneado por Satán. Tenían menos de
una hora para darles una respuesta. O se rendían o acabarían con el mundo en su
totalidad.
A las 12 en punto, al ver que la respuesta no llegaba,
aquellas naves elevaron su vuelo colocándose estratégicamente sobre todo el
planeta. La gente se refugió en los lugares de culto, rezando, a la espera de
un milagro.
Lanzaron la primera bomba. Los humanos intentaron
derribarlos con las armas que tenían a su alcance, pero en menos de una hora,
la Tierra tal y como la conocemos, quedó destruida, no quedando en pie, ni una
persona, ni animal, ni vegetal. El sol se oscureció, la vida, en su totalidad,
dejó de existir. Nuestro planeta quedó reducido a cenizas. Los demonios habían
vencido. Era el Apocalipsis.