El día anterior de la festividad de San Juan un grupo de
muchachos comenzaron a primera hora de la mañana, la ardua tarea de llevar fardos
de leña a la playa con la intención de apilarla y hacer una gran hoguera esa
noche. Al atardecer, encendieron un fuego y se sentaron a su alrededor.
Comenzaron a contar historias que habían escuchado sobre esa noche, mientras
daban cuenta de unas sardinas asadas y papas. Uno de ellos contó que la hoguera
se encendía porque el fuego purificaba tanto a hombres, como animales y campos
y ahuyentaba los malos espíritus que, en esa noche, la más corta del año,
campaban a sus anchas por nuestro mundo y atraer a los buenos. Otro relató que
su padre le había contado que la primera vez que se encendió una hoguera fue
por orden de Zacarías para anunciar a sus familiares y vecinos el nacimiento de
su hijo, Juan Bautista, que coincidía con el solsticio de verano. Contaban
también que el fuego, no sólo se encendía con la idea de rendir tributo al sol,
sino también como purificador de los pecados. Se arrojaba sobre él ropas
viejas, papeles y cualquier objeto que significaban un mal recuerdo durante ese
año que había pasado. A media noche, decía otro, había que saltar la hoguera un
número impar de veces para purificarse y alejar así a malos espíritus y brujas.
Todas estas historias se relataban en un ambiente festivo, alegre y distendido.
Faltaba poco para las 12 de la noche, la hora mágica. Los
muchachos se preparan para saltar la hoguera entre risas y bromas. Entonces se
dan cuenta de la ausencia de alguien del grupo. Concretamente una chica, Lucía.
Le preguntaron a su amiga Ana, que había estado sentada a su lado todo el
tiempo, si sabía dónde estaba. La amiga negó con la cabeza, visiblemente
preocupada.
A unos metros de donde estaban los muchachos, había una
campiña, donde había una multitud de gente sentada sobre la hierba, contemplaban
las hogueras, mientras charlaban y cantaban. Había una higuera enorme no muy
lejos de allí. Vieron a su amiga sentada bajo ella. Parecía tranquila y
relajada. Un detalle en aquella visión les llamó la atención. A medida que se
iban acercando, Lucía parecía estar hablando con alguien, que desde donde
estaban no podían ver de quién, sólo podían vislumbrar una sombra sentada a su
lado.
Lucía había abandonado el círculo en torno a la hoguera
donde se había sentado con sus amigos al escuchar que la llamaban por su
nombre. Pareció reconocer aquella voz como la de su amiga Lara. Se levantó y
acudió a su encuentro, sin pararse a pensar por un momento, que no podía
tratarse de su amiga, era imposible, Lara llevaba muerta más de un año. La vio
sentada bajo una higuera. Se sentó a su lado. Tocaba una canción con una
guitarra. La reconoció de inmediato y la transportó a la infancia que habían
compartido juntas. Lucía escuchaba unas voces lejanas. Sus amigos la llamaban.
Quiso levantarse, pero una mano le agarró el brazo impidiéndoselo. Se giró sin
comprender qué estaba pasando. En ese preciso momento supo que algo no iba
bien, aquello que la miraba no era de este mundo. Ese ser, no era su amiga. Frente
a ella había una mujer, una anciana, con la cara surcada por profundas arrugas.
Sus ojos carecían de brillo y su sonrisa era malvada, terrorífica, mostrando
una boca desdentada. Gritó, pero aquel grito quedó ahogado en su garganta
mientras unas manos huesudas le apretaban el cuello con la única intención de
ahogarla. Cuando creyó que su vida se acabaría en ese momento, sintió como la
presión sobre su cuello disminuía poco a poco hasta desaparecer por completo.
Eran las doce de la noche, las hogueras se habían encendido y las brujas eran
ahuyentadas por el poder purificador del fuego.