Había un caso, en el que llevaba un tiempo trabajando,
que no me dejaba dormir. La ausencia de pistas en esas desapariciones, me
estaban volviendo loco. Me desperté en medio de la noche, gritando, empapado en
sudor, había tenido una pesadilla. En mi sueño, un lobo negro, enorme, del
tamaño de un oso, se abalanzaba sobre mí. Sabía que cualquier intento de volver
a dormir esa noche, sería en vano. El despertador, que había sobre mi mesilla
de noche, marcaba las cuatro de la mañana. Decidí levantarme y tratar de
trabajar un poco, intentando arrojar un poco de luz a aquel misterio que me traía
entre manos. Descorrí las cortinas. Las farolas arrojaban algo de luz sobre la
calle vacía. Entonces lo vi. Era el lobo de mi pesadilla. Me estaba observando
desde el otro lado de la calle. Inmóvil. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Sus ojos brillaban como dos luces rojas, entre las sombras. Corrí las cortinas
y me separé de la ventana. Me senté en la cama. Estaba nervioso. No lograba quitarme
aquella imagen de mi cabeza. Inquieto, volví a levantarme. Entreabrí un poco la
cortina. No estaba. Respiré con alivio pensando que había sido una alucinación.
Poco duró mi dicha, al poco tiempo escuché ruidos en la puerta de la calle. Me
acerqué despacio. Parecían arañazos. La abrí y allí estaba, el lobo, delante de
la puerta de mi casa. Asustado, la cerré de golpe. Apoyé mi espalda en ella. Necesitaba
tranquilizarme, el corazón latía desbocado en mi pecho y me faltaba el aire. Entonces
escuché una voz, que me decía, alto y claro ¡sígueme!,. Entreabrí la puerta, y vi como aquel lobo se
daba la vuelta y empezaba a caminar. Lo seguí. Las calles seguían desiertas. El
lobo caminaba despacio. Yo iba en silencio tras él. Hipnotizado. Algún perro
envalentonado, ladraba a nuestro paso, pero al ver al lobo, sus ladridos
pasaban a ser aullidos. Caminamos un buen rato. Empezaban a despuntar los
primeros rayos del sol, cuando llegamos a la puerta del cementerio. Estaba
cerrada. Pensé que no podríamos entrar y los muros estaban demasiados altos
para poder saltarlos, por lo menos yo no me encontraba en condiciones de poder
hacerlo. Para mi sorpresa la puerta se fue abriendo a medida que nos íbamos acercando.
No me gustaban los cementerios, y mucho menos cuando todavía las sombras no se
habían disipado por completo. El lobo siguió caminando. Atravesamos todo el
camposanto. Llegamos a la parte más alejada. En aquella zona las tumbas eran
muy antiguas, se veían mal cuidadas, sin flores, como si ya nadie quedara con
vida para recordar a aquellos muertos. Los nichos estaban cubiertos de musgo y
enredaderas. Algunas lápidas estaban rotas. Entonces el lobo se paró delante de
un mausoleo. La puerta se abrió. El lobo me hizo un ademán con la cabeza de que
entrara. Dentro había un sepulcro. Una losa lo cubría. Giré la cabeza, el lobo
había desaparecido. Estaba solo. Salvo aquel sepulcro no había nada más en aquel
lugar. Me acerqué y traté de empujar la losa. No parecía tan pesada como creía.
No tuve que hacer mucha fuerza para desplazarla. Encendí la linterna de mi
móvil y alumbré el interior del sepulcro. Dentro había unas escaleras de piedra
muy empinadas. Salté al interior y empecé a bajarlas con cuidado de no caer. Parecían
no tener fin. Llegué al último peldaño. Estaba en un sótano, frío y húmedo. Fui
alumbrando cada centímetro de aquel lugar, por el que iba pisando. La idea de
ratas correteando por allí me ponían los pelos de punta. Entonces la visión más
macabra, que nadie debería ver jamás, estaba ante mis ojos. Había cuerpos junto
a las paredes, algunos eran esqueletos ya, otros estaban en avanzado estado de descomposición.
Tenían puestos unos collares alrededor del cuello, de los cuales salían unas
cadenas cortas, clavadas en la pared, con la única finalidad de que no pudieran
sentarse. Allí estaban las chicas que habían desaparecido el último año.
Escuché un gemido. Alumbré con la linterna hacia el lugar de donde provenía
aquel ruido. Una de las chicas estaba con vida. Me acerqué hacia ella. En el
suelo había una chaqueta. La reconocí de inmediato. Esa chaqueta era mía. La
cogí. Dentro estaba mi cartera, mis tarjetas de crédito, mi pasaporte. La gran
pregunta era ¿qué hacía mi chaqueta allí? Entonces alumbré la cara de aquella
chica, era la última joven en desaparecer. Estaba en muy malas condiciones. En
un esfuerzo casi sobrehumano abrió los ojos. Cuando me vio, vi pánico y terror
en ellos. Retrocedí, aturdido, asustado, mi espalda chocó con algo grande,
peludo. El lobo. Entonces lo comprendí. Yo había hecho aquello. Yo era el
asesino que estaba buscando. Entonces algo se transformó dentro de mí. Un “yo”
nuevo emergió de mi interior. Fuerte. Malvado. Sintiéndose descubierto y
acorralado, intentó huir. Pero el lobo fue más rápido y le tapó la única salida
existente en aquel sótano, las escaleras. Lo miró fijamente a los ojos y se
abalanzó sobre él. Sobre mí.