La vida de aquella joven, de apenas 17 años se vio
truncada de un día para otro. Todo comenzó una mañana en la que se despertó con
un fuerte dolor de cabeza, se tomó un par de aspirinas y el dolor remitió. Pero
al atardecer, volvió y esta vez con más fuerza. La llevaron de urgencias al
hospital, le hicieron diversas pruebas. Determinaron que lo que le pasaba es
que tenía migraña, le recetaron unos medicamentos que le aliviarían el dolor, e
incluso con el paso del tiempo remitiría completamente. Durante la semana
siguiente se sintió mejor, los dolores de cabeza ya no eran tan persistentes.
Pero al cabo de esa semana, volvieron y esta vez con más intensidad, era tal el
sufrimiento que padecía que llegaba a perder el conocimiento. Volvieron al
médico. Decidieron hacerle una resonancia. Los resultados de la prueba eran
fatídicos, tenía un tumor bastante grande en una parte del cerebro inoperable.
Dos meses después, una madrugada, mientras dormía, después de haberle
suministrado un fuerte sedante, la joven fallecía.
Era tal la consternación, la impotencia y el dolor de
aquellos padres que el pueblo entero se volcó con ellos, ayudando en todo lo
que pudieran para hacer más llevadero aquel día tan fatídico. Se hicieron los
preparativos para el entierro. A la joven se la vistió con un vestido blanco. Le
pusieron un ramo de rosas rojas entre sus manos, sus flores preferidas. Colocaron
el ataúd abierto en la iglesia y toda la gente del pueblo pasó a despedirse de
ella. El comentario, entre los allí presentes era siempre el mismo, parecía un
ángel. Daba la impresión de que estaba durmiendo. No mostraba ningún signo del
sufrimiento que había padecido los últimos días antes de su muerte. El oficio
se prolongó hacia bien entrada la tarde, porque todos querían hablar sobre
ella, lo buena persona que había sido y lo que la iban a echar de menos.
Cuatro compañeros del instituto portaron su féretro hasta
el cementerio, seguidos por los padres y la gente del pueblo. El sacerdote, estaba
visiblemente emocionado. Había visto crecer a aquella chiquilla, la había
bautizado y le había dado el sacramento de la comunión y ahora la tenía que
enterrar. Terminó el oficio y el cementerio se fue quedando, poco a poco vacío,
los cientos de flores y ramos, que habían dejado en su tumba, eran los únicos
acompañantes en su primera noche en el camposanto.
Pasaron los meses y llegó el verano. La vida siguió para
todos. Sus amigos intentaban reponerse de aquella dolorosa pérdida. Decidieron
hacerle un homenaje al finalizar el curso. Celebrarían una fiesta en su honor.
A ella le encantaban las fiestas cuando estaba viva. Los profesores estuvieron
de acuerdo y decidieron que se celebraría en el pabellón de deportes el día de
San Juan. Todos colaboraron en los preparativos. Una orquesta se ofreció a
tocar gratis para ellos ese día, aportando así, su granito de arena en aquel
homenaje póstumo. Antes de la fiesta habría un partido de fútbol amistoso entre
el equipo local y otro que invitaron de un pueblo cercano.
Llegó el gran día. Se celebró el partido de fútbol. La victoria
la llevó el equipo del pueblo. Al atardecer comenzó la fiesta.
Llegó un joven en
una moto, aparcó delante del pabellón, fuera se escuchaba la música y alboroto
de la gente que estaba dentro. La fiesta estaba en pleno apogeo. Entró. A lo
lejos vio a algunos amigos suyos y se acercó a saludarlos. Entonces la vio. Era
la chica más guapa que había visto nunca. Y lo estaba mirando. Antes de decidirse
a ir a hablarle, los pies ya avanzaban en su dirección. De cerca era todavía más
guapa. Tenía una sonrisa adorable. Parecía un ángel con aquel vestido corto, de
color blanco que dejaba ver sus largas piernas bronceadas. Sus ojos eran azules
como el cielo. Congeniaron desde el primer momento, charlaron, bebieron, bailaron
y el mundo se paró para ellos, en aquel pabellón solo existían ellos dos. Él
supo, en ese instante, que se había enamorado de ella. Ella le pidió que la
acompañara a casa porque se estaba haciendo tarde. Salieron al exterior. Fuera
hacía fresco, él le ofreció su cazadora de cuero, para que se abrigara, ella
aceptó. Se subieron a la moto y la dejó delante de su casa. Le peguntó cuando
la volvería a ver. Recibió una sonrisa por toda respuesta. Esperó a que entrara
en casa antes de irse. Cuando regresó a la fiesta, se dio cuenta de que aquella
chica, Valeria, no le había devuelto la cazadora, se alegró por aquello, sería una
buena excusa para volver a verla. Iría por la mañana a buscarla.
A la mañana siguiente, fue hasta la casa de la chica,
llamó a la puerta. Una señora de mediana edad le abrió la puerta. Él, muy
amablemente le explicó que venía a recoger la cazadora que le había prestado a la
chica que vivía allí, la noche anterior.
La cara de la señora demudó de color. Se puso lívida y comenzó
a llorar. El joven desconcertado le preguntó qué pasaba. Ella lo dejó pasar a
la casa, lo llevo hasta el salón y le señaló un retrato que había colgado de la
pared, le preguntó si reconocía a la chica. Él le dijo que sí, esa chica es
Valeria. Lo que le dijo la señora lo dejó en shock, la joven llevaba muerta
unos seis meses. Fueron hasta el cementerio, la madre quería mostrarle a aquel joven
la tumba donde estaba enterrada su hija. La cazadora que le había dejado la
noche anterior, estaba sobre la lápida.