Me cuesta mucho recordar aquel día, a pesar de los años
que han pasado. Hablar de ello es sinónimo de sufrimiento e impotencia. Mi
terapeuta me dice que escribirlo, plasmarlo en una hoja de papel, me hará más
bien que mal. Así que lo voy a intentar. Lo he perdido todo, ya no me queda
nada. Me casé joven, enamorada y muy ilusionada. Queríamos formar una gran familia,
pero los niños no venían. Pero después de un par de años de tratamiento, por
fin, me quedé embarazada y tuve a mi pequeño Juan. A partir de ahí una obsesión
empezó a rondar por mi cabeza, tenía miedo de perderle, no sólo que lo
apartaran de mi lado, sino también de que se muriera. Reconozco que me volví
muy protectora y sufría de ansiedad si se iba a pasar la noche a casa de algún
amiguito. Sentía una verdadera fobia. A raíz de mi obsesión por estar siempre
con él y no perderlo de vista, mi pequeño empezó a crear una propia. Nos dimos
cuenta de ello, un día en que tuve que salir y quedó con su padre en casa, nuestro
hijo ya tenía 9 años. Nuestro vecino le pidió si podía ayudarle a mover unos muebles
porque quería pintar, mi marido fue, no sin antes avisar a Juan de que no iba a
tardar mucho. Al final se demoró un poco más de lo acordado y los gritos del
niño se escucharon por toda la calle, cuando llegó mi marido, nuestro hijo
estaba en un rincón de su habitación en posición fetal llorando y chupándose un
dedo como si fuera un bebé. Le compramos un peluche, un osito, parecía que
aquello funcionaba, dormía con él todas las noches y lo llevaba consigo a todas
partes. Eso y que ya nunca más lo dejamos solo. Pero para quedarnos más
tranquilo, le pusimos una cámara en su habitación, gracias a ello, nos dimos
cuenta que, gracias a aquel regalo se sentía protegido. Un día recibimos una
llamada, a mi marido le iban a hacer un homenaje en reconocimiento a sus muchos
años de trabajo y los muchos éxitos de su carrera. Teníamos que ir el sábado a aquella
cena, era muy importante para él. Pero el problema era nuestro hijo, no lo podíamos
llevar y no podía quedarse solo. Así que después de darle vueltas al tema,
decidimos dejarlo con una chica adolescente que vivía en nuestra misma calle y conocíamos
desde siempre. Le gustaban los niños y conocía al nuestro y se llevaba muy
bien. Así que llegó el día. La canguro llegó y nosotros nos fuimos. A Juan lo dejamos
durmiendo, abrazado a su osito y la niñera sólo tenía que ir a verlo de vez en
cuando para cerciorarse de que no se despertaba. No sabíamos que la joven tenía
miedo a la oscuridad. En cuanto nos fuimos encendió todas las luces de la casa,
incluida la de la habitación de nuestro hijo. La joven se fue al salón a ver la
tele y cada diez o quince minutos iba al cuarto del niño para ver que todo seguía
igual. Estaba tranquilamente viendo una película cuando las luces se apagaron,
todas, sin excepción, quedando toda la casa, totalmente a oscuras. Entró en
pánico. Con la linterna del móvil, fue hasta la caja de fusibles, dándose
cuenta de que allí no estaba el fallo. Escuchó llorar a Juan en su habitación.
Subió corriendo. El pequeño estaba sentado en la cama y al verla le señaló con
un dedo hacia una esquina de la habitación. Ella iluminó esa parte, pero no vio
nada. Juan ya no tenía el peluche consigo. Lo cogió en brazos para calmarlo.
Quería salir de allí. La puerta del cuarto del niño se cerró de golpe como si
hubiera un golpe de aire. Retrocedió hasta la cama, asustada, dejó al niño en
el suelo y se dispuso a llamarnos. De repente, sintió algo punzante en la
espalda, se giró, pero no logró ver nada, sólo sombras. Nuestro hijo se puso a
gritar y se escondió debajo de la cama. Ella notó algo húmedo en su espalda se
la tocó, comprobando desconcertada, que era sangre. Se asustó mucho, corrió hacia
la puerta. Una figura apareció reflejada en ella. Tenía la forma del peluche de
Juan, pero algo no iba bien, su altura era de unos dos metros. Se giró con el
corazón desbocado y lo vio frente a ella. Aquel peluche se había convertido en un
ser maquiavélico, tenía los ojos de color rojo, dientes afilados y sus manos y
sus pies eran garras. Aquello se abalanzó sobre ella. Antes de morir vio el
cuerpo de Juan inerte, en medio de un gran charco de sangre. Aquel monstruo lo
había matado. Desde el móvil de la joven, se escuchaba mi voz, desesperada,
desgarrada. Cuando llegamos a la casa subimos corriendo al cuarto de Juan. Ante
nuestros ojos vimos una auténtica masacre. Nuestro hijo y su niñera estaban
muertos. Pero parecía que quien los hubiera matado, se habían ensañado con la
chica, estaba destripada y las vísceras las habían colgado de la lámpara del
techo. Mi marido, desesperado cogió en brazos el cuerpo de nuestro hijo, detrás
de él estaba el armario. Las puertas se abrieron y aquel monstruo se abalanzó
sobre él, lo cogió por sorpresa y no pudo hacer nada por salvar su vida. Yo
logré huir. Salí a la calle gritando desesperadamente, pidiendo ayuda. El resto
es historia, creé otra fobia, la de salir a la calle. Estoy internada en un
hospital psiquiátrico, intenté suicidarme varias veces. Creen en mí, no me dan
por perdida. Pero en cuando acabe de escribir, sé lo que debo hacer. Me reuniré
con ellos. Esta vez no fallaré.