El suicidio de su marido corrió como la pólvora por todo el pueblo. A la gente
le encantaba afilar, con un diabólico sacapuntas,
la mina de los acontecimientos para causarle el mayor daño posible. Ya no
podía leer más los comentarios y
suposiciones sobre el por qué, la razón, que le había llevado a su marido a
realizar aquel acto tan atroz. Por la calle, la gente del pueblo, la miraba de
reojo cuchicheando a su paso. Los que creía eran amigos la culpaban de ello hasta
el punto de hacerla sentir culpable. Le había sido infiel. Sí. Que esa
infidelidad pudiera ser el detonante. No. Lo tenía muy claro. Porque ya hacía
tiempo que su matrimonio no estaba bien. Ni siquiera compartían la misma cama y
la idea del divorcio ya rondaba por sus cabezas hacía meses. Se sentó en una
terraza. Desde allí podía ver el muelle.
No pudo reprimir las lágrimas. Sacó un pequeño espejo del bolso. Contempló su rostro demacrado con grandes ojeras
y ojos enrojecidos. Vio a una pareja,
caminando en dirección al muelle, cogidos de la mano. El último lugar donde
había estaba su marido. El lugar que escogió para tirarse al mar, mientras el
sol se ocultaba en el horizonte. Si
lo piensas bien, hasta podía decirse que había sido un momento romántico aquel
encuentro con la muerte. Aquella noche, al igual que las últimas siete, no pudo
dormir. Decidió leer un rato pero era incapaz de concentrarse. Se levantó y
fue hasta la cocina. Se sirvió un vaso de leche. Mientras lo hacía, decidió que
tenía que hacer algo para poder dormir, o se volvería loca. Se le ocurrió la
idea de arreglar el armario de su habitación. Había ropa que ya no se ponía y
ese momento era tan bueno como cualquier otro para hacerlo. Fue sacando la ropa
y colocándola sobre la cama. En un momento dado, su mano derecha, tocó la parte
trasera del armario, atravesándolo literalmente. La mano desapareció tras la
madera. La quitó rápidamente. La contempló asustada, desconcertada. Estaba
intacta, sin rasguño alguno en ella. Decidió volver a probar. Esta vez metió el
brazo entero para luego sacarlo con rapidez. No pasó nada. Decidió ir más allá.
Introdujo todo su cuerpo. Se encontró dentro de otro armario. Estaba oscuro.
Sintió el contacto de las prendas de
ropa, que había allí colgadas, en su piel. Abrió despacio una de las puertas.
Donde fuera que estaba era de día. Podía ver una cama, con una colcha igual que
la que tenía en la suya. Un traje negro descansaba sobre ella. Parecía que no
había nadie. Decidió salir y averiguar dónde estaba. Lo que vio la dejó petrificada.
Estaba en una habitación igual que la suya. En la cabecera estaba el cuadro que
le había regalado una amiga. Las lámparas eran las mismas, el tocador, el
armario, las fotos enmarcadas sobre las mesillas, el joyero que había
pertenecido a su madre. Se acercó a él y lo abrió, estaba el collar de perlas que le había regalado su marido
por su décimo aniversario de boda. Incluso el libro sobre cómo ser una buena
acuicultora, que había comprado hacía unos meses, cuando empezó a interesarse
por el tema. Escuchó pasos acercándose. Se metió en el armario de nuevo. Dejó
entreabierta un poco la puerta para poder ver de quién se trataba. ¡Era su
marido! ¡Estaba vivo! Quiso salir y abrazarlo. Pero se contuvo. Aquello no
podía ser real. Dejó algo sobre la cama. Alguien lo llamó. Era la voz de un
hombre. Volvió a salir. Sobre la cama había ahora un periódico. Leyó los
titulares. “La pasada noche, una mujer se lanzó al agua desde el muelle. Esta
mañana, los buzos, encontraron su cuerpo.” La noticia venía acompañada de una
foto de la mujer. Era ella.